Cuando los exploradores portugueses llegaron al sur de África a finales del siglo XV debieron sorprenderse ante las hermosas cebras quaga (Equus quagga quagga), actualmente extintas. Estaban viendo un animal cuyo aspecto y comportamiento salvaje era muy similares a los del cebro de su tierra natal.
El cebro, un misterioso équido, inspiró a los portugueses para ponerle nombre a aquellos animales entonces nuevos para occidente: las cebras africanas.
El cebro vivía entonces en Portugal y España, donde desde hacía siglos era conocido como cebro/a (o zevro/a en portugués), ecebro/a o encebro/a. Por desgracia, los cebros se extinguieron en el siglo XVI sin dejar rastro, presumiblemente por la caza intensiva para conseguir su carne y piel.
Lo poco que sabemos de los cebros procede de algunas fuentes históricas, fueros medievales y topónimos. Pero actualmente su naturaleza taxonómica sigue siendo objeto de intenso debate.
Los caballos salvajes
A lo largo de la historia se identificó erróneamente al cebro con ciervos, onagros (asnos salvajes) o caballos domésticos o salvajes, aunque no siempre fue así. En el mundo grecorromano lo tenían bastante más claro.
En el siglo I a.e.c., Estrabón habló de la presencia de caballos salvajes en Hispania, mientras que Marco Terencio Varrón los bautizó con el nombre de equiferi, que significa “caballos salvajes”. Este término acabó derivando en la palabra cebro y sus variantes.
Isidoro de Sevilla también los llamó equiferi y los diferenció claramente de los caballos y asnos domésticos y de los onagros en sus Etimologías (siglo VII).
Luego, en la Baja Edad Media, autores como el arzobispo toledano Rodrigo Jiménez de Rada equipararon los términos cebro y onagro, este último más familiar para los autores medievales. Esta confusión se asentaría en la cultura popular con el paso del tiempo, alcanzando su máxima expresión en la General Estoria del rey Alfonso X (siglo XIII), donde se afirma taxativamente que el onagro y el “enzebro” son el mismo animal.
Ya en el siglo XX, y tras varias décadas de debate, se identificó al cebro con el asno de Otranto (Equus hydruntinus). Esta especie ha estado presente en Europa occidental y meridional desde el Pleistoceno medio. Algunos autores han querido ver en el cebro de las fuentes medievales a los últimos supervivientes de E. hydruntinus. No obstante, las evidencias paleontológicas no permiten asegurar la existencia de esta especie más allá del Calcolítico en la península ibérica.
Extremadamente veloz e indomable
Las descripciones morfológicas existentes de los cebros son escasas y ambiguas, ya que tanto asnos como caballos comparten muchas de las características mencionadas. Las dos más detalladas son las realizadas por Brunetto Latini en su enciclopedia titulada Libro del tesoro (siglo XIII) y la recogida en las Relaciones topográficas de Felipe II (1576).
Latini describe al cebro como un animal más grande que un ciervo, de orejas largas, extremidades delgadas y muy veloz, lo que hacía muy difícil su captura. Tendría una línea oscura o raya de mulo a lo largo de su lomo. En su obra hay un detalle interesante, y es que describe al onagro en una sección separada, distinguiendo así tácitamente a ambos animales.
Por su parte, las Relaciones topográficas añaden que el color de su pelaje era gris ceniciento y que relinchaban como las yeguas, además de recalcar también su gran velocidad.
Otras fuentes destacan su carácter indomable y salvaje y le atribuyen una estructura social gregaria, un comportamiento más típico de los caballos que de los asnos.
Al galope por las llanuras ibéricas
A pesar de ser muy escurridizo, el cebro ha dejado su huella en forma de multitud de topónimos en la Península Ibérica.
La distribución geográfica de estos topónimos apunta a que esta especie se encontraba principalmente en tierras bajas con bosques abiertos y llanuras escasamente pobladas por el ser humano, hábitats idóneos para un gran corredor. Por tanto, es muy posible que viviera en gran parte de Portugal, el oeste de Galicia, el centro de España, el Páramo Leonés y Murcia entre otras regiones.
La expansión de las poblaciones humanas y su persecución por motivos cinegéticos redujeron progresivamente las poblaciones de cebro a lo largo de la Edad Media hasta arrinconarlo en el sureste peninsular. El último documento que los menciona, de 1579, afirmaba que 40 años antes había cebros cerca de los pueblos albaceteños de Chinchilla y La Roda. A partir de entonces, se hizo el silencio, la triste señal de su extinción.
Con todo lo expuesto, lo más probable es que el cebro fuese algún tipo de caballo salvaje o asilvestrado, aunque habrá que esperar a futuros hallazgos para corroborar esta hipótesis.
Hasta entonces, rescatemos del olvido a este fascinante animal que tiempo atrás galopó con brío por las llanuras ibéricas.
Este artículo ha sido publicado originalmente por el presente autor en The Conversation.