Parte de todo viaje siempre es el final, y es lo que vamos a abordar en este último artículo sobre nuestra estancia en Irlanda. Nuestros últimos días los empleamos en recorrer Dublín y su historia y en empaparnos de la energía tan positiva que emana esta isla. ¿Quieres saber qué fue la Gran Hambruna y la marca indeleble que dejó en los irlandeses desde entonces? ¿Te apetece recorrer con nosotros la prehistoria de Irlanda, la historia de Dublín y sus lugares más emblemáticos? ¿Y qué te parece conocer la forma de vida de los celtas por los que es famosa Irlanda? Si te atenaza la curiosidad, continúa leyendo. Seguro que te sorprenderás
Los celtas en Irlanda
El museo arqueológico de Dublín se antoja el destino ideal para sumergirse en la prehistoria e historia de Irlanda a través de la visualización de los restos materiales que los pobladores de la Isla Esmeralda han legado para la posteridad. De nuestra visita pudimos concluir que Irlanda ha estado habitada desde el 7000 a.C., época a la que pertenecen las evidencias arqueológicas más antiguas. La llegada de los primeros pobladores ocurrió muy posiblemente por la punta nororiental de la isla, la más cercana a Gran Bretaña, perteneciente hoy al condado de Antrim, pues es donde se han desenterrado las evidencias arqueológicas más antiguas. Es de hecho la vía más práctica, pues hace milenios el estrecho de mar que separaba ambas islas no existía sino que estaban unidas por una lengua de tierra. No obstante, el aumento del nivel de las aguas debido a la desglaciación anegó aquella conexión y permitió el relativo aislamiento de Irlanda.
Aquellos primeros colonos eran, como cabe esperar, los típicos cazadores-recolectores nómadas del Mesolítico, el periodo prehistórico de transición en el que comenzó a asentarse el sedentarismo, la agricultura y la ganadería, en suma, la semilla que brotaría en las grandes civilizaciones del Neolítico, que comenzaría tres mil años después. Nuevamente volvemos a encontrar los restos neolíticos más antiguos en Antrim.
El Neolítico es un período muy dinámico en el que se introducen numerosos avances técnicos y artísticos. Alrededor del 3000 a.C., los humanos comienzan a enterrar a sus allegados de una forma totalmente novedosa, magnífica e impresionante: construyendo megalitos. Es ahora, por tanto, cuando surge la cultura megalítica, que ha dejado obras que desafían al tiempo, como Stonehenge en Inglaterra, Newgrange en Irlanda, Nabta Playa en Egipto, etc. En Irlanda destacan dos tipos de estas construcciones megalíticas: los dólmenes, es decir, una cámara formada por varios ortostatos verticales que dan soporte a una losa horizontal, y las fascinantes tumbas en corredor o pasajes funerarios, cámaras funerarias adheridas a largos pasillos delimitados por ortostatos. El pasaje funerario más famoso de Irlanda es Newgrange. Sin embargo, es un error resaltar únicamente el objetivo funerario de estos monumentos y olvidarnos de sus otras funciones, quizás más trascendentales, porque es habitual que los megalitos no estén orientados de cualquier manera, sino que lo hagan señalando algún hito astronómico o cósmico, como la salida o puesta del sol, solsticios o equinoccios, o bien a alguna estrella o constelación en concreto. No se sabe a ciencia cierta por qué hacían esto. Los indicios apuntan a que estas construcciones servían como una suerte de calendarios agrícolas para asegurar las buenas cosechas, pero sin duda también tenían su función espiritual. Quizás servían como lanzaderas que comunicaban los espíritus de los difuntos con el reino de sus dioses o como centros ceremoniales que albergaron toda clase de rituales y liturgias sagradas. Sea como fuere, los megalitos son testimonios inmortales de los avanzados conocimientos de nuestros antepasados, que dominaban la astronomía, la ingeniería y las matemáticas tan bien como la agricultura, la caza o la ganadería.
Por otro lado, el Neolítico fue el anfitrión de dos nuevos periodos que marcarían un antes y un después en la historia de la humanidad: la Edad del Bronce, que surge en torno al 2000 a.C., y la Edad del Hierro. Nuevas herramientas y elementos artísticos formados por los nuevos materiales comienzan a ver la luz. También nuevas armas que determinan el devenir de los diferentes pueblos: aquellos que no se modernizan acaban sucumbiendo ante aquellos que si lo han hecho. La industria del oro cobra también inusitada fuerza durante la Edad del Bronce, como podemos atestiguar gracias a la arqueología. A partir del año 1000 a.C. la Edad del Bronce va dando paso progresivamente a la Edad del Hierro y con ella se establece un colectivo que dejará una huella indeleble en gran parte de Europa, especialmente en Irlanda: los celtas, o como los llamaron los romanos, los escotos (término del que proceden “Escocia” y “escocés”). No vamos a hablar profusamente de las culturas celtas, puesto que es un tema que daría para todo un artículo. En cambio, nos limitaremos a aclarar ciertos puntos y a describir brevemente la actividad de los celtas en la isla.
El término celta aun induce a error a muchas personas. Los celtas no fueron una civilización unificada. Al contrario que el Imperio Romano, los celtas fueron un conjunto de tribus que hoy día historiadores y antropólogos agrupan en base a similitudes lingüísticas y artísticas. Pero lo cierto es que los celtas carecían de una política centralizada. Su llegada a Irlanda no fue una invasión, sino que el flujo continuado de celtas determinó su establecimiento en la isla y la consiguiente convivencia con la población ya existente que, como suele suceder, terminó siendo desplazada por unos pueblos que poseían un nivel tecnológico más sofisticado. Como decíamos, las tribus celtas tenían sus diferencias. Los celtas batallaban entre sí y mientras que unas tribus se replegaban otras avanzaban dependiendo del resultado de las diferentes contiendas. Así, hacia el 200 a.C. la tribu de los gaélicos (los mismos que introducen la lengua vernácula de Irlanda) estableció su predominio en la isla. Se podría decir que el legado celta de Irlanda procede fundamentalmente de esta tribu, de hecho fueron ellos quienes unificaron lingüísticamente Irlanda (y más tarde también culturalmente) a través de la lengua vernácula de la isla: el gaélico o irlandés.
Al igual que otras tribus, los gaélicos se organizaban en reinos de pequeño tamaño (“tuatha” en irlandés) gobernados por caudillos o señores que formaban parte de una aristocracia militar. Al poder podía acceder cualquier varón que compartiese el mismo bisabuelo, no funcionaba el sistema de primogenitura. Los gaélicos compartían elementos culturales y creencias, pero no una política o una idea unificadora de nación, y esto sería una constante que determinaría la pérdida de su poder en el futuro. Los castros, es decir, los «poblados» amurallados en los que se asentaban, son una prueba de que los enfrentamientos entre reinos gaélicos eran algo frecuente. Sin embargo, no hay que ver el periodo celta como un episodio sanguinolento y violento. Todo lo contrario: aunque es cierto que la violencia era algo habitual en estas sociedades, no lo es menos que también existía una sólida legislación y que muchos conflictos se dirimían diplomáticamente. Hasta tal punto era así que las aristocracias celtas no sólo estaban formadas por el rey o caudillo de turno, sino también por abogados que asesoraban a los gobernantes y que se dedicaban a interpretar y a generar nuevas leyes, además de conservar la tradición oral. Es más, el sistema legislativo celta era uno de los más avanzados de toda Europa, pues al contrario de lo que sucedía en la mayor parte de reinos europeos, los señores celtas sí respondían ante la ley.
La aristocracia gaélica también estaba compuesta por la élite religiosa, es decir, los famosos sacerdotes celtas o druidas, y por los poetas, artistas que no sólo se dedicaban a la elaboración de las sagas y de la mitología gaélica sino que también ayudaban a los abogados a conservar y proteger la mitología y la historia de su pueblo que, como hemos dicho, se transmitía oralmente. El problema de no tener fuentes escritas celtas obliga a los historiadores a acudir a textos posteriores de cronistas de otras culturas, muchas veces enemigas de los celtas, como la romana. Sin ir más lejos, La Guerra de las Galias de Julio César es de las más consultadas para entender a los celtas, pero contiene varias tergiversaciones y exageraciones. Sin embargo, que no tengamos obras escritas celtas no significa que no conociesen la escritura. Volviendo nuevamente a Irlanda, la escritura más antigua registrada es el ogámico u Ogham, cuyos orígenes pueden rastrearse hasta el 400 d.C. Realmente se trata de un sistema ideográfico basado en el alfabeto latino de los romanos y compuesto por una serie de símbolos lineales dispuestos a ambos lados de una línea base. La mayoría de inscripciones se han hallado en estelas líticas y hacen referencia a nombres propios, por lo que se puede deducir que su uso estaba restringido a una función conmemorativa o quizás para marcar límites territoriales.
La principal actividad económica de los gaélicos irlandeses era la ganadería. El segundo lugar lo ocupaba la agricultura, que como ya mencionamos en anteriores artículos, era dificultada por la escasez de suelos fértiles y por el clima tan húmedo. De hecho, la riqueza de los propietarios rurales se medía en base a las cabezas de ganado que poseían. Tanto es así que una de las prioridades de los caudillos celtas cuando invadían y absorbían otras tribus era incautar las cabezas de ganado para incrementar su riqueza personal. La sociedad gaélica era por tanto una sociedad rural. Exageraríamos incluso si dijésemos que los gaélicos vivían en poblados, pues no es así. Sus establecimientos eran los castros, el poblado como tal no llegaría hasta siglos después.
Con el tiempo, los diferentes caudillos entendieron que podían gobernar territorios más grandes si en vez de luchar se aliaban con sus homólogos. Así es como nacerían las provincias de Irlanda, grandes extensiones de terreno gobernadas por colectivos de caudillos. De estas uniones surgirían posteriormente importantes dinastías y familias gaélicas, como la de los Uí Neill, ancestros del apellido O’Neill, que formaban parte de la coalición de los Connachta (que daría nombre a la provincia de Connacht), señores y custodios de la mitad superior de la isla (mientras que la coalición de los Eóganachta gobernaba la mitad sur). Hasta cierto punto, hubo una relativa unificación cultural en Irlanda en cuanto a que la diversidad tribal se redujo en aras de las coaliciones y las alianzas. Los diferentes colectivos manifestaron sus pretensiones de unificar toda la isla bajo su mando y, en ocasiones, algunos así lo hicieron, pero solo simbólicamente. Insistimos: durante la época celta jamás habría una unidad política.
El declive celta y el nacimiento de Dublín
Como ya hemos visto, en el siglo V ingresa el cristianismo en Irlanda de la mano de San Patricio, aunque quizás deberíamos decir que, en última instancia, fueron los propios gaélicos los que introdujeron el cristianismo en sus propios dominios, ya que seguramente el lector recordará que San Patricio llegó a Irlanda como esclavo de unos piratas celtas. La instauración del cristianismo en forma de red de monasterios fue una auténtica revolución para los pueblos de la Isla Esmeralda. Los monasterios se convirtieron en centros neurálgicos alrededor de los cuales comenzaron a crecer núcleos poblacionales. Como ya vimos, los celtas mostraron poca resistencia ante el avance del nuevo credo y los diversos misioneros lograron progresivamente convertir a los paganos.
La nueva organización social se mantuvo más o menos inalterada hasta el siglo VIII. En este momento se produce otro punto de inflexión importante en Irlanda, pues es cuando se inaugura la llegada de nuevos pueblos y culturas: los vikingos. Al igual que sucede con los celtas, los vikingos no eran una civilización unificada bajo una misma política, sino un conjunto de tribus con algunos rasgos en común pero diferenciadas entre sí. La poderosa flota vikinga permitió a estas tribus procedentes de Escandinavia (territorio formado por Noruega, Suecia y Dinamarca) emigrar de sus lugares de origen para colonizar y aterrorizar a media Europa. La conocida como era vikinga comienza en 793, cuando organizan el saqueo del monasterio de Lindisfarne en Gran Bretaña. De ahí a Irlanda sólo había un paso, y así fue. Poco después, en 795, llegan a las costas irlandesas y comienzan el proceso de colonización. Los resultados fueron bastante positivos: si bien encontraron resistencia celta, algunas dinastías decidieron colaborar con los nuevos visitantes para obtener más poder sobre sus rivales, así que hasta cierto punto fueron relativamente bienvenidos. No fue una incursión abrupta, sino más bien progresiva.
Las huestes vikingas que dominaron en Irlanda hasta el siglo XII fueron de origen nórdico y danés. Hubo una primera fase en que los hombres del norte se dedicaban a saquear y a destruir que perduró hasta que lograron instalarse sólidamente en la isla. Esto ocurrió hacia 841, año en el que los nórdicos ponen la piedra fundacional del lugar que nos interesa para este artículo: Dublín. Efectivamente, Dublín es de origen vikingo, al igual que Cork, Limerick, Wexford, etc. La futura capital de la República de Irlanda comenzó como un “longphort” a orillas del río Liffey, esto es, una fortaleza naval con salida al mar. Este primer asentamiento originaría, ahora sí, el primer poblado como tal en Irlanda. Los vikingos trajeron muchos otros elementos positivos, como el aperturismo comercial de Irlanda, sobre todo entre Dublín y los principales establecimientos vikingos británicos, estrechando las relaciones entre ambas islas.
Las primeras tribus nórdicas y danesas no tardarían demasiado en ver su poder debilitado, principalmente a causa de dos motivos: el fortalecimiento y la expansión de los reinos gaélicos, contra los que cada vez estaban más en desventaja, y las guerras intestinas. Para más inri, el héroe irlandés Brian Ború dio un golpe casi mortal a los vikingos en 1014 en la batalla de Clontarf, en la que pereció. Algunos dicen que Brian Ború expulsó a los vikingos de Irlanda, pero lo cierto es que su influencia continuó apreciándose durante varios años más aunque, eso sí, muy mermada. Sea como fuere, Dublín cambiaría de manos definitivamente en el siglo XII con la llegada de los (anglo) normandos.
Comienza el dominio inglés
El siglo XII fue una época muy convulsa para Irlanda, tanto como determinante para los acontecimientos futuros. De alguna manera, el siglo XII fue el caldo de cultivo para la gestación de las futuras pasiones y movimientos nacionalistas, y el lector entenderá ahora por qué.
Hacia finales de la década de los 60 de este siglo los anglonormandos desembarcan en la isla. Estos son descendientes igualmente de vikingos, más concretamente de los normandos, tribus escandinavas que comenzaron sus conquistas por Normandía, en el noroeste francés, donde posteriormente establecerían un ducado. Los normandos jugaron un papel fundamental en la difusión del sistema feudal (en detrimento del sistema tribal), la organización social característica de la Edad Media. Sin embargo, los normandos no sólo forjaron el ducado de Normandía: tal fue el poder de sus ejércitos que arrebataron a los sarracenos Sicilia y el sur de Italia, configurando el Reino de las Dos Sicilias, participaron en la Primera Cruzada en Palestina, conquistaron Inglaterra en 1066, destituyendo a los líderes anglosajones para dar paso a la era de dominación anglonormanda, etc.
¿Cómo llegan a Irlanda? Nuevamente, los gaélicos, debilitados y concentrados en sus disputas internas, les allanaron el camino. En la década de 1160, el rey de la provincia de Leinster, Diarmait Mac Murchada, secuestró a la mujer de un jefe regional llamado O’Rourke. Este, dispuesto a restaurar su honor mancillado, pidió ayuda a Rory O’Connor, rey de la provincia de Connacht, para dar su merecido al cretino de Mac Murchada. Presionado por la coalición de reyes, se vio obligado a exiliarse prometiendo vengarse. Su sed de venganza le llevó a encontrarse con el rey anglonormando Enrique II Plantagenet de Inglaterra, a quien pidió apoyo militar para recuperar sus tierras a cambio del vasallaje de Leinster y de la mano de su hija Aoife para cualquier líder militar de sus huestes. Al rey le pareció un buen trato, sin embargo, en aquellos momentos Enrique II tenía concentradas sus tropas en Aquitania (que finalmente convertiría en su ducado), así que no podía destinarle demasiados activos. Aun así, cedió algunas tierras para que Diarmait pudiera reclutar y entrenar a sus tropas. Para más inri, la bula papal Laudabiliter de 1155 daba permiso a Enrique II para conquistar Irlanda y de paso instaurar de forma concluyente una serie de reformas eclesiásticas provenientes de la Iglesia de Roma. Desde Gales, las tropas bajo el mando de Diarmait llegaron a Leinster en 1167, desde donde llevarían a cabo su imparable conquista por toda Irlanda. Comandado por el noble anglonormando Richard Fitz Gilbert, alias Strongbow (“arco fuerte”), quien se casaría con la hija de Diarmait, el ejército anglonormando finalmente conquistaría Dublín, Waterford y Westford, los tres principales poblados de la provincia de Leinster. Este hito marcaría el comienzo de la era anglonormanda de Irlanda y el inicio del dominio británico de la isla, en otras palabras, entonces es cuando empieza un largo periodo de tiempo que indefectiblemente desembocará en la independencia de la República de Irlanda de 1922 y en todos los acontecimientos de los que hemos hablado en anteriores artículos.
Enrique II convirtió así a Irlanda en un señorío (no se puede hablar de reino hasta el siglo XVI). Dublín fue creciendo progresivamente. Aumentó su fortificación y en el siglo XIII se construyó el castillo de Dublín para proteger el poblado de las ocasionales incursiones de los nativos. Tras el asentamiento anglonormando se levantó lo que se conoce como “la empalizada”, una gran barrera que aislaba gran parte de Dublín y territorios de otros condados de las posesiones de los nativos. Todo ello pasó a manos de la corona británica, pues no había un feudo que lo gobernase. Esta división dejó de tener sentido cuando los nativos comenzaron a aceptar la influencia inglesa a partir del siglo XVI.
Los anglonormandos llevaron con ellos el comercio y los gremios, provocando un boom económico en la isla y, en consecuencia, un crecimiento demográfico que se detendría en el siglo XIV con la llegada de la mortal peste negra. Dublín, por tanto, tuvo que expandir sus muros para dar cobijo a una población creciente. Los anglonormandos también introdujeron su organismo político fundamental: el Parlamento. El primer Parlamento irlandés se instaló en Castledermot en 1264, aunque con el tiempo trasladaría su sede a Dublín.
La peste negra causó verdaderos estragos en toda Irlanda. Dublín sucumbió y quedó destrozada durante tres siglos. No sería hasta el siglo XVII que el poblado portuario comenzó a resurgir de nuevo. Gracias a James Butler, primer duque de Ormonde, a los Comisionados de Calles Anchas y al arquitecto James Gandon entre otros, Dublín fue reformada totalmente. Su nuevo rostro totalmente renovado y moderno al estilo georgiano atrajo a la aristocracia irlandesa. El Parlamento se estableció en Dublín también por esta época, sentando las bases de la futura capital de la República de Irlanda.
Sin embargo, el fenómeno que determinó definitivamente que Dublín se convirtiese en el centro neurálgico de Irlanda fue el ferrocarril. En el siglo XVIII, las principales rutas de ferrocarril partían desde Dublín hacia el resto de condados, con todas las consecuencias comerciales y económicas que ello conllevó.
Visita a los lugares más emblemáticos de Dublín
Las catedrales de Dublín. La capital de la República de Irlanda posee dos catedrales de obligada visita y que están situadas en pleno corazón de la ciudad: Christ Church, también conocida como la catedral de la Santísima Trinidad, y la catedral de San Patricio. Ambas son verdaderamente antiguas, pero la más vetusta es la primera, que se erigió alrededor del 1038 y es de manufactura nórdica. La segunda data del 1191 y es de manufactura normanda. Ambas construcciones están realmente cerca la una de la otra, a poco más de 400 metros. Por descontado, ambas son protestantes desde que se impuso la anglicana Iglesia de Irlanda como iglesia oficial en toda la isla en el siglo XVI.
La catedral de la Santísima Trinidad, como suele suceder, comenzó siendo una humilde parroquia. Fue fundada por el primer obispo de Dublín, Dúnán, apoyado por el rey vikingo nórdico Sitriuc en 1030. En el siglo XII, Richard Fitz Gilbert de Clare, el ya mencionado importantísimo héroe anglonormando que dirigió la colonización de Irlanda para Enrique II, propuso sustituir el humilde templo por otro mucho mayor para mayor honra del cristianismo y que sería completado en 1230. Como suele ser común con estos monumentos, la catedral que podemos contemplar hoy es diferente a la del siglo XIII, en primer lugar por los diversos daños que ha sufrido a lo largo del tiempo. Por ejemplo, en el siglo XVI su techo, el muro oeste y el sur de la nave cayeron, un evento cuyas trágicas reminiscencias nos devuelven al París del presente, donde la catedral de Notre Dame sufrió importantes daños en su techumbre por un incendio. En consecuencia, una parte importante del vestido de la iglesia que vemos actualmente es de 1870 aproximadamente, cuando fue restaurada y se le añadieron algunos elementos victorianos. Aun así, nada de esto le quita a este estupendo edificio sacro ser una de las construcciones más antiguas de Dublín (sino la más antigua) que lleva funcionando desde su génesis. Hasta la llegada de la Reforma protestante, los miembros de la catedral seguían la doctrina de los agustinos, introducida por el arzobispo y santo patrón de Dublín Laurence O’Toole en el siglo XII.
Tiene planta en forma de cruz latina y, como suele ser recurrente, está orientada de este a oeste: el altar, en el extremo este, en el ábside, da la bienvenida al astro rey todos los días, símbolo de la divinidad, mientras que la entrada al templo en el extremo oeste funciona como el inicio del camino que el fiel iniciado recorre desde la oscuridad (por donde se pone el Sol) hacia la luz. Al principio comenzó a ser construida en estilo románico pero con el auge del gótico en el siglo XII se fueron incorporando elementos de esta vertiente arquitectónica, como las clásicas ventanas y portadas ojivales o los contrafuertes y arbotantes.
Sea como fuere, nos internamos en las entrañas del templo a sabiendas de que íbamos a conocer multitud de historias. Y así fue. Había monumentos y sepulcros que homenajeaban a personajes de todo tipo relacionados con la catedral o con la confesión protestante. Probablemente, uno de los más importantes sea la tumba de Strongbow, “ideólogo” de la presente catedral. Es fácilmente reconocible, pues el caballero yacente y orante, rodeado por su escudo y su espada, salta a la vista. Como suele ocurrir, aquellos que de alguna manera han contribuido a la renovación o mejora de un templo suelen conseguir sepelio entre sus muros. No en vano, ser enterrado en un recinto sagrado es garantía de traspasar las puertas del cielo. Sin embargo, este no es el sepulcro original, que fue destruido con el derrumbe del techo. Este es del siglo XIV. Recomendamos al viajero que permanezca un tiempo disfrutando del templo y de todas sus secciones, que aprecie el arte y su historia. Y por supuesto, después de ver la parte principal del templo es imperativo visitar la cripta antes de irse.
Dicen que es la cripta más antigua de todo Dublín y una de sus primeras construcciones. Aunque ha sido parcialmente restaurada, aun conserva varias partes originales que datan del siglo XI-XII. Es una estancia muy amplia: abarca parte de la nave de la catedral y el coro. Cuando el viajero desciende a la cripta es imposible disociarse de los efluvios medievales que emanan de los sillares y que te trasladan a aquella época, bastante más luminosa de lo que muchos quieren reconocer. La cripta en sí misma es un museo extremadamente interesante, pues alberga colecciones y monumentos. Por ejemplo, el visitante podrá contemplar una serie de cepos, antes colocados en el patio de la catedral, que se utilizaban para el ajusticiamiento de los reos. En una vitrina reposa una preciosa vajilla de oro donada a la catedral por el rey Guillermo III de Inglaterra y su esposa la reina María II tras la victoria en la batalla del río Boyne en el contexto de la Revolución Gloriosa (remitimos al lector al artículo previo para conocer más sobre este episodio), que por entonces funcionaba también como capilla real. Decorada y labrada con el más mínimo detalle, esta vajilla consta de dos candelabros, dos jarras, un cáliz con su tapa, dos platos, uno de ellos con un tamaño excepcional, y una bandeja para limosnas.
En otra vitrina se muestran un par de espadas cruzadas con una historia muy curiosa y un tanto horripilante. Antes de la restauración, la cripta se utilizaba para almacenar féretros con sus respectivos cadáveres, aunque también sirvió como mercado e, incluso, como pub. Según nos cuenta un relato, un joven soldado se quedó atrapado en la cripta en 1822 sin poder salir después de haber acudido al funeral de un general. Para más inri, su regimiento se olvidó de él tras haber embarcado hacia Inglaterra. A los tres días, se dieron cuenta de que les faltaba un compañero y decidieron regresar a la catedral para buscarlo. Sin embargo, ya era demasiado tarde: lo único que encontraron fue su cadáver hecho añicos y mordisqueado por numerosas ratas que yacían también muertas alrededor del cuerpo del joven soldado. Junto al mismo su espada, que había utilizado para intentar defenderse de los roedores y que estaba rota por uno de sus laterales. Y sí, has leído bien, el soldado solo tenía una espada. Entonces, ¿de dónde sale la segunda? Nos cuenta el cartel de la vitrina a modo de anécdota que la espada estuvo colgada durante décadas en la sala capitular como homenaje al soldado caído. No obstante, un día en la década de 1930 el custodio catedralicio vio a un par de muchachos jugando con una espada rota muy similar a la del soldado. Creyendo que la habían hurtado, sin más dilación desposeyó a los niños de su “juguete”. Pero hete aquí que al volver a la sala capitular la espada original seguía en su sitio, así que con el paso del tiempo terminaron exponiéndose ambas.
En otra vitrina y acompañada por una vajilla se expone una ampolla de plata muy llamativa con forma de paloma de principios del siglo XX. Se piensa que su función era la de estilizar, pero también se ha empleado como recipiente para el crisma. Removiendo la cabeza del ave plateada se podía acceder a su contenido.
No obstante, las estrellas de la cripta son otros animales: un gato y un ratón cuyos cuerpos reposan en otra vitrina… momificados. Parece que, posiblemente mientras que el depredador perseguía a la presa, ambos quedaron atrapados en uno de los tubos de uno de los órganos de la catedral. En la década de 1860, durante unos trabajos de mantenimiento del instrumento, los trabajadores hallaron a ambos animales, cuyos cadáveres encontraron las condiciones ambientales idóneas para terminar convertidos en momias que, por cierto, están muy bien conservadas, porque el felino aun conserva sus vibrisas. Estas momias han llamado la atención de escritores de la talla de James Joyce, quien les dedica unas líneas en su comedia Finnegan’s Wake.
Y ya que hablamos de animales, continuemos con otro gato, aunque este está bien identificado. Se llama Laurence MagnifiCAT y fue adoptado en 2017. Ahora forma parte de la comunidad religiosa y parece que hasta ahora no tiene demasiado trabajo entre manos, o al menos tiene el suficiente tiempo libre como para mantener actualizada su cuenta de Twitter con todo lo que pasa en la catedral. Su nombre no fue elegido al azar, sino que homenajea a San Laurence O’Toole, arzobispo de Dublín y a quien en parte le debemos la catedral. Como “co-creador” del templo, su corazón estaba guardado en un relicario de madera que a su vez estaba protegido por una jaula metálica. Hablamos en pasado porque en 2012 fue robada. Fue un robo extraño, porque entre todos los tesoros de gran valor que alberga la catedral el ladrón optó por la reliquia, demostrando que sentía cierto interés por la misma. Afortunadamente, el corazón del arzobispo fue encontrado el año pasado abandonado en el Phoenix Park de Dublín sin ningún tipo de daños.
Por remarcar otro elemento importante de la catedral (aunque se nos quedan muchos en el tintero), hablaremos de la exposición sobre la Carta Magna que se encuentra en la cripta. La Magna Carta Libertatum (Gran Carta de las Libertades en latín) es uno de los documentos manuscritos más importantes de la historia, porque lo que manifiesta es la necesidad que debería haber en todo estado de derecho que se precie de sujetar el poder a la ley. Y este manuscrito legislativo se hizo necesario en una época convulsa, 1215. El rey británico por aquel entonces era Juan I, un personaje muy impopular entre sus súbditos, tanto que tuvo que enfrentar una rebelión organizada por varios barones hartos del despotismo de su rey. Eran tiempos en los que, además, muchos literatos y eruditos pedían una legislación más férrea que impidiese que el rey estuviese por encima de la ley y pudiese hacer lo que quisiera. El caso es que Juan I estaba en guerra con Francia y necesitaba dinero con el que financiar tamaña empresa, así que qué mejor fuente de ingresos que aumentar el impuesto a los barones. Así lo hizo, pero el problema vino en 1214, cuando perdió la guerra y gran parte de la confianza popular. Y en este contexto es cuando surge la Carta Magna como una reivindicación por recuperar lo extraído por el monarca. El rey derogó la Carta Magna en una decisión que le costó una guerra civil promulgada por un grupo de barones. Tras su muerte en 1216, el documento fue resucitado. Por tanto, un manuscrito capaz de desatar guerras es un documento de un valor incomparable, pero más valor tiene a sabiendas de que influyó notablemente, por ejemplo, en la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. ¿Y qué tiene que ver la Carta Magna con la catedral? Pues que posee una copia del manuscrito que está insertada en un códice conocido como Liber Niger o Libro Negro, expuesto actualmente en la cripta. Este tipo de códices medievales son conocidos como cartularios o Codex Diplomaticus y servían como documentos recopilatorios de transcripciones sobre otros documentos del ámbito legislativo, referentes por ejemplo a la fundación y a los derechos de determinados colectivos.
Después de visitar esta maravillosa construcción, nos dirigimos hacia la catedral de San Patricio, a 400 metros al sur, que no le va a la zaga en esplendor y belleza. Para conocer el origen de este templo tan icónico debemos retrotraernos a la época en que San Patricio estaba evangelizando la pagana Isla Esmeralda. Dice la tradición que los primeros cristianos irlandeses fueron bautizados aquí mismo, en los terrenos que circundan el templo, hoy llamados St. Patrick’s Park. En algún punto de esta zona había un pozo que interceptaba el tramo subterráneo del río Poddle, un afluente del río Liffey, y que aun continúa surcando el subsuelo de esta zona. En el siglo XX se encontraron en las inmediaciones una serie de losas sepulcrales enterradas entre las que estaba aquella que presuntamente cubría el pozo en el que se llevaron a cabo los bautizos y un pozo. Con las aguas del río Poddle, el santo patrón de Irlanda bautizó a los primeros irlandeses. Para conmemorar este acontecimiento, se levantó una humilde iglesia de madera cerca del pozo conocida como San Patricio en Isla, ya que se situaba en un pequeño islote delimitado por dos ramas del río Poddle, hoy desaparecidas, y cuyos primeros registros datan del 890 d.C. Su próximo salto evolutivo ocurrió en 1191, cuando John Comyn, primer arzobispo anglonormando de Dublín, le otorgó la condición de colegiata. No obstante, no sería hasta 1213 cuanto adquiriría su actual título de catedral, si bien es cierto que lo perdió después de haber sufrido una serie de reformas a causa de un incendio que derribó la aguja de la catedral en el siglo XIV (de forma similar a como ha sucedido en Notre Dame de París). Durante la reforma es cuando se añadió la torre de la pared norte. En 1555 recuperaría su título catedralicio de forma temporal.
La catedral pétrea tal y como la vemos actualmente es de la primera mitad del siglo XIII y se la debemos al arzobispo Lucas. Sin lugar a dudas, se trata de una construcción gótica. Sus elevadas techumbres son un llamamiento para el viajero, obligado indefectiblemente a levantar los ojos hacia la morada de Dios. No solo es alta, sino también la más grande de toda Irlanda.
Parece ser que estas dos catedrales consiguieron un hito histórico, pues era la primera vez que un poblado medieval poseía dos catedrales, aunque la de San Patricio estaba situada fuera de las murallas, lo que permitía al arzobispo excluir algunas leyes presentes en el poblado incluyendo el culto que se profesaba, basado como ya hemos mencionado en los cánones agustinos cuya sede era Christ Church. Su estatus como iglesia anglicana fue inestable debido a la sucesión de reyes y reinas defensores de la fe católica o protestante (de hecho, la restitución de su título como catedral ocurrió en tiempos de la reina católica María Tudor). No sería hasta que se promulgara el Acta de la Iglesia de Irlanda en 1869 cuando se convertiría en catedral nacional de la Iglesia anglicana de Irlanda, título que hasta entonces poseía su gemela, la catedral Christ Church.
Como siempre, recomendamos al viajero que, si tiene tiempo, visite su interior para maravillarse de su arte y arquitectura y de la gran cantidad de curiosidades que alberga. Por ejemplo, no es muy conocido que el prolífico escritor Jonathan Swift, el mismo que escribió Los viajes de Gulliver, está enterrado aquí. ¿Y por qué en el interio de un templo? Porque Swift tuvo un papel que poca gente conoce, y es que fue el decano de la catedral de San Patricio desde 1713 hasta su muerte en 1745. En la catedral hay muchos objetos que rememoran su paso por la misma, como dos máscaras mortuorias, ediciones tempranas de su obra magna, el acta con el que la reina le otorgó el título de decano o un curioso molde de su cráneo que se empleó en estudios de frenología (la pseudociencia que trataba de determinar el carácter de una persona a través de determinados rasgos fisiológicos). Dicen que le encantaba hacer ejercicio, y que para ello subía y bajaba repetidamente las escaleras de la torre de la catedral. Está enterrado junto a su buena amiga Esther Johnson, alias Stella, con quien según las malas lenguas contrajo matrimonio en secreto. Próximo a su tumba está su epitafio, escrito por él mismo. Y es que Jonathan Swift fue un personaje fascinante a la par que excéntrico.
Otras iglesias de Dublín. Si el viajero se ha quedado con ganas de ver más edificios religiosos, Dublín tiene de sobra. Por mencionar dos iglesias más que tuvimos la oportunidad de visitar, hablaremos de la Iglesia de Santa Teresa y de la Iglesia de San Andrés.
La primera, de estilo románico, fue fundada por los Carmelitas Descalzos (por eso está consagrada a Teresa de Cepeda y Ahumada, más conocida como Santa Teresa de Jesús, fundadora de esta orden). Su ubicación es un contraste hiperbolizado, pues se encuentra atrapada en el corazón consumista y materialista de la ciudad, pues las calles de alrededor son las calles comerciales principales de Dublín. Se levantó entre 1793 y 1808 y puede estar orgullosa de haber sido una constante protectora del catolicismo en Irlanda. De hecho, Daniel O’Connell, el famoso abogado que consiguió la Emancipación Católica, dio algunas conferencias en su interior.
En cambio, la Iglesia de San Andrés ya no es tal (nos referimos a la situada en la calle St. Andrews, ya que hay otra situada en Westland Row). En 1993 cesó el culto en la misma y desde entonces ha servido para multitud de finalidades. Se ha pretendido usar como agencia inmobiliaria o incluso como mercado de alimentos. De hecho, antes era una oficina de turismo. Asimismo, el edificio que vemos actualmente no es el original, sino una reconstrucción del siglo XIX, pues la anterior edificación del siglo XVII no aguantó el violento incendio que la consumió.
Estatua de Molly Malone. Sin embargo, si esta iglesia ha vuelto a aparecer en los mapas es gracias a la fotogénica estatua que se instaló hace unas décadas a su vera. Esta escultura conmemora a uno de los personajes más icónicos de Dublín, hasta tal punto de que tiene canciones en su honor y hasta un día conmemorativo. Hablamos de Molly Malone, una mujer que aunque sea muy querida por los dublineses, su mera existencia provoca encendidos debates. A día de hoy no se sabe a ciencia cierta si existió. Los más escépticos dicen que es un personaje de la cultura popular que nace a raíz de una canción del siglo XIX que actualmente se considera el himno no oficial de Dublín por los dublineses titulada Molly Malone o Cockles and Mussels (“berberechos y mejillones”). Tan famosa es la canción que a día de hoy tiene decenas de versiones y es un elemento popular muy integrado en Dublín, todo un símbolo.
Según esta cantinela, Molly Malone fue una bella mujer dublinesa que, como cualquier otra, luchaba por salir adelante y sobrevivir durante el conflictivo siglo XVII. Hija de padres pescadores, dicen que por la mañana era pescadera y recorría las calles de la ciudad con un carro repleto de marisco y pescado al grito de “¡berberechos y mejillones vivos, vivos!”. Pero por la noche, para sacarse un dinerillo extra era prostituta, una muy famosa de hecho, pues sus clientes la tenían en alta estima por lo buena y afable que era. Unas fiebres acabaron con su vida de forma fulminante en plena calle y, según la canción, desde entonces su fantasma sigue empujando el carro por las calles de Dublín. Concretamente, se dice que murió el 13 de junio, o al menos ese día murió una mujer con su mismo nombre, y por eso ese es el día de Molly Malone. Como decimos, no es seguro que una mujer con estas características existiese alguna vez, por eso los más escépticos aseguran que este personaje de la cultura popular es un homenaje a todas aquellas prostitutas y pescaderas que hacían lo posible por salir adelante. A continuación dejamos una versión de esta canción del grupo The Dubliners:
Esta estatua de bronce en concreto es de 1988 y se hizo para conmemorar el primer milenio de la ciudad de Dublín. Al igual que con otros monumentos de otros países, existe una tradición en torno a la estatua de Molly según la cual el viajero tiene que palpar su conspicuo escote para aumentar las probabilidades de retornar a Irlanda.
Trinity College. También conocido como Colegio de la Santa e Indivisible Trinidad de la Reina Isabel o, sencillamente, como Universidad de Dublín, el Trinity College de Dublín se erige actualmente como una de las universidades más importantes del mundo. De las 1000 universidades indexadas en el ranking mundial elaborado por el prestigioso Centro para el Ranking Mundial de Universidades (uno de los más consultados y prestigiosos) en el año 2018-2019, este centro ocupa el puesto 228, que no está nada mal (en 2016, por ejemplo, ocupaba el 175).
Es la universidad más antigua de Irlanda y posiblemente la más importante. Fue fundada por la reina Isabel I de Inglaterra por carta real nada menos que en 1592, una época en la que dotar de una universidad a una ciudad significaba otorgarle un gran prestigio, no en vano las universidades eran máquinas productoras de sabios y sabias de toda índole que de una u otra manera aportaban avances y beneficios a la sociedad. El Trinity College estableció su sede en el antiguo Priorato de Todos los Santos, por tanto no nos debe extrañar que su primer proboste fuese el arzobispo Loftus. Durante las primeras décadas, Trinity College, al igual que otras universidades, fue el centro neurálgico de formación de clérigos especialistas en filosofía y en teología. De hecho, su fundación tenía por objetivo asentar y fortalecer las bases del protestantismo en Irlanda. Por otro lado, existía una motivación para asemejarse al sistema educativo que se departía en la Europa continental (como ya explicamos en el anterior artículo, la introducción de la Reforma protestante en Irlanda fue el impulso definitivo para que esta nación comenzase a integrarse en Europa). Aunque las disciplinas en las que se podía obtener el título oficial correspondiente eran la teología, la filosofía y las matemáticas, en el siglo XIX hubo un estallido de nuevas disciplinas tanto de Ciencias (geología, zoología, física) como de Humanidades (historia, literatura contemporánea) e Ingeniería. Fue también en esta centuria cuando la institución dejó de ser confesional. Sea como fuere, esta universidad generó algunas de las mentes más brillantes de la historia, como George Berkeley, Theobald Wolfe Tone, el ya mencionado Jonathan Swift, Henry Grattan, etc.
Muchos de sus edificios y pequeños parques y plazas datan del siglo XVIII, periodo de relativa estabilidad sociopolítica en Irlanda desde que se instauró el Dominio Protestante tras la Revolución Gloriosa de Guillermo III, como el comedor, la imprenta, la casa del proboste, el teatro público o la capilla. Desde entonces se fueron incorporando el resto de elementos hasta el día de hoy.
Pero si algo atrae del Trinity College es el tesoro que custodia la Biblioteca Antigua (aunque cualquier bibliófilo hablaría de “los tesoros”), una de las fracciones de la Biblioteca del Trinity College, la más grande de toda Irlanda (como curiosidad, fue uno de los primeros edificios que se erigieron en la universidad). Nos referimos al Libro de Kells, que lleva allí desde el siglo XVII. Se trata de uno de los manuscritos ilustrados o iluminados más suntuosos y más llamativos de la historia, esto es, un libro profusamente decorado e ilustrado en el que se representan escenas de diferentes temas. En el caso del Libro de Kells o Gran Evangeliario de San Columba se representan con una belleza indescriptible y con una técnica sublime los cuatro Evangelios canónicos en latín basados en los textos de la primera Biblia traducida al latín, la Vulgata, varios prefacios (las “portadas” que preceden a cada Evangelio parecen auténticos tapices) y las tablas canónicas de Eusebio de Cesarea entre otros elementos. Tal es la magnitud y la ornamentación de los textos que muchas veces son ilegibles. Y si el lector es avispado, notará rápidamente la influencia del arte celta en los ornamentos, sobre todo en los entrelazos.
El material del que está hecho el documento es piel de becerro y parece ser que antes era de mayor tamaño y que posteriormente fue recortado hasta adquirir su tamaño actual, de unos 33×25 cm. Sus 340 folios fueron encuadernados y sus bordes dorados en el siglo XIX. Habría sido elaborado entre los siglos VIII y IX en la abadía de Kells (condado de Meath), de ahí su nombre, aunque su título alternativo hace referencia a San Columba de Iona (521-597), uno de los misioneros más importantes que Irlanda ha dado al mundo y que ayudaron a revitalizar el cristianismo en Europa a través de la difusión del monacato celta, porque el grupo de monjes (o más bien deberíamos llamarles artistas) que elaboraron el manuscrito (se estima que como mínimo fueron tres los autores) pertenecían a la comunidad monástica de Iona (una de las Islas Hébridas de Escocia), fundada por el citado San Columba. Si bien es cierto que durante un tiempo los expertos pensaban que el misionero pudo haber sido su autor, esta hipótesis se tornó falsa cuando los análisis caligráficos dictaron que el estilo del Libro de Kells es posterior a su muerte. Su función posiblemente fue litúrgica: debido a sus dimensiones originales, seguramente era expuesto durante las misas para que fuese leído por el sacerdote, aunque sorprende que alguien pudiese descifrar algunos pasajes del manuscrito.
A día de hoy existen varias incógnitas en torno a este manuscrito iluminado. La primera de ellas es el misterio de por qué está inacabado o cuál es el motivo de que algunas páginas (algunas del principio y del final y una parte del Evangelio según San Juan) fuesen arrancadas en un pasado remoto junto con la cobertura. La primera incógnita es importante destacarla, pues podría aportar pistas sobre el lugar en el que fue escrito, una cuestión que está aún por resolver, pues los expertos discuten si la obra fue elaborada completamente en Kells o si comenzó en Iona y se continuó en Kells, donde quedó inacabada por distintos motivos, etc. En cuanto al asunto de las páginas arrancadas, se sabe que el manuscrito fue robado en el siglo IX, así que es posible que los rateros hubieran causado esos desperfectos. O quizás ocurrió durante su traslado de Kells al Trinity College en el siglo XVII (donde se ha custodiado desde entonces) a causa de la utilización de la abadía de Kells como refugio por una guarnición cromwelliana. ¿Quién sabe?
Este manuscrito no es único, sino que formó parte de una suerte de “colección” elaborada durante aquellas centurias en los «scriptorium» de los distintos monasterios y abadías. Aun así, si es cierto que posee algunos rasgos que lo hacen único entre el resto de sus hermanos, como su abundante policromía, formada por diversos pigmentos, muchos de ellos suntuosos y caros y procedentes de regiones muy remotas, como el lapislázuli, extraído de Afganistán. Sea como fuere, el Libro de Kells es uno de los máximos exponentes del arte sacro medieval y del cristianismo celta de Irlanda, una obra invaluable y un patrimonio en sí mismo.
Castillo de Dublín. Hemos hablado de varias edificaciones y monumentos de Dublín, pero si tuviésemos que señalar el lugar más influyente en la historia de Dublín y, en parte, de toda Irlanda, en el cual los aristócratas y los mandatarios ingleses y británicos han tomado decisiones que afectaron al futuro de esta tierra, ese es el castillo de Dublín, conocido en ocasiones como el “corazón de Dublín” por el papel vital que ha tenido. El lugar en el que está ubicado ya fue utilizado anteriormente por vikingos daneses y nórdicos. No sería hasta principios del siglo XIII, época en la que los anglonormandos ya estaban sólidamente asentados en el pueblo fortificado de Dublín cuando se levantaría este enorme monumento. Por tanto, estamos hablando de una de las construcciones más tempranas de esta ciudad de la que, por cierto, aún perviven algunas de sus estructuras medievales, como la torre Record, que sobrevivió al fatal incendio de abril de 1684, en ese afán que tienen las llamas de consumir las obras más fascinantes de la humanidad. Ese incendió determinó además el cambio de rostro del castillo: debido a la destrucción causada por el fuego, el castillo tuvo que ser restaurado, perdiendo gran parte de su esencia medieval en aras del estilo georgiano que podemos ver actualmente.
Como buen castillo que es, originalmente fue construido por los normandos como fortaleza contra los posibles asaltantes. De hecho, el castillo de Dublín sirvió como un refuerzo adicional necesario tras el asedio fallido del rey gaélico de Connacht Rory O’Connor, uno de los personajes más poderosos de la Irlanda del siglo XII, aunque su poder no pudo hacerle sombra a Strongbow, quien derrotó a O’Connor durante el citado asedio de Dublín. Sin embargo, poco tiempo después el castillo de Dublín perdió su función como bastión defensivo por la de centro administrativo. Desde aquí, los enlaces de los reyes anglonormandos y británicos gobernaban y administraban la ciudad y desde 1541, año en el que Irlanda se convirtió en reino dependiente de Gran Bretaña (funcionando como un virreinato de esta última nación), funcionó como residencia principal del virrey de Irlanda, representante del rey de Inglaterra.
Obviamente surgieron problemas y enfrentamientos entre la administración británica y el Parlamento irlandés, cuyo poder de decisión estaba muy limitado y dependía directamente de la voluntad británica, una hostilidad que fue creciendo poco a poco y que ya era muy patente en el siglo XVIII (cuando se produjo un primer intento de independencia en Irlanda capitaneada por la Sociedad de Irlandeses Unidos). Como ya señalamos, durante muchos siglos el Parlamento irlandés prácticamente no podía aprobar ninguna norma o reforma sin el consentimiento de Westminster, y el representante de Westminster en Irlanda se alojaba precisamente en el castillo de Dublín. Esto fue así hasta que la República de Irlanda consiguió la independencia en 1922. Concretamente, el 16 de junio de aquel año, el último virrey de Irlanda cedió su puesto a Michael Collins, ministro de finanzas de la administración alternativa durante la Guerra de Independencia Irlandesa y director de inteligencia del IRA Original. Desde entonces, el castillo pasó a ser un centro ceremonial más que un centro administrativo en el que regularmente se han realizado conmemoraciones estatales, cenas y celebraciones, o donde se han investido los presidentes de la República de Irlanda desde 1938.
Como anécdota, cabe reseñar que el castillo de Dublín ha recibido a una gran variedad de invitados ilustres, como Benjamin Franklin, Daniel O’Connell, las reinas Victoria e Isabel II de Reino Unido, Charles Dickens, John F. Kennedy, Charles de Gaulle o el escritor Bram Stoker, quien estuvo trabajando una temporada en las dependencias del castillo.
Parque Saint Stephen’s Green. Si el viajero quiere descansar brevemente de tanto monumento, mármol, hormigón y granito, la mejor idea es reposar en alguno de los parques de Dublín, pequeños alveolos que dan vida y oxígeno a la gran ciudad. Nosotros optamos por el parque Saint Stephen’s Green, situado al sur del Trinity College, en el centro de Dublín (aunque en el pasado estuvo en las afueras, cuando Dublín era mucho más reducida), un espacio verde de 9 hectáreas realmente tranquilo y apacible en el que dar un paseo o, sencillamente, sentarse en uno de los bancos que rodean sus lagos y jardines.
La historia de este parque comienza en 1664. Desde época medieval, estas 9 hectáreas eran un pastizal en el que ramoneaban vacas y equinos, hasta que fue renombrado como zona de ocio en el siglo XVII. Esta reforma formó parte de un conjunto de innovaciones para modernizar Dublín amparadas por James Butler, primer duque de Ormonde, personaje célebre durante la Guerra de los Tres Reinos que buscaba la modernización de Dublín para que adquiriese un estado óptimo y adecuado para albergar la capital del Reino de Irlanda. Para ello, se realizaron diversas reformas y restauraciones urbanas: reparación de calles y edificios, adecuación de determinadas zonas para el ocio y el ornamento, expansión de sus límites… Todo ello, como decimos, bajo el patrocinio de Butler, que elevó Dublín a una categoría nunca antes vista, pues desde la intromisión de la peste negra en el siglo XIV la ciudad se parecía más a un estercolero que a otra cosa.
El parque comenzó a ser popular entre la alta sociedad una vez que fue vallado en 1664 y cuando a su alrededor se construyeron residencias de estilo georgiano. Sin embargo, su diseño actual nos retrotrae al siglo XIX, en plena época victoriana, cuando la estética homónima impregnó la arquitectura de los países anglosajones. Fue entonces cuando el parque sufrió el rediseño victoriano que disfrutamos en la actualidad, el cual fue financiado por Arthur Guinnes (propietario y fundador de la compañía cervecera Guinnes), otro de los grandes patrocinadores de obras públicas de Dublín a quien debemos su esplendor actual (Arthur Guinnes también financió St. Patrick’s Park que engalana a la catedral de San Patricio).
El parque alberga diversas atracciones y monumentos que merece la pena visitar. Podríamos destacar entre otros, el jardín de plantas aromáticas adaptado para personas invidentes, donde los carteles que identifican a las diferentes especies vegetales poseen una inscripción en braille; un recorrido en el que se enseña y se conmemora los acontecimientos sucedidos en este lugar en el contexto del Alzamiento de Pascua de 1916, cuando un grupúsculo de revolucionarios se parapetaron aquí durante la toma de Dublín y protagonizaron varios enfrentamientos violentos con la Policía Metropolitana de Dublín que se saldaron con varios muertos; uno de los monumentos que conmemora a las víctimas de la Gran Hambruna; otro que honra a los caídos en la Primera Guerra Mundial (aunque no sea muy conocido, Irlanda aportó cerca de 160000 efectivos que ayudaron a la armada británica, de los cuales se estima que como mínimo perecieron 35000). En suma, St. Stephen’s Green es un lugar en el que historia y naturaleza se aúnan para satisfacer al viajero.
Simplemente como información adicional, otro parque que merece la pena visitar es el Phoenix Park (donde está situado el zoológico de la ciudad), entre otras cosas porque es el parque urbano más grande de toda Europa, con 700 hectáreas en su haber.
Temple Bar. Una opción para reposar del viaje son los parques, pero otra también muy interesante es Temple Bar, el lugar que mejor emana la personalidad de los dublineses y su cultura popular. Es un lugar que rezuma color, positividad, diversión y camaradería. Aparece en todas las guías turísticas como uno de los destinos que indiscutiblemente hay que visitar cuando se está en Dublín.
Temple Bar es el barrio más famoso de Dublín. Aquí es posible tomar unas viandas mientras se escucha buena música irlandesa en directo en uno de los múltiples pubs que lo jalonan y gracias a los cuales es sobradamente conocido. Decía el literato James Joyce, intentando manifestar en palabras la esencia de Temple Bar, que
“Un buen rompecabezas sería cruzar Dublín sin pasar por un pub.”
Como hemos visto reiteradamente hasta ahora, lo que vemos en la actualidad difiere bastante de lo que era en un principio. Temple Bar fue originalmente una propiedad privada adquirida por Sir William Temple (1555-1627), un personaje de la alta sociedad muy popular en su época. Su currículum es bastante extenso: fue proboste del Trinity College, profesor, filósofo y Maestro Canciller de Irlanda. Debido a estos cargos se mudó a Dublín, al actual Temple Bar a orillas del río Liffey a principios del siglo XVII, donde se construyó una casa y varios jardines. La expansión de su propiedad continuaría en la persona de su hijo, Sir John Temple, que pudo hacerlo gracias a que se construyó un dique en el río Liffey que permitió recuperar extensiones de terreno para construir sobre los mismos. Así nació el popular barrio dublinés. Es obvio cuál es el origen de parte de su denominación, pero ¿y cuál es el origen de “Bar”? Cualquiera pensaría a priori que, obviamente, se está haciendo a los abundantes pubs que dan vida al barrio, pero nada más lejos de la realidad. “Bar” es un término irlandés abreviado que procede de “Barr”, y cuyo significado nos señala las características del lugar en el que se levantó la hacienda Temple, que como hemos dicho, estaba a orillas del río Liffey. Pues bien, “Barr” es una elevación de arena de un estuario por la que se podía pasear.
Si Irlanda es asociada con el alcohol y las bebidas alcohólicas, no es solo por la elaboración de marcas famosas de estos productos, sino también por el hábito existente en el país. El consumo de alcohol en Irlanda es frecuente, abundante… y también preocupante. Diferentes sondeos, como los realizados por la Organización Mundial de la Salud (OMS) o los realizadas por instituciones de salud nacionales muestran que beber por encima de los límites saludables es algo común en Irlanda. Por ejemplo, según la OMS, el alcohol causa mensualmente 88 muertes, uno de cada cuatro varones jóvenes de entre 15-39 años mueren debido al alcohol, el cual sería asimismo el causante de la mitad de los suicidios entre la población irlandesa. Cifras verdaderamente alarmantes sin duda y contra las cuales se necesita una política que de alguna forma limite el consumo de alcohol. Aunque, desgraciadamente, siempre habrá intereses saboteando estas reformas.
Puertas de colores. Aunque parezca un tanto superficial y carente de interés, fijémonos ahora en las puertas de las viviendas dublinesas. Muestran colores muy variados, algo que no suele ser lo normal en otras partes del mundo, donde las puertas no suelen llamar la atención y son todas más o menos similares, de colores apagados. El caso es que no se sabe a ciencia cierta por qué los vecinos de Dublín hacen contrastar sus puertas con las de sus vecinos. Una de las versiones alega por la hipótesis estética, es decir, para reducir el monótono color de los oscuros ladrillos de los inmuebles georgianos o el del cielo frecuentemente plomizo, los dublineses decidieron dar un poco de color a sus calles y personalizar sus casas. Otros dicen que fue un alarde de rebeldía contra la reina Victoria, que mandó pintar todas las puertas de negro para mostrar luto por la muerte del príncipe consorte Alberto. La anglofobia de aquel momento habría impulsado a algunos sectores de la población a rebelarse haciendo lo contrario.
Por otro lado, se cuenta una leyenda muy conocida según la cual un individuo ebrio hasta más no poder encontró supuestamente a su mujer con otro hombre en su casa y los asesinó a ambos en un ataque de ira y celos. Sin embargo, la realidad era muy distinta: se había confundido de casa y se había internado en la de unos vecinos. Para evitar otros accidentes similares derivados del consumo excesivo de alcohol, los vecinos decidieron pintar sus puertas de diferentes colores para facilitar la identificación de sus casas. Otra historia similar nos dice que las artífices fueron las mujeres dublinesas. Para evitar que sus maridos beodos se “confundieran” de casa y mantuviesen relaciones con otras mujeres, decidieron pintar sus puertas de llamativos colores para evitar el engaño de estos. Quién sabe, quizás todas las versiones tengan algo de razón…
La Gran Hambruna: la plaga que traumatizó a Irlanda
Durante nuestro último día tan sólo teníamos planeado visitar el conocido como museo de las emigraciones de Dublín. Sin embargo, antes de llegar algo llamó poderosamente nuestra atención. Caminando a la vera del río Liffey nos topamos inesperadamente con un grupo de figuras líticas espigadas con la intención de desplazarse pero completamente inmovilizadas. Cuando nos acercamos pudimos percatarnos de sus rostros enjutos y cadavéricos, los rostros del hambre y la desesperación. Eran seis personas de bronce separadas entre sí, independientes, como si no tuviesen nada que ver unas con las otras, eternos desconocidos que no compartían nada, excepto un par de cosas: su penoso estado físico y de salud y un destino inevitable: la muerte o la migración. Entre sus esqueléticos brazos llevaban las pocas pertenencias que les quedaban. Uno de ellos llevaba un cuerpo a hombros, quizás el de un familiar muerto. Un perro acecha agazapado, como un buitre, esperando a que alguno de esos desdichados termine de rendirse y abandone su cuerpo a los carroñeros. Algunos de ellos están cabizbajos, con la mirada perdida, quién sabe si porque ya no les quedan apenas energías para continuar su camino o porque han perdido toda esperanza. Este monumento se llama Famine y rememora uno de los peores episodios de la historia no solo de Irlanda, sino de toda la humanidad: la Gran Hambruna irlandesa (“An Gorta Mór” en irlandés), que duró de 1845 a 1849. La escultura de bronce está situada en el muelle de Custom House. No puede haber mejor sitio para esta obra de arte, pues este fue uno de esos puntos en los que se mascaba la tristeza colectiva, pues era donde los ciudadanos obligados a mudarse de país embarcaban y se despedían de sus seres queridos, en muchas ocasiones de forma definitiva. Monumentos de este estilo salpican la geografía irlandesa (hay otro en el parque Saint Stephen’s Green) y la de los países que acogieron al millón de refugiados irlandeses (Canadá, Australia, Estados Unidos). Este episodio ocurre a mediados del siglo XIX, pero para entenderlo en su totalidad es necesario retroceder tres siglos y conocer a la principal protagonista de esta catástrofe humanitaria: la patata.
La patata es llevada a Europa por primera vez en 1537 por los aventureros españoles de la empresa americana (si su denominación popular se asimila tanto al de la batata se debe a que los conquistadores españoles las confundieron). A Irlanda y a Inglaterra llega gracias Sir Walter Raleigh (1552-1618), famoso pirata y aventurero del Nuevo Mundo, allá por 1586. Como sucede con las novedades, en torno a la patata crecieron diversas y muy curiosas supersticiones. Por ejemplo, en algunos ámbitos se la asociaba al maligno, pues no aparecía en la Biblia y, para más inri, crecía bajo el suelo, es decir, en los dominios del Señor del Mal. También se la asociaba con la brujería al pertenecer a la misma familia que la planta por antonomasia de las brujas: la belladona (Solanaceae). En Irlanda, por ejemplo, algunas personas siguen cultivando la patata en Viernes Santo y la rocían con agua bendita para espantar las influencias malignas. No obstante, cuando se empezó a comprobar sus propiedades nutricionales y su capacidad de crecimiento en suelos poco fértiles, las supersticiones quedaron desterradas a la anécdota.
El éxito de la patata no fue inmediato, bien porque no se sabía cómo se podía cocinar y comer (no existían todavía los métodos gastronómicos adecuados) o bien porque la población estaba acostumbrada a otro tipo de cultivos y alimentos. En Irlanda, la popularización del monocultivo de patata se debió a varios motivos: por un lado, la administración británica añadió más impuestos a varios productos agrícolas pero no a la patata (el objetivo era socavar la producción y exportación de productos agrícolas de Irlanda para evitar competidores). Por otro, los terratenientes sustituyeron la labranza por la ganadería, ya que les aportaba más beneficios. Los terratenientes y sus granjeros emigraron a las áreas montañosas, donde crecía un pasto de mejor calidad para el ganado, aunque eran de peor calidad para el cultivo, al contrario que las tierras bajas, que fueron abandonadas. Como la patata mostró una mejor capacidad para crecer en condiciones edáficas adversas, se optó por ella. Además, mayores hectáreas de terreno se destinaron al ganado, así que los cultivos que necesitaban grandes extensiones de terreno para obtener una cantidad satisfactoria de alimento para las personas (como los de cereales) comenzaron a perder funcionalidad y a ser sustituidos por los de patata, de la cual, al ser más nutritiva, se necesita menos cantidad para satisfacer a una familia. Como veremos a continuación, esta estructuración agrícola sería un catalizador fundamental de las hambrunas futuras.
Volvamos al siglo XIX, cuando la otra protagonista de esta historia aterriza en Irlanda. La enfermedad o mildiú de la patata llega a Irlanda a mediados de septiembre de 1845, o al menos es cuando comienzan a aparecer los primeros signos de su presencia. Los granjeros comenzaron a identificar en las plantas de la patata y sus tubérculos una serie de manchas oscuras, negras o parduscas, de aspecto necrótico. Cuando se abría una patata en un estado de infección avanzado, se veían en su interior manchas negras y viscosas. El olor nauseabundo también era signo de podredumbre. La planta moría cuando la infección alcanzaba el tallo. Por eso, al agente etiológico de esta patología vegetal se le llamó tizón tardío, aunque su nombre científico es Phytophtora infestans. Se trata de un oomiceto, un organismo muy parecido a un hongo pero que no es tal (de hecho, la clase Oomycota se engloba en el Reino Protista y no en el Reino Fungi, que es al que pertenecen los hongos). Se les conoce también como mohos acuáticos por estar muy vinculados a los biomas acuáticos. Muchos de ellos son parásitos muy generalistas, capaces de infectar tanto animales como plantas, de hecho esta especie en concreto es capaz de parasitar tomates y berenjenas también.
Su llegada a la Isla Esmeralda fue, obviamente, a través de la importación de patatas infectadas. Sin embargo, lo que a día de hoy se desconoce es la vía de introducción: algunos autores creen que pudo llegar por mar infectando cargamentos procedentes de Norteamérica, otros sospechan que pudo llegar desde Europa, concretamente desde Bélgica, adonde arribó desde Alemania en junio de 1845, país este en el que ya había casos de contaminación por tizón en 1842, o bien pudo haber llegado desde Canadá, que también había registrado casos ya en 1844. Sin embargo, un estudio publicado en 2014 en la prestigiosa PNAS por un equipo dirigido por Erica M. Goss, profesora asistente de patología vegetal en el Instituto de Ciencias Agroalimentarias de Florida, ha descubierto el origen de la cepa que llegó a Irlanda (HERB-1): México (los expertos se debatían entre México o los Andes). Sea como fuere, podemos etiquetar a este oomiceto como especie exótica invasora por sus características (dedicamos un amplio artículo a este tema en este enlace) que, de hecho, sigue causando estragos a nivel global. Se estima que anualmente genera unas pérdidas de 6 mil millones de dólares en el sector agrícola.
Al igual que sucedió con la peste negra del siglo XIV, el desconocimiento y las supersticiones jugaron un papel negativo a la hora de prevenir una mayor propagación de la infección. En un principio, las causas de la enfermedad se atribuyeron a todo tipo de etiologías menos a la real. Se decía que era un castigo divino para dar un escarmiento a los pecadores irlandeses, que eran los gases y vapores que surgían de los volcanes subterráneos, o la electricidad estática supuestamente generada por las recién introducidas locomotoras (pincha aquí si quieres conocer más supersticiones atribuidas a los trenes), o a la sobrecarga eléctrica de las nubes por las escasas tormentas que, según Sir James Murray, encontró un alivio en las húmedas hojas de la planta de la patata. Realmente, no se sabía demasiado bien como actuaba esta plaga. Al principio se creía que lo hacía de forma fortuita y casual, afectando fracciones muy concretas de las plantaciones o a aquellas plantas próximas a caminos o situadas debajo de los árboles por ejemplo. No obstante, el paso del tiempo acabaría por demostrar lo contrario.
Los reportes emitidos durante las primeras semanas de la infección llamaban a la calma y aseguraban que la plaga era una minucia y que se iban a obtener abundantes cosechas, no en vano hasta entonces “tan solo” se había perdido un tercio de la cosecha de ese año, puesto que la infección apareció tarde, cuando gran parte de la cosecha ya se había recolectado. Pero a finales de octubre de 1845 la alarma comenzó a crecer y los pronósticos de los informes comenzaron a ser más derrotistas. Los peores augures empezaban a ver la luz. Era la primera vez en la historia de Irlanda que todo un cultivo iba a fallar a nivel nacional. Y empezaron los despropósitos de la administración. La exportación del otro alimento básico que satisfacía relativamente a los irlandeses, los cereales, continuó como si nada, incluso cuando los efectos de la hambruna ya eran indudables. Tuvieron que surgir voces críticas que pedían una mayor importación de alimentos y el cese de la exportación de grano. Pero la administración tardó demasiado tiempo en responder. Si los cereales hubiesen permanecido en el país, posiblemente los efectos de la Gran Hambruna habrían sido mucho más reducidos. Para más inri, el precio de los alimentos había sufrido una inflación, por lo que los menos pudientes empezaron a ver disminuida la probabilidad de sobrevivir sin morir de hambre. Tras este gran golpe a las cosechas, el parásito hizo ademán de desaparecer, pero tan solo fue una ilusión. En 1846 se produjo el punto de no retorno, pues Phytophtora infestans resucitó de nuevo, pero esta vez muy tempranamente, afectando a toda la cosecha.
Hubo otro factor sin el cual no se podría entender la magnitud que alcanzó la Gran Hambruna: la extrema pobreza. En general, Gran Bretaña e Irlanda llevaban padeciendo una grave epidemia de carencia desde hacía muchos siglos. Tan grave era la situación (innumerables personas sobrevivían de las limosnas que recibían en las calles o de los monasterios), que la monarquía y el Parlamento se vieron obligados a tomar cartas en el asunto. Así, desde finales del siglo XVI se decretaron una serie de leyes inglesas, las leyes de los pobres. A grandes rasgos, estas leyes (que fueron cambiando con el tiempo según el monarca que estuviera en el trono) en algunos casos otorgaban unos escuetos subsidios a los pobres de facto para que pudieran conseguir algo que llevarse a la boca y para que pudieran acceder al mundo laboral. En otros casos, directamente retiraban a los vagabundos y a los desempleados de la vista para dar la sensación de que la pobreza disminuía. Estas ayudas o bien procedían del sistema de impuestos o bien de las subvenciones que recibían del Estado las parroquias y las iglesias locales anglicanas. Antes los monasterios también ayudaban de una manera destacable a aliviar la pobreza, pero tras su disolución a partir del siglo XVI, cuando Enrique VIII renegó de la Iglesia de Roma y fundó la Iglesia de Inglaterra y de Irlanda y confiscó los bienes monásticos, una fuente de alivio de la pobreza fue anulada. Posteriormente, las nuevas leyes de los pobres del siglo XVII resolvieron la construcción de una red de hospicios, primero en Inglaterra y Gales y luego en Escocia e Irlanda (el primer hospicio irlandés es de 1839 y la primera Ley de Pobres irlandesa fue promulgada en 1838 en respuesta a los más de 2 millones de pobres que sufrían constantes penalidades en la Isla Esmeralda), para alojar a los más pobres, enfermos y huérfanos y darles las necesidades básicas (alojamiento, alimento, prendas, educación). No obstante, los hospicios no eran hoteles de cinco estrellas ni mucho menos. De hecho, la dinámica intramuros era muy parecida a la de una prisión. Las familias solían ser separadas al ingresar, las mujeres de los hombres y los niños de sus padres, pues los alojamientos estaban divididos por sexos y edad. Las raciones de comida eran escasas y todos tenían un horario muy estricto desde las seis de la mañana hasta las ocho y media de la tarde, cuando las luces se apagaban y se daba el “toque de queda”. La higiene dejaba mucho que desear: en muchas ocasiones, decenas de personas tenían que compartir un sucio urinario situado en el dormitorio.
En el periodo de la Gran Hambruna, sin embargo, había un problema, y es que la Isla Esmeralda estaba superpoblada (por estas fechas se estima una población cercana a los 8 millones de habitantes). Además, una parte significativa de la población era pobre, tenía lo justo para sobrevivir. Por otro lado, estos hospicios habían sido construidos para alojar a un número bastante limitado de personas sin tener en cuenta posibles excepciones como la que comenzaría en 1845. Los administradores pensaban que la otra alternativa de ayudas a los necesitados, los trabajos públicos, moderaría el ingreso de personas en los hospicios. De esta forma, dejaron de aceptar a más personas cuando superaban el cupo, dejándolas a su suerte en las insanas calles irlandesas. Aun así, los hospicios tampoco eran sinónimo de supervivencia. Los efectos de la Gran Hambruna persiguieron a sus víctimas hasta el interior de los inmuebles. Durante el implacable invierno de 1846-1847 se estima que morían en promedio 2500 personas a la semana (sumando las bajas de todos los hospicios), aunque más que por la hambruna era por las enfermedades asociadas, intensificadas por la malnutrición general y cuyas incidencias crecían por la superpoblación en los hospicios, siendo los niños los que protagonizaban las primeras bajas.
Diversos analistas ya habían advertido sobre un acontecimiento similar y sugerían una modificación de estas leyes improductivas para promover la emigración subvencionada y así aliviar la presión de la superpoblación. Desgraciadamente, lo que no hizo la ley lo hizo la hambruna… Se perdieron incontables vidas humanas, cerca de un millón. A nivel cultural también se notaron sus efectos, como por ejemplo en la cantidad de personas que hablaban gaélico. Si ya por entonces esta lengua estaba de capa caída a causa fundamentalmente de la Revolución Industrial importada desde Gran Bretaña, como ya explicamos en el anterior artículo, la hambruna le dio una estocada casi mortal. Tal es así, que después de 1849 menos de un cuarto de la población irlandesa dominaba el gaélico.
Pero no sólo la abundante pobreza y la dependencia de la patata retroalimentaron a la Gran Hambruna. También tuvo una causa climática. En el siglo XIV, en las postrimerías de la Edad Media, comenzó un receso climático en la zona templada de Eurasia caracterizado por el descenso de las temperaturas y el aumento de la humedad y conocido como Pequeña Edad de Hielo, cuyos ecos se extenderían hasta bien entrado el siglo XIX. Se cree que este fenómeno determinó hasta cierto punto importantes cambios sociopolíticos y económicos en las regiones afectadas, y es que el clima siempre ha sido un agente de cambio esencial para las sociedades humanas. Entre otras cosas se le culpabiliza de la Revolución Francesa. Si bien es cierto que en el siglo XIX los efectos de este hiato climático se habían reducido, no lo es menos que fueron lo suficientemente intensos como para que se hiciesen notar. Los expertos creen que las bajas temperaturas de la Pequeña Edad de Hielo habrían afectado negativamente a los cultivos de Irlanda y que el incremento de la humedad habría favorecido el crecimiento y la expansión de Phytophtora infestans. Pero no sólo esto, porque este gélido periodo fue una de las causas de la devastadora hambruna de 1739-1740, porque desgraciadamente los irlandeses ya tenían cierta experiencia al respecto.
A este año se le conoce como el año de la matanza o de la masacre, porque el 20% de la población irlandesa sucumbió (de los 2,5 millones de habitantes que había más o menos), por lo que en proporción, esta fue más devastadora que la Gran Hambruna. El frío intenso, el exceso de humedad y varias cosechas insuficientes fueron los desencadenantes. El invierno de aquel año fue atroz, tanto que se considera la mayor helada registrada en la isla hasta el momento. Ha permanecido en la memoria colectiva con el apelativo de la gran helada, la helada negra o la helada dura. Estamos hablando de que los ríos y los puertos se congelaron, por lo que el transporte naval se interrumpió, los pájaros y los peces morían congelados casi al instante, diversas cosechas quedaron destruidas, incluidos las de patata, el ganado y las personas morían por congelación y por falta de alimento, el precio de los alimentos decayó, por lo que las clases más pudientes también se vieron afectadas. El pueblo pasó a depender de la solidaridad de sus jefes y líderes, que fue en muchas ocasiones insuficiente, a lo que hay que añadir el daño que produjo la reforma agraria que hemos explicado al principio de este apartado.
La escasez de alimentos dio paso a las fiebres, la disentería, la viruela, el cólera, la tuberculosis, el tifus, el escorbuto, que terminaron por esquilmar las poblaciones (enfermedades que volverían a resurgir durante la Gran Hambruna). Pueblos enteros se despoblaron. Los crímenes y los saqueos eran una constante, por lo que, en consecuencia, las prisiones se saturaban. Los prisioneros hacinados eran víctimas de las enfermedades y de los violentos castigos de las autoridades. Los cadáveres descompuestos y los moribundos se entremezclaban en las calles. La administración, cuando no miraba para otro lado, actuaba de manera insuficiente. Si no era el frío extremo, eran las sequías o las inundaciones las que no daban tregua a los irlandeses. Finalmente, a mediados de 1841 el clima volvió a “equilibrarse”. Los irlandeses sacaron fuerza de voluntad de donde pudieron para volver a sus quehaceres. La recuperación fue rápida y dinámica. Aprovechando la recuperación de un bienestar relativo, los matrimonios comenzaron a producir más hijos. Se podría decir que al final de esta hambruna se comenzó a gestar la situación que favorecería la Gran Hambruna de mediados del XIX (aumento de la población, mayor dependencia de la patata, etc.).
Desgraciadamente, antes de llegar a la Gran Hambruna, el pueblo irlandés tendría que soportar otra más en la que el clima también tuvo algo que ver. En 1822, una serie de cosechas empobrecidas y de inclemencias meteorológicas, sobre todo de lluvias torrenciales que anegaron los cultivos de patata (de la que desde 1780 ya dependían exclusivamente muchos irlandeses), volvieron a hacer mella en la salud de los habitantes. El disminuido estado nutricional mermó las capacidades defensivas del sistema inmunológico para luchar contra la disentería y otras enfermedades que se cebaron con la población.
Aunque ya hemos hablado de las leyes de pobres, hemos mencionado brevemente una alternativa que se llevó a cabo para aliviar la pobreza de Irlanda: los empleos públicos. Se convocaban una serie de ofertas laborales, sobre todo en el sector de la construcción, para que los indigentes pudieran obtener unos beneficios económicos mínimos que pudieran gastar en alimentos. Hay que tener en cuenta que la tasa de desempleo de Irlanda era elevadísima desde el siglo XVII. Antes, Irlanda poseía una industria textil prodigiosa basada en la lana y otros materiales, hasta tal punto que competía con Gran Bretaña en la exportación de estos productos. Así, el rey Guillermo III, en ese afán por dejar a Irlanda en un estado tercermundista que tuvieron otros tantos gobernantes, estableció una serie de prohibiciones y de impuestos para sabotear este mercado y eliminar la competencia. Desde entonces, miles de trabajadores de este sector perdieron su empleo y engrosaron la ya por entonces gran lista de pobres.
Pero volvamos con la Gran Hambruna. En el anterior artículo dimos las claves del contexto sociopolítico durante el que irrumpió la Gran Hambruna: Daniel O’Connell había logrado la Emancipación Católica y había intentado derogar la Unión de 1801 que unió el Reino de Irlanda con Gran Bretaña, pero en este caso fracasó. El relevo del nacionalismo lo tomó una organización de jóvenes burgueses conocida como Young Ireland que, al contrario que O’Connell, defendían el empleo de las armas para conseguir objetivos políticos. En este momento es cuando entra en acción la Gran Hambruna, y si hemos hablado de política es porque los desatinos consecutivos de los dirigentes no hicieron más que intensificar sus efectos.
Empecemos con los representantes irlandeses del Parlamento británico. El grave error que cometieron fue centrarse en otros problemas que, aunque también eran considerables, sin embargo, no eran tan urgentes como la penosa situación que estaba experimentando el pueblo. Y esto entronca directamente con las leyes de posesión de tierras que dominaban en Irlanda desde la colonización de Oliver Cromwell en el siglo XVII. Como ya mencionamos en su momento, un terrateniente, normalmente un inglés nuevo (es decir, ingleses protestantes descendientes de los colonos cromwellianos), poseía unas hectáreas determinadas que eran trabajadas por granjeros inquilinos. En esta relación, el terrateniente cedía su tierra y daba una fracción de los productos y/o del capital conseguido a sus granjeros y estos trabajaban la tierra y pagaban una serie de rentas. Sin embargo, hubo un factor que desestabilizó estas relaciones: el absentismo de los terratenientes. Es decir, el dueño de las tierras apenas visitaba o estaba presente en sus posesiones. Esto se intensificó cuando apareció la figura del intermediario, agentes contratados por los terratenientes para recaudar las rentas y vigilar la gestión de sus tierras. De esta forma, los dueños cedían su responsabilidad y trabajaban menos mientras que obtenían un flujo constante de beneficios. Además, a menudo estos tipos explotaban por su cuenta a los granjeros y aumentaban las rentas a voluntad. Se comportaban como auténticos parásitos sociales.
Por su parte, el problema que tenían los inquilinos es que, además de estar explotados, no ganaban lo suficiente como para pagar las rentas a sus señores y mantenerse a sí mismos y a sus familias. Además, las rentas que tenían que abonar eran a menudo inabarcables, de tal forma que tenían que elegir entre comer o satisfacer a su señor (se estima que un granjero irlandés pagaba un 70% más que su análogo en Gran Bretaña), y si no pagaban los impuestos corrían el riesgo de ser desahuciados. De hecho, los intermediarios podían incrementar las rentas si ellos querían. Todo esto explica la extrema pobreza de Irlanda: mientras que unas pocas familias de terratenientes poseían casi toda la isla, la inmensa mayoría no tenía nada.
Sin embargo, también había arrendatarios católicos. Recordemos que los católicos tenían una libertad muy restringida por las Leyes Penales que el Parlamento (mayoritariamente protestante entonces) había impuesto contra ellos tras la Revolución Gloriosa de Guillermo de Orange. Entre otras cosas, no podían acceder a la política ni votar ni acceder a determinados puestos laborales y, por supuesto, tampoco tenían derecho a comprar o arrendar tierras (recordemos que la posesión de tierras determinaba en gran medida el nivel social). Otro detalle de estas leyes punitivas era que los arrendatarios católicos supervivientes estaban obligados a dividir sus posesiones entre todos sus descendientes, independientemente de si eran legítimos o no. Las consecutivas subdivisiones de los terrenos favorecieron que una parte importante de las explotaciones agrícolas fuesen muy pequeñas, tanto que prácticamente el único cultivo viable para alimentar a una familia lo suficiente era, como ya habrá apreciado el lector, la patata, aumentando así la dependencia de la misma y los riesgos inherentes que tienen los monocultivos. Esto mismo sucedía en la fracción protestante pero de otra forma. A los intermediarios y a los terratenientes les interesaba dividir sus parcelas en fracciones para obtener más rentas. Para más inri, los granjeros podían ser desalojados cuando al terrateniente le viniese en gana. Si no podían pagar las rentas o el arrendatario deseaba cambiar el tipo de explotación, el contrato podía ser cancelado sin más dilación. Además, si los inquilinos implementaban alguna mejora en la explotación no eran recompensados por ello (en Ulster en cambio si recibían cierta compensación) y, una vez que su contrato terminaba, esas mejoras pasaban a manos del terrateniente. Con un campesinado tan abundante en la ruina, ¿acaso sería extraño que una plaga que además afectaba a la fuente primordial de alimento destrozase a este país?
El caso es que los parlamentarios irlandeses buscaban cambiar esta situación, algo que efectivamente era necesario pero que durante la Gran Hambruna no era imprescindible. La población se estaba muriendo de hambre porque una plaga estaba asolando los cultivos de patata. Ahora mismo no se necesitaba un cambio en la política agraria, sino ayudas para dar de comer y mantener a los hambrientos. Desgraciadamente, algunos parlamentarios eran terratenientes también y no les interesaba acoger semejantes responsabilidades. Otro ejemplo de la hipocresía de los líderes irlandeses lo dio William Smith O’Brien, uno de los fundadores de Young Ireland y quien presuntamente buscaba lo mejor para su pueblo por medio de la independencia. En 1848 y con la hambruna azotando la isla, no se le ocurrió otra cosa que pedir a los moribundos irlandeses que volviesen a sus casas (cuando muchos estaban desharrapados) y reuniesen todo el alimento posible para sustentar la revolución durante unos días…
Por otro lado, la visión que adquirió Westminster (que desde 1846 encabezaban los Whigs a cuyo frente estaba Sir John Russell en colaboración con Daniel O’Connell) fue también criminal. Eran partidarios de lo que se conoce como “laissez-faire”, que en francés significa “dejar hacer”, es decir, de la doctrina que defiende que una comunidad es capaz por sí misma de salir de cualquier atolladero sin ningún tipo de interferencia externa, tan sólo con la ayuda de las dinámicas del mercado (cuyos popes ya seguían la doctrina del libre comercio) y la economía. Nada más lejos de la realidad. Una serie de medidas del todo inoportunas, como no disminuir o cesar las exportaciones de alimentos o derogar los programas de empleo público que la administración anterior de Robert Peel había promulgado (quien, previendo lo que se cernía en 1845, gestionó el envió de una partida de maíz de la India para intentar paliar el hambre incipiente en Irlanda), solo hicieron más daño. Además, depositaron toda su confianza en los terratenientes irlandeses que, como ya hemos visto, un gran porcentaje de ellos se sentía completamente ajeno al problema. Al final no les quedó otra que intervenir mediante la administración de los hospicios a través de las leyes de pobres irlandesas y mediante los programas de empleo público (en aquellos años se construyeron lo que se conocen como “caminos de la hambruna”, carreteras que no llevaban a ninguna parte y que sirvieron como excusa para emplear a los hambrientos, aunque las duras condiciones laborales y la malnutrición de los trabajadores fomentaban la muerte de los trabajadores por inanición), aunque de poco sirvieron para mermar la ya avanzada hambruna, pues este intervencionismo comenzaría prácticamente dos años después de su comienzo. Por si fuera poco, la gestión de estos sistemas de asistencia recayó en las peores manos: las de Sir Charles Trevelyan, Secretario Adjunto del Tesoro, un tipo sin escrúpulos de confesión protestante que pensaba que la Gran Hambruna había sido la sabia obra de la Providencia para reducir la superpoblación de Irlanda y para que los atrasados irlandeses aprendiesen la lección de acatar las normas y la modernización promulgada desde Westminster:
“El juicio de Dios envió la calamidad para enseñar una lección a los irlandeses, que la calamidad no debe ser mitigada en exceso… El verdadero mal con el que tenemos que lidiar no es el mal físico de la Hambruna, sino el mal moral de la naturaleza egoísta, perversa y turbulenta de la gente.”
Trevelyan, férreo defensor del “laissez-faire”, no tuvo ningún reparo en seguir motivando la exportación de cereales o en impedir el encarecimiento de los alimentos. No quería que Irlanda se volviese demasiado dependiente de Westminster, así que el intervencionismo externo tenía que ser reducido al mínimo. Además, como broma de mal gusto, en 1847 fue nombrado caballero por la reina Victoria por su “contribución” al alivio de la Gran Hambruna.
Otro craso error en el que incurrió la élite política fue elaborar todas estas medidas para que cumpliesen su cometido a corto plazo sin tener en cuenta que las cosechas podían seguir fallando. Desde la administración pensaban que el dichoso oomiceto se iría pronto. Nada más lejos de la realidad. A inicios de 1846, el pueblo tenía la esperanza de que los cultivos de patata recién plantados iban a prosperar porque ya no mostraban signos de infección… hasta que llegó la primavera. El clima volvería a hacer de las suyas: el ambiente húmedo y cálido creó el caldo de cultivo ideal para que el oomiceto rebrotase con gran virulencia. De nuevo, la inmensa mayoría de las cosechas de patata de todo el país se fue al garete. El pueblo, al contrario que los políticos, ya se estaba dando cuenta de que su lamentable situación se iba a prolongar bastante tiempo.
Las revueltas por los alimentos se sucedieron. La administración seguía exportando los cereales y quitándoselo a los hambrientos. En vez de alimentos, Westminster enviaba tropas británicas para aplacar las revueltas. A la gente no le quedó otra que comer hierba, buscar bayas o beberse la sangre de sus animales. El poco grano que había se encareció, su precio se triplicó hacia finales de 1846 haciendo su obtención imposible para los desharrapados, pues los trabajos públicos apenas servían para guardar unos ahorros mínimos por lo mal pagados que estaban (y cuando se pagaban, porque lo normal era que se retrasaran los pagos, así que imaginemos a una población muerta de hambre, mujeres y niños inclusive, trabajando arduamente con una desnutrición acumulada de días y sin poder comprar alimentos). Al final, para lo que sirvieron estos trabajos públicos fue para reducir la esperanza de vida de los irlandeses.
El clima, además, seguía sin dar tregua, pues a finales de 1846 arribó una helada desproporcionada que se mantuvo hasta abril de 1847. Intensas nevadas sepultaban las andrajosas “casas” de los pobres. Las defensas inmunológicas mermadas de la población no pudieron hacer frente a las diversas patologías que terminaron por consumar la tragedia. Auténticos zombies y fantasmas plagaban las calles. Esqueletos andantes enfermos de disentería que parecían muertos pero que aun resistían en sus últimos estertores de vida rogaban amparo con el poco aliento que les quedaba. Poca gente les escuchaba. La administración, por descontado, seguía mirando para otro lado, y no solo eso, sino que cometían una insensatez detrás de otra. En 1847 se aprobó una extensión de la Ley de Pobres de Irlanda junto con la Cláusula Gregory (así denominada por el parlamentario por Dublín William Gregory), que establecía un filtro para determinar qué personas podían acceder a los hospicios basándose en las posesiones de tierra que tenían. Solo aquellos granjeros inquilinos que ocupaban menos de un cuarto de acre (unos 1000 m2) eran válidos (presuntamente porque demostraban que eran completamente pobres, los que tenían más no se consideraban indigentes). Pero aquí estaba la trampa, porque si querían recibir las ayudas de los hospicios estaban obligados a abandonar las tierras que les daban sustento para jamás volverlas a recuperar. Es decir, por si ya fuera poco, tenían que dejar lo poco que les daba beneficios para poder sobrevivir y además sin visos de seguridad, pues ya hemos visto que los hospicios tampoco eran muy seguros. Era eso o ser desalojados por sus terratenientes absentistas, porque en aquellos años difícilmente alguien podía pagar las altas rentas que demandaban. Esto les venía bien a los terratenientes, porque podían reorganizar sus tierras para emplearlas para el pastoreo del ganado, que les aportaba más beneficios. Por eso existen sospechas muy plausibles de que aquella cláusula fue realmente una maniobra para introducir nuevas reformas agrícolas que abogaran por la reunificación de las subdivisiones de tierras en grandes latifundios, y para ello era necesario desalojar a los inquilinos.
Los granjeros no paraban de sufrir afrentas. Cuando eran desalojados, los terratenientes o los intermediarios ordenaban derruir los refugios en los que vivían para evitar que volvieran, condenándoles a una muerte segura, sobre todo cuando los hospicios dejaron de permitir ingresos por lo saturados que estaban. Se estima que entre 1846 y 1854 medio millón de campesinos fueron desahuciados. Irlanda se convirtió por tanto en un gran cementerio. Los cadáveres y los moribundos hambrientos y enfermos se hacinaban en los caminos, en las calles, en las casas, a las puertas y dentro de los hospicios, en los campos, en los barcos que supuestamente iban a llevarles a la “tierra prometida”… En total, dos millones de almas destrozadas, la mitad muertos y la otra mitad intentando sobrevivir en otros países. Centenares de miles enterrados en fosas comunes como si fuesen despojos (tal era la cantidad de muertos que era imposible enterrarlos a todos dignamente). Centenares de miles de nombres que nunca más verían la luz, de cadáveres desconocidos. Familias enteras extinguidas. Eso fue verdaderamente la Gran Hambruna, para muchos un sinónimo de genocidio.
A la provincia de Ulster no le fue mucho mejor aunque se pudiese esperar lo contrario al estar más vinculada con Gran Bretaña. En 1847 Reino Unido padeció una recesión económica que dejó tras de sí numerosos desempleados, muchos de ellos en Ulster, quienes, además de con las enfermedades y la escasez de alimentos, ahora tenían que lidiar con la incapacidad de poder comprar un mínimo de cereales para poder mantenerse con vida.
En 1847, al primer ministro John Russell se le encendió al fin la bombilla al enterarse de que multitud de personas morían en los trabajos públicos (aquel año se estima que 700000 personas, también niños, estaban apuntadas a estas labores). Así, se le ocurrió reestructurar el sistema de asistencia para los hambrientos irlandeses. Su reforma se convirtió en realidad en febrero de 1847 en el Acta de Ayuda de los Pobres de Irlanda. La idea era disminuir la dependencia en el sistema de empleo público en aras del establecimiento de comedores sociales gestionados localmente, aunque debido a la mala situación económica de Irlanda, al final este sistema se mantuvo gracias a donaciones filantrópicas (como las del gran cocinero francés Alexis Soyer, que estableció un comedor social en Dublín muy bien organizado y que, aunque duró poco, dio de comer a cerca de 9000 hambrientos cada día) y a subvenciones del Estado. Pero no todo era de color de rosas. El alimento que se ofrecía en los establecimientos era de escasa calidad nutricional (en algunos sitios más que en otros) y era imposible alimentar a las hordas de hambrientos que acudían desesperados (hablamos de decenas de miles). Además, el aparato digestivo de una persona hambrienta es mucho más sensible que el de una persona alimentada y no acepta cualquier alimento. En muchas ocasiones, las recetas no tuvieron en cuenta este problema, provocando diversos problemas digestivos como diarreas que sólo empeoraban la situación. Se tuvo que establecer un criterio para clasificar a aquellos que recibirían raciones gratis de comida (aquellos que literalmente no tenían nada) de aquellos que podían aportar una cantidad mínima de dinero a cambio de alimento para contribuir al mantenimiento de los comedores. El problema radicaba en que estas evaluaciones se llevaban a cabo en centros localizados en muchas ocasiones a kilómetros de distancia. Los agotados hambrientos tenían que recorrer estas distancias si querían acceder a los comedores sociales. Por descontado, muchos de ellos morían en el intento por inanición. Además, la gestión por parte del Estado dejó mucho qué desear, hasta tal punto que numerosos comedores tuvieron que ser clausurados a finales de 1847 por la mala gestión y por no poder hacer frente a las hordas de hambrientos. La intención de los comedores sociales era buena, pero no lograron su cometido.
Otros actos benéficos destacables fueron los de los cuáqueros irlandeses (también conocidos como Sociedad Religiosa de los Amigos), una comunidad cristiana fundada en Inglaterra en el siglo XVII. Con sede en Dublín, donaron y repartieron semillas a los granjeros, redes de pesca a los pescadores, alimentos, ropa y dinero y promovieron el empleo en la industria textil para los más necesitados. En el oeste de Irlanda jugaron un papel similar los protestantes.
Afortunadamente, en este tipo de situaciones no sólo se manifiesta lo peor del ser humano sino también la parte más solidaria. Sin embargo, todos estos esfuerzos sirvieron de poco, en gran medida porque se implementaron mal y tarde. Irlanda perdió a casi dos millones de personas entre muertos y emigrantes. La Gran Hambruna continuó hasta 1849, último año en el que hizo acto de presencia la mildiú de la patata. Las semillas donadas difícilmente pudieron ser plantadas: los granjeros estaban extremadamente debilitados y al borde del colapso. Phytophtora infestans había dejado un reguero de 5 años de hambre y muerte y una población extremadamente debilitada, sobre todo el sector situado en la base de la pirámide social. Sus efectos perduraron y durante varios años más después de 1849: multitud de irlandeses tuvieron que abandonar sus tierras para siempre en una diáspora sin par en busca de un porvenir, huyendo de la pobreza, de la imposibilidad de encontrar trabajo, de las inconmensurables rentas y del desahucio. Ahora seguramente el lector entienda por qué la Gran Hambruna sirvió para enfurecer a los nacionalistas y por qué sirvió como motor de cambio que daría paso a los acontecimientos de 1922.
La Gran Hambruna dejó un legado realmente triste, aunque también fue patrona de un nuevo amanecer. Además de la drástica reducción poblacional, que todavía no se ha recuperado, se estima que el paisaje agrícola cambió sobremanera, ya que un gran porcentaje de pequeñas granjas fueron absorbidas y reconstituidas en parcelas más extensas. Los agricultores aprendieron la lección y optaron por cultivar una mayor variedad de productos y a reducir su dependencia de la patata. Se modificó el sistema de herencia de tierras: en vez de subdividir las parcelas entre todos los hijos (que fue otra de las causas del éxito de la Gran Hambruna), los progenitores legaban sus tierras solamente al hijo mayor, mientras que el resto tenía que buscarse la vida en otros ámbitos. Este fue un factor determinante para que la emigración se mantuviese en el tiempo después de la Gran Hambruna hasta finales del siglo XX. Hubo una oleada de nuevos terratenientes, muchos ahora irlandeses. La tasa de matrimonios se redujo de forma drástica, puesto que interesaba que el cónyuge garantizara mediante la posesión de tierras o de un trabajo la supervivencia del matrimonio y la futura familia. Así, la edad a la que se casaban las parejas aumentó considerablemente y un porcentaje importante de personas jamás llegaría a casarse.
No obstante, la Gran Hambruna también tuvo consecuencias positivas. La emigración también fue un medio para que la cultura y los valores irlandeses fuesen más conocidos y apreciados en el exterior (desde entonces se hicieron famosas la celebración del día de San Patricio en todo el mundo). Y por supuesto, los ya conocidos levantamientos y cambios sociales que sobrevinieron desde entonces y que fueron financiados en parte por los expatriados en el extranjero.
EPIC The Irish Emigration Museum
Aprovechando nuestro último día en la maravillosa Irlanda y ya que estábamos a punto de emigrar, qué mejor que visitar el museo de las emigraciones, sito a unos pocos metros de Custom House. Ya hemos hablado de lo que significa la emigración para los irlandeses: es todo un símbolo de fortaleza y superación ante las adversidades y un recuerdo de las duras situaciones que han tenido que vivir. Es símbolo también del miedo y de la desesperanza que vivieron muchos irlandeses que se vieron obligados a abandonar su país bien huyendo de alguna catástrofe o de alguna persecución injusta. Tomaban rumbos hacia lo desconocido, hacia nuevas naciones en las que no sabían lo que iban a encontrar y cómo les iban a tratar. Por ello es normal encontrar lugares dedicados exclusivamente a este asunto.
Este museo es uno de esos lugares cuya visita es obligada. Es imprescindible para que comprendamos la historia de un pueblo que poco le faltaba para ser nómada. Decenas de historias y biografías se nos presentan de golpe de médicos y enfermeros, políticos, soldados, misioneros, científicos, deportistas, poetas, maestros, pintores, actores y actrices que han dejado su impronta irlandesa y parte de la idiosincrasia de su país de origen en los lugares que les han recibido. Así es cómo los valores y la cultura irlandesa han llegado a todos los rincones del mundo: a través de sus protagonistas. Edel Quinn, Denis Burkitt, Agnes Clerke, Joseph Barcroft… son algunos de los nombres que el visitante conocerá en este museo. No obstante, no todos son nativos de Irlanda, algunos personajes tienen sangre irlandesa corriendo por sus venas gracias a sus padres y ancestros, y entre ellos destacan algunos nombres tan conocidos como los de John Fitzgerald Kennedy, Ernesto “Che” Guevara, Ronald Reagan, Barack Obama, Grace Kelly, James Watson…
Lo que nos enseña este museo es que las migraciones, al final, han sido una parte integral de la historia de la humanidad, y que en el caso de los irlandeses han jugado un papel esencial en su devenir histórico y en el de Europa. Sin ir más lejos, los misioneros cristianos de Irlanda jugaron un papel importante en la revitalización del cristianismo tras la caída del Imperio Romano en Europa. Algunos autores sostienen que un grupo de evangelizadores originarios de la Isla Esmeralda llegaron a América antes incluso que los vikingos y, por supuesto, que Colón. Un pueblo el irlandés que además ha ayudado a forjar leyendas y mitos, como aquel de la isla de San Brandán o San Borondón, el octavo islote que formaría parte del archipiélago canario y que habría sido descubierto por el monje irlandés San Brandán de Clontarf tras una odisea de siete años, siempre según el mito.
Ahora nos tocaba a nosotros emigrar, al igual que otros con pena por abandonar este fascinante lugar. Sin duda, Irlanda y sus gentes, al igual que han hecho desde hace siglos, han dejado una marca en nosotros, una suerte de souvenir que nos recuerda sin cesar que la Isla Esmeralda nos llama y que nos incita a volver. Volveremos sin dudarlo.
Si no has visitado nuestros anteriores artículos, te invitamos a que lo hagas. ¡Empaparse de la historia de Irlanda es una experiencia única!
Irlanda. Experiencias en tierras legendarias (parte I)
Irlanda. Experiencias en tierras legendarias (parte 2). Atravesando fronteras
Irlanda. Experiencias en tierras legendarias (parte 3). Breve incursión en la historia de Irlanda y visita a Belfast
REFERENCIAS
Alcohol Action Ireland (2019). Alcohol Facts [online] disponible en: https://alcoholireland.ie/facts/
Biggs, F. (2018). A pocket history of the Irish Famine. Dublín: Gill Books.
CABI (2019). Phytophthora infestans (Phytophthora blight) [online] disponible en: https://www.cabi.org/isc/datasheet/40970
Christ Church Cathedral Dublin (2019). Home [online] disponible en: https://christchurchcathedral.ie/
Civitatis (2019). Dublín – Phoenix Park [online] disponible en: https://www.dublin.es/phoenix-park
CWUR (2019). CWUR World University Rankings 2018-2019 [online] disponible en: https://cwur.org/2018-19.php
Digby, M.C. (2018). New Continental-style food hall to open in Dublin city centre. The Irish Times [online] 3 de noviembre, disponible en: https://www.irishtimes.com/life-and-style/food-and-drink/new-continental-style-food-hall-to-open-in-dublin-city-centre-1.3679653
Dublin Castle (2019). History [online] disponible en: http://www.dublincastle.ie/history/
Encyclopaedia Britannica (2019). Daniel O’Connell [online] disponible en: https://www.britannica.com/biography/Daniel-OConnell
Fagan, J. (2016). Former church and tourist office to let on Suffolk Street, Dublin. The Irish Times [online] 27 de septiembre, disponible en: https://www.irishtimes.com/business/commercial-property/former-church-and-tourist-office-to-let-on-suffolk-street-dublin-1.2804952
Fernández, L.P. (2013). Libro de Kells. La Guía 2000 [online] 15 de enero, disponible en: https://arte.laguia2000.com/pintura/libro-de-kells
Galán, J.G. (2019). Cambios climáticos en la historia. Influencias y efectos. Fronteras de la Ciencia 5, 46-59.
Goss, E.M. et al. (2014). The Irish potato famine pathogen Phytophthora infestans originated in central Mexico rather than the Andes. Proceedings of the National Academy of Sciences 111(24), 8791-8796. https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4066499/
Killeen, R. (2012). A brief history of Ireland. Land, people, history. Londres: Running Press Book Publishers.
Mañueco, M. (2019). ¿Por qué en Dublín las puertas son de tantos colores? Muy Interesante [online] disponible en: https://www.muyinteresante.es/curiosidades/preguntas-respuestas/por-que-en-dublin-las-puertas-son-de-tantos-colores-931497858212
Redacción (2012). Dublin patron saint’s heart stolen from Christ Church Cathedral. BBC [online] 4 de marzo, disponible en: https://www.bbc.com/news/world-europe-17248394
Redacción (2018). St Laurence O’Toole’s heart found six years after theft. BBC [online] 26 de abril, disponible en: https://www.bbc.com/news/world-europe-43905526
Roberts, A. & Brophy, D. (2018). Remembering World War I: The Hauntings Soldier keeps watch at St Stephen’s Green. The Journal [online] 11 de noviembre, disponible en: https://www.thejournal.ie/remembering-world-war-i-the-hauntings-soldier-keeps-watch-at-st-stephens-green-4332037-Nov2018/
Saint Patrick’s Cathedral Dublin (2019). Life & History [online] disponible en: https://www.stpatrickscathedral.ie/learn/life-and-history/
Saint Teresa’s Church (2019). About Us [online] disponible en: https://clarendonstreet.com/index.php/about-us
Seda, P. (2018). Conozcan la historia de Molly Malone y su superstición. SEDA College [online] 17 de agosto, disponible en: https://sedacollege.es/conozcan-la-historia-de-molly-malone-y-su-supersticion/
State, P.F. (2009). A Brief History of Ireland. Nueva York: Facts on File.
St. Stephen’s Green Park (2019). Home [online] disponible en: http://ststephensgreenpark.ie/
Trinity College Dublin (2019). Book of Kells [online] disponible en: https://digitalcollections.tcd.ie/home/index.php?DRIS_ID=MS58_003v
Trinity College Dublin (2019). History [online] disponible en: https://www.tcd.ie/about/history/
Urresti, M.F. (2017). El secreto del Camino de Santiago. Barcelona: Prisma Publicaciones.
Visitar Dublín (2019). Estatua de Molly Malone [online] disponible en: https://visitardublin.com/estatua-de-molly-malone/