Las vacunas contra el SARS-CoV-2. Parte 1: Los mecanismos de las vacunas

¿Se acerca la pandemia a su final? ¿Está el SARS-CoV-2, el mismo que ha demostrado lo frágiles que son el ególatra Homo sapiens y su civilización, dando sus últimos coletazos? ¿Terminarán las ansiadas vacunas con esta situación de ciencia ficción? Nos están presentando las vacunas como la solución definitiva a nuestros problemas, el arma definitiva que nos devolverá a la “vieja” normalidad. ¿Es cierto? ¿Serán capaces de conseguir la tan esperada inmunidad de rebaño a nivel mundial? Es posible, pero hay que tener clara una cuestión: no será de forma inmediata. Es mucho todavía lo que desconocemos sobre estos potenciales remedios, en parte porque todavía no hemos completado la biografía del SARS-CoV-2. Esa incertidumbre alimenta en muchos el miedo y la inquietud y genera fracturas emocionales que muchos aprovechan para difundir el miedo, las mentiras, los bulos y el marketing de las vanas esperanzas. Entre tanta confusión e idiocia, nosotros queremos arrojar un destello de claridad con un par de artículos en los que disiparemos dudas sobre las vacunas. Porque, muchas veces, el miedo procede del desconocimiento. Hablaremos de sus tipos, las fases que deben superar para ser aprobadas, el funcionamiento de esa maravilla de la naturaleza que es nuestro sistema inmune, de sus fundamentos, de las candidatas que pretenderán anular la pandemia y sus mecanismos de actuación y de muchas otras cosas. Vamos a ello…

Queremos empezar agradeciendo a todos los participantes que emplearon un minuto de su tiempo en contestar la encuesta que realizamos para conocer la opinión general sobre las vacunas que están por venir. 288 amigos y amigas de España y de diversos países de Centro y Sudamérica formaron parte de este proyecto que, simplemente, responde a la curiosidad por saber cuan distanciada está la opinión de la gente de los hechos científicos y de lo que sabemos en torno a las vacunas que intentarán frenar la COVID-19. ¿La opinión de la población está más influida por la información procedente del ámbito científico o por los datos rápidos e instantáneos que suelen ofrecer los medios de comunicación, los políticos y los bulos? Veámoslo.

Recordemos que en la encuesta os preguntábamos dos cuestiones: si os pondríais la vacuna que saliese al mercado contra el SARS-CoV-2 y cuándo os la pondrías, en cuanto tuvieseis oportunidad o pasado el tiempo. Por último, os pedíamos que justificaseis vuestras decisiones. Las respuestas que hemos recopilado son completamente anónimas. En los siguientes gráficos de sectores se muestran los resultados de la encuesta:

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Claramente, los resultados están muy igualados y lo que a priori muestran es la inquietud y el miedo general en relación con las vacunas. Poco más de la mitad de los participantes están seguros de que se pondrán las vacunas y, de estos, el 82.5% se la pondría inmediatamente. El resto, así como las personas dubitativas que no saben si ponerse la vacuna o no (21,5%), esperarían un tiempo a ponérsela. El 25% tiene claro que no se la pondría. A continuación, ofrecemos un resumen de los argumentos que están detrás de las distintas elecciones:

  • Me pondría la vacuna y de forma inmediata: confianza en las vacunas y en la ciencia, necesidad de atajar la pandemia consiguiendo la inmunidad de grupo cuanto antes, ausencia de miedo ante los posibles efectos secundarios de las vacunas, estado de salud y laboral (por ser de grupo de riesgo, por trabajos de exposición elevada ante el público), responsabilidad social (salvar a otras personas, evitar más muertes y el colapso del sistema sanitario), miedo a la enfermedad, recuperar lo más pronto posible la “vieja” normalidad.

  • Me pondría la vacuna, aunque esperaría un poco: dudas sobre la seguridad y eficacia de la vacuna, miedo a los posibles efectos secundarios (se prefiere esperar para ver cómo funciona en los primeros pacientes), inquietud porque no se haya seguido correctamente los periodos de prueba para producir la vacuna.

  • No sé si me pondría la vacuna (todos los encuestados que seleccionaron esta opción esperarían un tiempo a ponerse la vacuna): dudas sobre la seguridad y eficacia de la vacuna, miedo a los posibles efectos secundarios, inquietud porque no se haya seguido correctamente los periodos de prueba para producir la vacuna o se hayan reducido sus tiempos, miedo o desconfianza en las vacunas, sospechas sobre los intereses económicos y políticos que están presionando para acelerar la salida al mercado de la vacuna, se oculta información desde los gobiernos.

  • No me pondría la vacuna: todas las razones expuestas en el apartado anterior, conspiranoias (las vacunas, como herramientas al servicio de un maquiavélico plan, se usarán para provocar un genocidio y/o esterilización masiva de la población; las vacunas de ARN mensajero modifican el genoma; son parte del negocio de las farmacéuticas y/o los gobiernos), no se consideran necesarias, sensación de ser “conejillos de indias”.

Nuestros resultados son parecidos a los obtenidos en otras encuestas, realizadas tanto en España como en otras naciones (algunos ejemplos: encuesta de Ipsos y el Foro Económico Mundial, Barómetro del CIS, encuesta de Gallup). En general, la principal causa que intimida a la hora de ponerse la vacuna de forma inmediata es la significativa reducción del tiempo de las fases de pruebas. Existe un miedo y una inquietud generalizadas, seguramente a nivel mundial, hacia las vacunas, lo cual puede suponer un obstáculo para frenar la pandemia. Quizás habría que preguntarse también cómo es el bagaje cultural en términos vacunológicos de las personas más reticentes. ¿Conocen y sabrían explicar cuáles son las fases de pruebas de una vacuna/fármaco y por qué duran el tiempo que duran? Porque muchas veces el miedo no está dirigido hacia las vacunas, sino hacia lo desconocido.

Esta cuestión merece una breve reflexión. Después del año que hemos pasado viendo cómo centenares morían cada día por la infección, el sufrimiento de las decenas de miles de personas que han perdido a algún ser querido, el colapso económico, el auge de la estupidez, las situaciones de guerra que se han vivido en los centros sanitarios o la angustia vivida tras semanas de confinamiento domiciliario, ¿cómo es posible que hayamos desarrollado más miedo a las vacunas que están por venir que al coronavirus? ¿Acaso creemos que la vacuna o sus efectos secundarios van a causar más daños que el propio coronavirus? Pensémoslo. Además de la infección que causa, que en muchos casos te deja postrado en cama completamente debilitado o te lleva al otro barrio, sumemos todas las secuelas de la infección (algunas de larga duración y con la capacidad de sabotear completamente nuestras vidas), el daño psicológico y emocional, la crisis socioeconómica que viene para quedarse unos cuantos años y una larga lista de daños colaterales más. ¿Acaso la vacuna va a ser peor que todo esto? Los que prefieren evitar ponerse la vacuna o alargar la espera indefinidamente, ¿están dispuestos a vivir en las mismas condiciones que en 2020 durante varios años más hasta que haya pasado el tiempo suficiente para que la vacuna cumpla con la duración protocolaria tipificada? ¿Están ganando terreno el populismo y la “infoxicación” al raciocinio y el sentido común?

Dicho esto, pasemos ya a los datos, a lo que sabemos sobre las vacunas, con el objetivo de que el lector pueda contrastar su opinión y creencias con lo que dice la ciencia, en aras de que tenga un fructífero debate consigo mismo.

El sistema inmune: el guardián de la salud

Para comprender mejor cuáles son los objetivos de las vacunas y su modo de acción, es necesario que hagamos una reseña sintetizada del funcionamiento de nuestro sistema inmunitario, un componente fundamental y complejo de nuestros organismos que la evolución ha ido adaptando y modificando a lo largo de millones de años para protegernos frente a peligros externos e internos.

Después de todo este tiempo de tediosa pandemia, muchos habréis escuchado hablar de los sistemas inmunes innato y adaptativo o de los sistemas inmunes inespecífico y específico. Estas son las grandes categorías en las que puede dividirse nuestro sistema de defensa y el de muchos otros grupos de animales. Categorías que forman un todo complementario que, actuando colaborativamente, nos protege contra infecciones y peligros intrínsecos, como el cáncer (el sistema inmune inhibe miles de células cancerígenas potencialmente peligrosas al día, y nosotros sin enterarnos). No obstante, como ocurre en todos los ámbitos, el sistema inmune no es perfecto y puede fallar en ocasiones. Tengamos en cuenta dos cuestiones: para que nuestro sistema de defensa responda adecuadamente contra las amenazas ha de cumplir con dos requisitos, a saber:

  • Distinguir lo propio de lo extraño.

  • Distinguir entre un cuerpo inofensivo de uno peligroso.

Si, por ejemplo, el sistema inmune se confunde y considera un elemento propio e inofensivo como amenazante, la persona padecerá una enfermedad autoinmune, como el lupus. Si considera un cuerpo extraño que en realidad es inofensivo como peligroso, como pueda ser el polen o el polvo, se desencadena una respuesta alergógena. En cambio, si no detecta con la suficiente intensidad a un cuerpo amenazante como pueda ser un patógeno, se produce una inmunodeficiencia. Todos estos son fallos que el sistema inmune puede cometer en ocasiones y cuya prevalencia aumenta gracias a modos de vida y entornos insalubres.

Bien, pero cuando funciona correctamente, ¿cómo nos protege el sistema inmune contra los peligros para nuestra salud a los que constantemente estamos expuestos? Como el contexto de este artículo es la pandemia de SARS-CoV-2, analizaremos cómo se comporta nuestro sistema de defensa ante una infección vírica.

Cuando un virus patógeno (o cualquier otro agente infeccioso) intenta invadir el organismo, lo primero que actúa es el sistema inmune innato, caracterizado por desencadenar una respuesta rápida e inespecífica. Le da igual el tipo de patógeno, siempre ejecuta respuestas muy similares frente a todos ellos. No pensemos que este sistema se activa una vez que el virus ha penetrado ya en el organismo. La propia piel o las mucosas, de hecho, forman parte del sistema inmune innato al funcionar como primeras barreras contra la entrada de patógenos. La barrera muco-cutánea, es decir, la constituida por la piel y las mucosas, es inespecífica, ya que obstaculiza la entrada de cualquier cuerpo extraño independientemente de su naturaleza.

No obstante, según vamos profundizando en nuestro organismo, van apareciendo otros elementos del sistema inmune innato, organizados en una suerte de murallas contiguas. Tenemos, por ejemplo, un grupo de células compuesto por fagocitos (siendo el macrófago el protagonista principal de este grupo) y células dendríticas entre otras que se encargan literalmente de engullir y digerir esos agentes sospechosos que han penetrado en el cuerpo. Este tipo de células se distribuyen ampliamente por el organismo, pero también constituyen una barricada inmediatamente debajo de la piel, de manera que engrosan y refuerzan esa primera barrera física. Otras células a destacar son las natural killer (NK), cuya función es “asesinar” y eliminar inespecíficamente a las compañeras que han sido infectadas por los patógenos.

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Los fagocitos forman parte del sistema inmune innato porque ejecutan respuestas muy parecidas independientemente del tipo de patógeno. Eosinofilos

Otro elemento fundamental es el sistema del complemento, un conjunto de proteínas plasmáticas que nacen en el hígado y que estimulan y complementan la respuesta inmune. Se fusionan y se rompen constantemente para formar distintos complejos con diferentes funciones: excitan el proceso inflamatorio; opsonizan (es decir, recubren) la superficie de los patógenos bien para señalizarlos, bien para destruirlos generando poros en sus membranas celulares o cápsides en el caso de los virus; generan quimiotaxis, es decir, emiten señales químicas que atraen a los leucocitos al lugar donde se encuentran los patógenos…

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Algunas subunidades proteicas del sistema del complemento se encargan de destruir directamente al patógeno. Para ello, perforan su membrana celular (en el caso de bacterias) o su cápside (en el caso de virus) para desestabilizarlos y neutralizarlos. Wikipedia

No podemos ignorar el otro componente esencial de la respuesta inmune inespecífica: la inflamación. Aunque sea molesta y dolorosa, la inflamación es una medida de seguridad que impide que las infecciones vayan a más. Mediante diferentes modificaciones vasculares, el organismo intenta atacar y eliminar o, en su defecto, aislar la región infectada y recuperar los tejidos dañados por la infección. A grandes rasgos, lo que sucede durante el fenómeno inflamatorio es la vasodilatación de los vasos sanguíneos próximos a la zona infectada y la permeabilización de los capilares. De esta manera, se favorece la filtración de plasma sanguíneo y de fagocitos y glóbulos blancos que están en el plasma sumergidos hacia la zona infectada para que eliminen los patógenos. Todas estas reacciones fisiológicas están estimuladas por sustancias químicas que sintetizan varios tipos celulares. Todos estos elementos del sistema inmune, desde los fagocitos hasta la inflamación, están interconectados entre sí y colaboran juntos durante una respuesta inmune.

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La inflamación, aunque tediosa, es un fenómeno fisiológico que nos defiende frente a las infecciones. Mi sistema inmune

Aunque ya hemos expuesto algunos ejemplos, está claro que, sin su arsenal de armamento químico, el sistema inmune innato estaría indefenso. Esta división del sistema inmune (presente tanto en el innato como en el adaptativo) se la conoce como sistema inmune humoral, y lo constituyen macromoléculas, como los anticuerpos/inmunoglobulinas. Su contraparte sería el sistema inmune celular, compuesto por los leucocitos o glóbulos blancos, fagocitos y otros tipos celulares.

La defensa humoral más obvia del sistema inmune innato son los mocos. Sí, la mucosidad nasal es muy molesta e incómoda, sobre todo cuando hay un exceso durante un resfriado, pero es muy importante para hacer frente a los patógenos que colonizan el organismo vía mucosa nasofaríngea. Los mocos alojan una gran cantidad y diversidad de enzimas antimicrobianas que inhiben y destruyen los patógenos, pero también hay anticuerpo o inmunoglobulina A. Estas son capaces de neutralizar al patógeno. ¿Cómo? Uniéndose a las proteínas de superficie que utilizan para contactar con las células del hospedador a las que van a infectar. Es como si a una llave se le añadiese algún elemento que impidiese su correcta entrada en la cerradura. La mucosidad de las vías respiratorias actúa, además, como barrera física que impide el contacto entre los patógenos y las células. También ayuda a la expulsión mecánica de los mismos: la mucosidad y los patógenos que están sumergidos en la misma son empujados al exterior gracias al movimiento de los cilios de las células del epitelio nasal.

Mencionábamos antes un conjunto de células que sienten un apetito voraz por los cuerpos extraños que ingresan en el organismo. Pues bien, estas células, y concretamente las células dendríticas, constituyen el puente de unión entre el sistema inmune innato y el adaptativo. Cuando las células dendríticas digieren, por ejemplo, un virus (lo cual sucede en unos compartimentos llamados vesículas o fagosomas, que posteriormente se fusionarán con otro orgánulo, los lisosomas, que contienen enzimas capaces de digerir e hidrolizar al cuerpo extraño), no lo hacen del todo. Digamos que lo degradan en subunidades más pequeñas de naturaleza proteica o peptídica.

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Esta célula tentaculada es una de las encargadas de poner en marcha el sistema inmune específico. Dreamstime

Esas migajas peptídidas las instalan en su propia superficie membranosa. Para ello, las células fabrican a partir de una familia de genes conocida como complejo mayor de histocompatibilidad (MHC por sus siglas en inglés) unas glucoproteínas homónimas que se unirán a los péptidos víricos degradados. Todo este complejo se dispondrá en la cara externa de la célula, inserto en la membrana celular. Lo que presentan las moléculas MHC son, realmente, los famosos antígenos, es decir, las moléculas que, tras ser reconocidas y estudiadas por el sistema inmune, desencadenan la respuesta inmunitaria. Por eso, a estas células del sistema inmune innato se las conoce también como células presentadoras de antígeno. ¿Y a quiénes se los presentan? A sus colegas del sistema inmune adaptativo, los linfocitos. Para ello, estas células entran al torrente sanguíneo y viajan hacia los órganos linfoides secundarios, donde los linfocitos se hallan a la espera.

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Hay dos clases de proteínas sintetizadas a partir de los genes del sistema mayor de histocompatibilidad que se encargan de presentar los péptidos antigénicos (que se sitúan en el surco de la parte superior) a los linfocitos. Ciencia y salud

Tenemos una diversidad laberíntica de tipos y subtipos de linfocitos. Los dos grupos más conocidos son los linfocitos T y B, que a su vez se subdividen en varias familias. Los linfocitos T tienen un problema, y es que no pueden reconocer al patógeno en su estado nativo, es decir, completo (en cambio, los linfocitos B sí pueden), sino que necesitan que se lo presenten procesado y digerido. Por eso requieren la invaluable labor de los fagocitos y las células dendríticas. Con sus proteínas de superficie y a modo de sensores, son capaces de reconocer el complejo antígeno-molécula MHC que esos fagocitos han dispuesto en su superficie. Así es cómo despierta el sistema inmune adaptativo, caracterizado por desencadenar una respuesta muy específica y lenta, al menos en el primer contacto. Al contrario que el innato, que empieza a desarrollarse en la etapa fetal de cada individuo (de ahí su nombre), el sistema adaptativo va madurando y desarrollando un perfil según se expone a las distintas partículas que nos rodean a lo largo de nuestras vidas.

Cuando decimos que los linfocitos se activan, realmente estamos hablando de una serie de cambios genéticos inducidos que sufren estas células y que les generan muchas modificaciones. En primer lugar, los linfocitos, que están indiferenciados, esto es, no tienen una función concreta, se diferencian, maduran en algún tipo de linfocito concreto con unas funciones muy concretas. Esos linfocitos ya maduros y con una “personalidad” establecida, empiezan a multiplicarse clónicamente para formar el ejército del sistema inmune adaptativo celular. Además, esas células maduras tienen escrito en su código genético sus objetivos principales: saben con qué células tienen que comunicarse, qué tipos de citoquinas y anticuerpos tienen que producir, adonde tienen que ir, etc. En esto consiste la respuesta específica del sistema inmunitario y construirla es un proceso lento que, en ocasiones, se prolonga varios días. El sistema inmune adaptativo es tan lento durante el primer contacto porque debe asegurarse de cumplir los dos requisitos que ya hemos mencionado: distinguir y establecer el origen y la peligrosidad de la partícula que está escudriñando para no equivocarse y no atacar a elementos del propio organismo o a cuerpos extraños inofensivos.

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Representación de las vías de maduración que sigue un linfocito T CD4+ indiferenciado, un proceso muy dependiente de las famosas citoquinas. Lane et al. (2010)

Durante el reconocimiento antigénico por parte de los linfocitos, ocurren muchas cosas. Por ejemplo, la célula presentadora de antígeno emite varios tipos de citoquinas que informan a los linfocitos del tipo de patógeno que se ha infiltrado en el organismo (si es un virus, una bacteria, un gusano…). Hay un tipo de linfocito T, el CD4+, que, dependiendo de la citoquina que detecte, se transformará en un tipo determinado de célula efectora para hacer frente de forma adecuada y concreta al patógeno (por ejemplo, para emitir ciertos anticuerpos). Su otra función consiste en emitir otras citoquinas para activar al resto de linfocitos (léase, para que se diferencien), induciendo su proliferación y la puesta en marcha de sus mecanismos. Por ejemplo, induce la fabricación de linfocitos T CD8+ o citotóxicos (aunque también pueden ser activados por células presentadoras de antígeno), células esenciales durante la infección por virus o la proliferación de células cancerígenas, porque al igual que las células NK, también aniquilan a las células dañadas y enfermas, aunque de un modo mucho más específico. Así, los linfocitos T CD4+ son una especie de coordinadores de la respuesta inmune adaptativa, por eso se les llama también linfocitos T colaboradores o helper.

Los linfocitos B son la otra gran arma del sistema inmune adaptativo. Estos pueden activarse o bien detectando directamente el antígeno por medio de sus receptores de superficie o de forma indirecta al detectar las señales moleculares lanzadas por los linfocitos T CD4+. En respuesta, sufrirán un proceso de diferenciación o maduración en células plasmáticas. Como tales, comenzarán a clonarse, expandirse y producir varios tipos anticuerpos o inmunoglobulinas, que, generalmente, tienen dos funciones: una ya la hemos visto, la de neutralizar al patógeno agregándose a su superficie para evitar que entre en contacto con las células. La otra es la opsonización, esto es, tapizan la superficie del patógeno para marcarlo, para añadirle una diana señalizadora que intensificará la respuesta inmune celular innata y adaptativa contra el agente infeccioso, de manera que las células pueden encontrarlo más rápido y atacarlo cuanto antes.

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Recreación de la estructura típica en forma de “Y” de un anticuerpo o inmunoglobulina. Los colores señalan las distintas subunidades proteicas que lo componen. Wikipedia

¿Cuándo se detiene la batalla inmunológica? Es un proceso en parte mediado por señales moleculares (donde intervienen las ya mencionadas citoquinas) emitidas por las propias células del sistema inmune, pero también hay que tener en cuenta otras cuestiones. Muchos linfocitos son dependientes de antígeno, es decir, que a mayor presencia de antígenos, lo cual depende de la cantidad de patógenos que estén infectando el organismo, mayor respuesta linfocitaria. Según va avanzando el contraataque inmunológico, la densidad de patógenos y de antígenos en el organismo se reduce y, por tanto, también la activación de los linfocitos. El sistema inmune es utilitarista a más no poder: muchas de sus células son creadas expresamente para estas situaciones, así que cuando las infecciones terminan, las células ya no hacen falta y acaban muriendo y reciclándose… excepto algunos linfocitos.

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Esta figura es la típica que se muestra para representar la activación del sistema inmune ante un primer y un segundo contacto con un antígeno determinado. Se representa el tiempo en días respecto a la concentración de anticuerpos. En la mitad izquierda se muestra la respuesta primaria ejecutada ante un primer contacto. Vemos un incremento suave en la producción de anticuerpos que puede tardar una semana hasta alcanzar la concentración máxima. En cambio, cuando el antígeno es detectado por segunda vez después de un lapsus X de tiempo, la producción de anticuerpos se desboca. Alcanza y supera la concentración máxima de anticuerpos conseguida durante la respuesta primaria en menos de una semana. La magnitud de la respuesta secundaria es enorme en aras de evitar la reinfección por el patógeno. No le da tregua. Google Sites

De todo el conjunto de linfocitos indiferenciados, algunos de ellos madurarán y serán “contratados” como centinelas. Tanto los linfocitos T como los B pueden generar estas células memoria que, tras la infección, permanecerán vigilantes recorriendo el organismo a través del torrente sanguíneo, esperando a que el patógeno contra el que lucharon una vez vuelva a aparecer para, en esta ocasión, desencadenar una respuesta inmediata, en la que apenas hay esperas y en la que el patógeno, en caso de que no haya cambiado significativamente, no tendrá ninguna oportunidad. Los linfocitos T memoria tendrán preparadas las citoquinas específicas que sintetizaron contra el invasor durante la respuesta primaria para lanzarlas y activar rápidamente las vías y mecanismos de actuación que se usaron durante la primera vez. Por su lado, los linfocitos B memoria tendrán listo su arsenal de anticuerpos altamente específicos que evitarán la reinfección (aunque por la sangre también estarán circulando los anticuerpos específicos que se fabricaron durante el primer contacto). En cuanto vuelva a aparecer el patógeno, anticuerpos y células lo recordarán cuando detecten sus antígenos e irán a por él a la velocidad del rayo.

Esta es la tan ansiada memoria inmunitaria, la que nos protege frente a futuras injerencias del mismo patógeno. Ese es el objetivo de toda vacuna: generar una inmunidad específica lo más completa posible y que incluya una memoria duradera. La duración de la memoria inmunitaria es muy difícil de predecir al depender de muchísimos factores: la tasa de mutación del patógeno, la intensidad de la respuesta inmune desencadenada por los antígenos, la intensidad de la infección, la inmunocompetencia, la edad, etc. Dependiendo de todo esto, puede durar, meses, años o, incluso, toda la vida. Por eso hay vacunas que necesitan dosis de refuerzo, porque una sola no es suficiente para generar una memoria perdurable.

Con estas breves pinceladas, espero haber puesto en contexto al lector sobre el funcionamiento del sistema inmunitario. A partir de aquí, se entenderá mejor la razón de ser de las vacunas.

¿Qué es una vacuna?

Ya sabemos entonces para qué sirve una vacuna. Pero, ¿qué es? Acudamos a la historia. Viajemos a la Inglaterra de finales del siglo XVIII. Podemos imaginar a un médico de mediana edad llamado Edward Jenner devanándose los sesos, intentando dilucidar un experimento que cambiará la historia para siempre. Jenner y sus contemporáneos se dieron cuenta de una cosa: las mujeres lecheras eran inmunes a la tan temida viruela. Como mucho, desarrollaban las características pústulas en su piel (eso es, precisamente, lo que significa “viruela”: pústula pequeña), pero poco más. Se salvaban de padecer el ataque feroz de la viruela que, a menudo, terminaba arrebatando la vida de los enfermos. Se sabía que las vacas también podían contagiarse de viruela (aunque era una variedad distinta a la que afectaba a humanos). ¿Y si aquellas mujeres trabajadoras, al entrar en contacto con el pus de la leche que manaba de las vacas afectadas por la viruela vacuna, adquirían protección contra la variante humana? Hay que tener en cuenta que la viruela vacuna no tiene las adaptaciones necesarias para infectar eficazmente a las personas, por eso no desencadena la enfermedad en humanos.

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Edward Jenner vacuna al joven James Phipps contra la viruela. Había nacido la vacunación, el método profiláctico más efectivo de la historia. Ernest Board-Wikipedia

En la época de Jenner no se sabía quiénes estaban detrás de las enfermedades infecciosas. Sería justamente un siglo después cuando otro médico, Robert Koch, descubriría a los agentes etiológicos de estas patologías y postularía los archiconocidos postulados de Koch. Por tanto, el experimento que pretendía ejecutar Edward Jenner iba a ser un tanto a ciegas. En un tiempo en el que la ética en ciencia brillaba por su ausencia, a Jenner no se le ocurrió otra cosa que inocular una de esas pústulas de una persona expuesta a la viruela vacuna al hijo de su jardinero, el joven de 8 años James Phipps. Esto lo hizo con la idea en mente de, posteriormente, inocular al niño con el virus de la viruela humana obtenido a partir de pústulas de personas infectadas. James desarrollaría unos grados de fiebre, cierto malestar y… poco más. Se había inmunizado y protegido contra la viruela.

Jenner había encontrado la manera de vencer a aquella maldita enfermedad que tantos millones de muertes había provocado hasta entonces. Había descubierto la reactividad cruzada, es decir, cómo inoculando una variante filogenéticamente similar al patógeno de interés y con apenas virulencia en personas se puede conseguir inmunidad contra éste. Desde entonces sería considerado el padre de la inmunología. Había descubierto la vacuna (que, como ya habrá adivinado el lector, su nombre procede de la viruela vacuna), aunque, siendo estrictos, el médico John Fewster ya había descrito este fenómeno en 1768. De hecho, por entonces ya se practicaba ampliamente la inoculación de pústulas de personas enfermas de viruela en personas sanas, un procedimiento conocido como variolización que, en realidad, se conocía desde antiguo. Hindúes, chinos y árabes ya lo empleaban como estrategia profiláctica, y no sólo contra los brotes de viruela, también contra la leishmania. El propio Jenner lo experimentó en propias carnes a los 8 años, curiosamente a la misma edad a la que James Phipps fue inmunizado. Consistía en inocular el pus de una pústula de viruela a través de una incisión practicada en la piel. Un método ciertamente peligroso, ya que a veces se conseguía la inmunización contra la enfermedad, pero en otras ocasiones la enfermedad acababa desarrollándose en el paciente, a veces con consecuencias nefastas.

Sea como fuere, fue Jenner quien estableció sólidamente los principios de la vacunación. 200 años después, la Organización Mundial de la Salud (OMS) celebraría la erradicación total de la viruela gracias al trabajo inicial de Jenner. Se dice, y seguramente con toda la razón del mundo, que su labor ha salvado más vidas que la de cualquier otra persona.

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Las vacunas son, sin ninguna duda, uno de los mejores inventos de la humanidad para mejorar su calidad de vida y prolongar su supervivencia. En estas gráficas se puede comprobar cómo los casos informados en EEUU de difteria, poliomielitis, sarampión y panencefalitis esclerosante subaguda (SSPE), una enfermedad encefálica grave que aparece tardíamente en algunos pacientes con sarampión, se ha reducido hasta casi la desaparición después de las respectivas campañas de vacunación. Murphy et al. (2010)

Las vacunas han sido una de las herramientas que más vidas han salvado en la historia y que más han mejorado y prolongado el bienestar humano, digan lo que digan los antivacunas. La relación coste/beneficio y riesgo/beneficio de las vacunas demuestra que son sin duda la medida profiláctica más efectiva de la historia, algo que la ciencia ha demostrado en innumerables ocasiones y lo seguirá haciendo, también con la pandemia de SARS-CoV-2.

La erradicación de la viruela ha sido la victoria más sonada de las vacunas, hasta el momento la única patología erradicada a nivel mundial. No obstante, a ellas también les debemos que muchas otras enfermedades, como la polio, la difteria, el tétanos, la rubeola, el sarampión…, sean hoy anecdóticas en muchos países. Y démoslas tiempo, porque es posible que, en el futuro, el cáncer o las alergias engrosen esta lista del olvido gracias a ellas.

Pero, ¿qué es una vacuna? Es un método preventivo, profiláctico. No busca, por tanto, curar las enfermedades, sino evitarlas. Para ello, las vacunas buscan replicar el funcionamiento del sistema inmunitario en cuanto a la creación de una memoria y un procedimiento de reacción mejorado y más rápido ante los patógenos. Las vacunas se presentan, así, como un complemento, un apoyo para nuestro sistema de defensa. En otras palabras, las vacunas no son más que la aplicación de los principios básicos de la inmunología para mejorar la salud.

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Las vacunas aceleran sobremanera la consecución de la inmunidad de grupo o de rebaño, esencial para controlar la propagación de una infección y evitar que se descontrole. Ingeniero del montón

La meta de las vacunas a corto y medio plazo es reducir la incidencia y prevalencia de las enfermedades, fundamentalmente de las infecciosas (aunque ya se están aplicando contra otro tipo de patologías), para evitar episodios descontrolados de las mismas (epidemias y pandemias). Para ello, se necesita conseguir la inmunidad gregaria o de rebaño, a través de la cual se conseguirá la dilución de la propagación de las infecciones. Es lógico, porque si decrece el número de individuos susceptibles a la infección de una población, el patógeno tendrá un menor número de reservorios desde los cuales pueda propagarse. Si tuviésemos que esperar a que, de forma natural, el patógeno infectase por sí solo a un porcentaje significativo de la población para llegar hasta esa meta, sería desastroso. Pasarían múltiples generaciones hasta que la población adquiriese la inmunidad gregaria (siempre y cuando el patógeno no cambiase), con todas las muertes y el dolor que ello traería consigo. Sin embargo, gracias a las vacunas, este proceso se acelera significativamente, salvándose miles de personas durante ese periodo, ya que no es necesario que los pacientes pasen por la enfermedad para obtener inmunidad contra la misma.

No es necesario vacunar a la totalidad de una población para conseguirla, solamente a un porcentaje determinado. Cuando se alcanza la inmunidad de grupo, hasta las personas sin inmunidad podrían estar protegidas frente a la enfermedad. Estarían blindadas por las personas que sí están inmunizadas, que servirían de barrera frente al avance de la infección. El porcentaje de población inmunizada para alcanzar la inmunidad de rebaño depende de la capacidad de propagación del patógeno: si es alta, como ocurre con el SARS-CoV-2, se necesitará una proporción elevada de población inmunizada y viceversa. Para frenar el SARS-CoV-2, se estima que entre un 70-75% de la población debe inmunizarse.

Vacunas de virus completos

Lo bueno es que, gracias al gran avance que han sufrido numerosos campos de la ciencia (la genómica, la inmunología, la proteómica, etc.), disponemos de una amplia diversidad de aproximaciones y tecnologías para tratar las infecciones.

Existen muchos tipos de vacunas para enfrentarse a las infecciones víricas (y muchas de ellas se aplican también contra otros patógenos, como bacterias u hongos). Tantos, que los científicos deben responder una serie de cuestiones para elegir cual es la aproximación que, a su juicio, va a ser la más efectiva contra el virus. Dependiendo de cómo responde el sistema inmune al virus, de quién necesita la vacuna contra el patógeno y de la mejor tecnología para crear dicha vacuna, los expertos seleccionarán un tipo u otro de vacuna. Lógicamente, cada equipo de investigación llegará a sus propias conclusiones, de manera que para una misma patología se pueden desarrollar distintos tipos de vacunas, que es lo que está ocurriendo precisamente para la COVID-19. Pero eso es bueno. Si se consiguen distintas estrategias efectivas contra la enfermedad, se la puede atacar por más flancos, y la victoria estará más asegurada. Además, tengamos en cuenta que algunas de las vacunas candidatas serán más asequibles para determinados países que otras candidatas, o tendrán mayor efectividad en determinados grupos de edad que el resto… Es decir, una estrategia plural y diversificada asegura la solución de una amplia caterva de problemas.

Dicho esto, exploremos la diversidad de vacunas antivíricas que se emplean o todavía se hallan en estudio. Todas ellas, de hecho, se están probando actualmente contra el SARS-CoV-2. Podemos clasificarlas en dos grandes grupos de acuerdo a si la vacuna emplea el virus completo o una fracción del mismo.

Las vacunas de virus completo son las tradicionales, las que se llevan utilizando desde los tiempos de Edward Jenner. Existen dos estrategias:

  1. Emplear el virus inactivado o “muerto”: se inocula el virus intacto, pero sin la capacidad para replicarse en las células. El gran Louis Pasteur ya utilizó este método para desarrollar la vacuna contra el virus de la rabia, la cual, por cierto, es muy efectiva, al igual que la de la poliomielitis Salk. Otras vacunas, como las dirigidas contra algunas cepas de gripe o la del cólera, también se basan en este principio, pero muestran una efectividad menor que las de la rabia o la poliomielitis. Sin embargo, en la actualidad están cada vez más en desuso y se opta por otras alternativas. Básicamente porque un virus que no puede reproducir una infección (es decir, que no puede replicarse ni invadir las células del huésped) genera una respuesta inmune débil, ya que muchas vías inmunitarias no se activan por falta de estimulación. De hecho, se suelen necesitar varias dosis para mantener una inmunidad persistente. No obstante, es una técnica de vacunación totalmente inofensiva, incluso para las personas inmunodeprimidas, porque el virus no puede multiplicarse. Por ello, hay países que, para varios casos, como el de la poliomielitis, suelen emplear esta alternativa por su nula peligrosidad.

  2. Emplear el virus “vivo”, pero atenuado o debilitado. Esta estrategia fue descubierta por Louis Pasteur y Émile Roux mientras investigaban la vacuna contra la rabia. De las vacunas de virus completo, es la que se emplea mayoritariamente en la actualidad. El virus aún posee su capacidad infectiva, pero está muy mermada, por lo que es muy improbable que genere la enfermedad como tal. Son más potentes que las de virus muertos porque desencadenan respuestas más intensas al reproducir el proceso infectivo. Por ejemplo, estas vacunas son capaces de estimular a los linfocitos T CD8+ citotóxicos quienes, como ya explicamos, son esenciales en la lucha contra patógenos intracelulares, puesto que su misión es la de exterminar a las células reservorio o infectadas para evitar que el patógeno se disemine. Esto sucede gracias a que el virus, como retiene su capacidad para seguir proliferando, continúa generando antígenos en los citoplasmas de las células infectadas. Esos antígenos serán presentados posteriormente a estos linfocitos para que desencadenen la respuesta pertinente. Por el contrario, los virus inactivados no pueden reproducirse y tampoco mantener la fabricación de antígenos.

Es comprensible que a algunas personas les asuste el hecho de que nos introduzcan un virus “zombi” con estas vacunas. ¿Y si, repentinamente, el virus muta, se desboca y produce la enfermedad? ¿Son realmente peligrosos los virus atenuados? ¿Cómo se obtienen? El método más utilizado desde que se perfeccionaron las técnicas de cultivo celular consiste, primeramente, en extraer el patógeno en su estado nativo de una célula humana infectada. Esa muestra se inocula a células de cultivo procedentes de algún animal, como pueda ser un primate, aunque también se han utilizado cultivos celulares humanos y se han obtenido resultados positivos. Esto se hace para obligar al virus a adaptarse al nuevo hospedador, para lo cual tiene que sufrir una combinación de mutaciones que, aleatoriamente, otorgarán las aptitudes necesarias para infectar y reproducirse en el nuevo hospedador a algún virus de la población experimental. No obstante, durante este proceso sucede una compensación, un intercambio: al mismo tiempo que el virus adquiere las facultades necesarias para reproducirse en las nuevas células, se debilitan aquellas que le permitían hacerlo en las células humanas. Los inmunólogos buscan, por tanto, una variante del virus que sea torpe para reproducirse en nosotros y que, al mismo tiempo, mantenga sus elementos antigénicos para funcionar eficazmente como herramienta profiláctica. Antes del auge de los cultivos celulares, los patógenos solían inactivarse mediante dosis de radiación, químicos o calor.

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Inoculando el virus en cuestión en células animales, se le obliga a mitigar su capacidad para invadir células humanas. Este es uno de los métodos empleados para obtener vacunas de virus atenuados. Murphy et al. (2010)
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Se pueden mutar o eliminar los genes responsables de la virulencia del virus para evitar que la vacuna provoque una infección indeseada. Murphy et al. (2010)

Muchos se preguntarán: “¿es posible que ese virus atenuado sufra algún cambio que lo revierta y recupere nuevamente su virulencia original?” ¿Puede la vacuna causar la enfermedad que se está intentando prevenir? Los científicos saben que ese riesgo es posible, pero también muy poco probable, aunque hay que matizar. Las personas inmunodeprimidas corren el riesgo de que este virus debilitado se pueda convertir en un patógeno oportunista, pues apenas encontrará barreras que le impidan proliferar e infectar aunque su capacidad para emplear células humanas esté depauperada. De hecho, su uso en personas inmunodeprimidas y embarazadas está contraindicado.

La selección natural se erige, por tanto, como un factor de riesgo añadido en estas vacunas. Sin embargo, la ciencia ha desarrollado estratagemas muy eficientes para evitar que los virus atenuados de las vacunas causen enfermedad o sufran una reversión genética que los devuelva a su estado inicial o nativo. Por ejemplo, mediante técnicas de ADN recombinante (de las que luego hablaremos con más detalle), los científicos pueden o bien inducir mutaciones in vitro en los genes específicos responsables de la virulencia del virus o, directamente, recortar esa parte del genoma y mantener solamente aquella que estimule la respuesta inmunitaria. Se obtiene así una cepa inmunogénica y no virulenta que muy difícilmente podrá volver a ser peligrosa.

Hay variaciones respecto al material base que se utiliza para fabricar estas vacunas. Muchas veces se emplea un virus distinto del que interesa combatir. Este virus actuará como plataforma o vector, en cuyo genoma se habrán incluido mediante técnicas de ingeniería genética los genes de los antígenos del virus de interés. El virus plataforma estará, lógicamente, debidamente atenuado. Algunas vacunas contra el coronavirus que están siendo estudiadas contienen genes de este virus incrustados en el genoma de virus atenuados de la gripe o de la polio. Con esta aproximación se pretende potenciar la respuesta inmune, que no sólo será inducida por los antígenos del coronavirus, también por los de los propios virus plataforma.

Otras veces interesa utilizar un virus quimera, es decir, un virus compuesto por una mezcolanza de distintos virus emparentados entre sí (virus heterólogos). Este Frankenstein vírico tendrá las características de los virus que lo componen, ergo podrá expresar antígenos correspondientes a todos esos virus. Su perfil antigénico será diverso y esto ayudará a desencadenar una respuesta inmunitaria más potente, con una memoria más intensa y persistente, que si se utilizara solo un virus.

Es posible que muchos os preguntéis: ¿y por qué no vacunarnos antes de que surja una epidemia o pandemia para evitarla de antemano? ¿Por qué no somos más preventivos? Esto lo traigo a colación puesto que hemos hecho referencia a las recombinaciones de virus que, como era de esperar, ya las “inventó” la naturaleza hace miles de millones de años. Tengamos en cuenta que las cepas de muchos virus son capaces de recombinarse entre sí. En otras palabras, distintas cepas de un mismo virus (pongamos el de la gripe A) que infectan una misma célula podrían entremezclarse durante el proceso infectivo y generar cepas totalmente nuevas, algunas de ella incluso más peligrosas y mortíferas. Es decir, que si, además, nosotros introducimos deliberadamente cepas atenuadas del virus obtenidas por ingeniería genética con motivos profilácticos, estaríamos aportando un caldo de cultivo ideal para que los virus silvestres puedan recombinarse con los atenuados y generar cepas potencialmente peligrosas. Por eso, ante un brote pandémico o epidémico hay que actuar en el momento de su aparición, para esquivar riesgos adicionales. Como curiosidad, destacar que la recombinación vírica es una de las causas que explican el salto entre especies de algunos virus, como el de la gripe A, que puede saltar de aves acuáticas a cerdos y a personas, por ejemplo.

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El virus H7N9 (un tipo de virus de la gripe A) genera ocasionalmente brotes epidémicos en humanos. El salto entre especies ocurre porque distintas variantes procedentes de diferentes aves que cohabitan en los mismos lugares pueden recombinarse en un mismo hospedador. Así, aleatoriamente, se puede formar una cepa con las aptitudes necesarias para infectar al ser humano. Naukas

Vacunas de subunidades

Las vacunas de virus completo han tenido un éxito incuestionable, pero por diversos motivos están siendo sustituidas por vacunas de nueva generación. Como todo en esta vida, nada es perfecto, y las vacunas de patógeno completo poseen una serie de desventajas que han derivado en su desuso progresivo (aunque todavía tienen un protagonismo obvio). Por ejemplo, para su aceptación, requieren ensayos clínicos muy largos y costosos (los protocolos de calidad e investigación de vacunas actuales están basados en todas las experiencias previas que se han obtenido con estas vacunas); son caras, lo que juega en contra de su disponibilidad y difusión; apenas pueden hacer frente a patógenos hipervariables, como los virus de la gripe estacional o el VIH; son difíciles de conservar al ser muy sensibles a los cambios térmicos, por lo tanto, necesitan una cadena de frío muy estricta; el cada vez mayor número de enfermedades infecciosas obliga a desarrollar tecnologías profilácticas más versátiles y de fabricación precoz.

La otra gran categoría de vacunas también tiene una larga historia detrás. Las conocidas como vacunas de subunidades inoculan una parte del germen, alguna de sus piezas purificadas y con potencial inmunogénico (esto es, con capacidad para estimular al sistema inmune): proteínas de superficie, ácidos nucleicos, polisacáridos o toxinas (en el caso de bacterias)… Para los virus, es común emplear, por ejemplo, sus antígenos proteicos de superficie. Otra subunidad vírica podría ser el o los genes que codifican algún elemento inmunogénico del virus.

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La proteína Spike del SARS-CoV-2, la que recubre su superficie dándole aspecto de corona, es el antígeno más utilizado para crear muchas candidatas a vacunas contra el virus. Wikipedia

La ventaja más evidente de estas vacunas es que, lógicamente, no existe riesgo de infección accidental (un riesgo, insistimos, risible en el caso de las vacunas de patógenos atenuados). Sin embargo, existe un problema preocupante que radica en la propia naturaleza de la vacuna: se fundamenta solamente en una parte del patógeno. El poder inmunogénico de estas vacunas es, en muchas ocasiones, débil. Entre otros motivos porque muchas células del sistema inmune adaptativo sólo reaccionan activamente cuando detectan patrones moleculares (conocidos como PAMPs, siglas de Patrones Moleculares Asociados a Patógenos) comunes a varios grupos de gérmenes. Si esos patrones no están representados, la respuesta inmune será incompleta y débil. Por ello, estas vacunas suelen necesitar de un ingrediente extra: los adyuvantes. Son compuestos químicos orgánicos o inorgánicos que intensifican la inmunogenicidad de los antígenos, que por sí solos son poco inmunógenos. Favorecen una respuesta inmune más potente, duradera y efectiva.

Las sustancias adyuvantes engañan al sistema inmune. Le hacen creer que hay una infección activa en marcha. En consecuencia, este ejecuta diversas respuestas, como sucede durante una infección real. Lo normal es añadir varios adyuvantes a una vacuna para generar una amplia diversidad de respuestas inmunes en diversas partes del organismo para generar una protección más efectiva. Frecuentemente, los adyuvantes están encaminados a estimular la secreción de citoquinas, la activación de las células dendríticas y el reconocimiento de los antígenos por parte de los linfocitos T. Las sales de aluminio son de las sustancias que más se han utilizado al respecto, y lo llevan siendo desde los años 20 del siglo pasado, aunque están siendo sustituidas por otros adyuvantes más eficaces. Lógicamente, estos ingredientes también deben superar sus correspondientes fases de pruebas que evalúen su seguridad y efectividad. Es necesario aclarar que estos potenciadores de la respuesta inmune no sólo se incluyen en las vacunas de subunidades, también se pueden añadir como complemento en vacunas de patógeno completo o en las que veremos a continuación.

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Empleo de adyuvantes en diferentes vacunas a lo largo del tiempo. Garçon et al. (2011)

Las subunidades constituyentes de estas vacunas son relativamente fáciles de obtener, lo que favorece su producción a gran escala y su bajo coste. La ciencia desarrolla métodos cada vez más sofisticados para producir más fácil y rápidamente antígenos potentes. Gracias al avance de la bioinformática y la genómica entre otras ciencias, es posible discernir qué antígenos producirán una respuesta inmune más potente, y lo logran de la siguiente manera. Imaginemos que queremos obtener la proteína de superficie más inmunogénica del SARS-CoV-2. En primer lugar, se descifra el genoma del germen. Esa información, que tiene que ser lo más completa posible, se introduce en una computadora para que, mediante complejos cálculos, la máquina dictamine qué genes producen las proteínas de superficie más inmunogénicas. Finalmente, se sintetizan y purifican para probar su potencia en animales. Este procedimiento, que ha acelerado de forma increíble la fabricación de vacunas, es conocido como vacunología inversa. Su metodología es, precisamente, la inversa de la vacunología clásica, mediante la que, a través de un tedioso proceso de pruebas de ensayo y error, se conseguía determinar el antígeno más recomendable.

Por si fuera poco, el desarrollo de la biología sintética nos permite fabricar sintéticamente en laboratorio estas subunidades antigénicas, que terminarán constituyendo una vacuna sintética. Su producción a gran escala es también relativamente sencilla. De hecho, unas cuantas candidatas a vacuna contra el SARS-CoV-2 se fundamentan en esta biotecnología, como la de la empresa farmacéutica Covaxx (la UB-612), que intenta reproducir la proteína Spike del coronavirus conjugada con otros elementos. La función de estos añadidos es la optimización de la inmunogenicidad del antígeno. La proteína de superficie Spike es la candidata más seleccionada por los científicos para producir sus vacunas de subunidades, por ser uno de los elementos que el sistema inmune reconoce con más claridad.

No obstante, ni siquiera es necesario purificar toda la proteína (o la subunidad en cuestión). Basta con producir sus epítopos, es decir, las regiones o secuencias de aminoácidos que detecta el sistema inmune de forma específica. De la búsqueda de esas regiones se encarga la vacunología estructural y, obviamente, la vacunología inversa juega un gran papel en este sentido.

Desgraciadamente, como ya hemos comentado, muchas vacunas de subunidades son, por sí solas, débiles. Al final, añadir uno o varios adyuvantes lo único que hacen es dificultar y prolongar las fases de pruebas, ya que también hay que comprobar la seguridad y la eficacia de estos aditivos. Además, también hay que tener en cuenta la dificultad añadida de su almacenamiento. Por ello, los científicos, siempre en busca de ese “El Dorado” que es la inmunogenicidad completa, han seguido buscando alternativas más eficaces, y las han encontrado en los ácidos nucleicos, el ADN y el ARN.

Las vacunas de ADN son uno de los avances más recientes y prometedores en el campo de la profilaxis. Basan su fundamento en la alucinante tecnología del ADN recombinante, que consiste en conjugar moléculas de ADN de distintas procedencias o especies. Una de las primeras vacunas de ADN fue la de la hepatitis B, un buen ejemplo de cómo se maneja esta tecnología. Lo que hizo Maurice Hilleman (1919-2005), el creador de esta vacuna, fue insertar los genes encargados de la síntesis del antígeno (una proteína del virus de la hepatitis) en plásmidos bacterianos, moléculas cortas de ADN normalmente circulares que constituyen una molécula independiente del genoma propiamente dicho de la bacteria. De esta forma, el plásmido actúa como un vector de expresión. Posteriormente, inoculó los plásmidos en células de levadura de la especie Saccharomyces cerevisiae para que, con sus mecanismos naturales de transcripción y traducción del genoma, sintetizara los antígenos del virus. Por último, sólo quedaba purificar esas proteínas para fabricar las vacunas en cantidades industriales.

Este es, a grandes rasgos, el fundamento de las vacunas de ADN: la transfección, es decir, la introducción de genes exógenos en las células. Se podría decir que permiten crear vacunas a la carta. Existen varias maneras de usarlas. Una la acabamos de describir: el ADN recombinante es un medio para obtener subunidades antigénicas. Gracias al ADN recombinante, por tanto, ahora más que nunca es fácil (pues la obtención de plásmidos está estandarizada), económico y rápido fabricar antígenos de forma masiva. Antes, la producción era laboriosa y costosa. A partir de la sangre de un paciente infectado se purificaba el antígeno deseado. Ahora es cuestión de clonar el gen o genes que codifican el antígeno inmunogénico del patógeno en un vector de expresión e introducirlo en un microorganismo productor (como levaduras o bacterias). Y no sólo esto, sino que en un mismo vector de expresión se pueden insertar genes de antígenos de varios patógenos diferentes, de manera que con una vacuna se podría generar inmunidad contra un amplio abanico de enfermedades infecciosas.

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Una vez se han recombinado el vector plasmídico de expresión y los genes de los antígenos del virus en cuestión, toca inocularlos en el cuerpo, para lo cual existen diversas técnicas. Pinterest

Estas vacunas también pueden inocularse directamente vía intramuscular con jeringuilla, pero un método mucho más rápido es el de la biolística: por medio de una pistola de genes, se inoculan velozmente partículas de ADN envueltas en proyectiles metálicos de tungsteno u oro en las células vía inyección de gas comprimido a chorro. El objetivo es que, al azar, alguna de las millones de partículas con plásmidos recombinantes alcancen las células del huésped y se integren en su maquinaria genética para que estas puedan sintetizar los antígenos y presentarlos al sistema inmunitario. Es un modo particular de simular la reproducción del virus en la célula.

Otra manera muy original de aplicar estas vacunas consiste en aprovecharse de los procesos naturales. En otras palabras, es posible emplear el mecanismo natural infectivo de los virus para introducir estas vacunas en el cuerpo. Por ejemplo, en el campo veterinario es común desde los años 80 utilizar algún virus de la familia Poxviridae (a la que pertenecen los virus de las distintas viruelas) atenuado como portador de los genes que sintetizan los antígenos del virus de interés. Cuando este virus endógeno introduce su material genético en las células hospedadoras durante la infección, transfiere al mismo tiempo el segmento genético foráneo. Las proteínas codificadas en esos genes serán sintetizadas por la célula huésped, y ya tenemos el antígeno dentro del cuerpo. En el caso del SARS-CoV-2, varias compañías (Johnson & Johnson, CanSino Biological Inc.) trabajan en una optativa similar. Por medio de un adenovirus atenuado (un agente etiológico del resfriado común) intentan insertar en las células de los pacientes la secuencia que codifica para el antígeno de interés. Para evitar el riesgo de que el adenovirus se “rebele” y pueda llegar a infectar al paciente, se ha modificado genéticamente para que sea capaz de infectar las células integrando su genoma en el de ellas pero que no pueda ensamblarse ni generar copias de sí mismo tras la síntesis proteica. Así, la infección por adenovirus queda descartada. Hay otros muchos virus que pueden ser empleados como vectores: algunos laboratorios están analizando la plausibilidad de usar el virus de la influenza H1N1 (Centro de Investigación Nacional de Egipto), el virus del sarampión (Instituto Pasteur y colaboradores), el virus de la enfermedad de Newcastle (Dynavax), como vectores de los antígenos del coronavirus.

Las vacunas de ADN tienen muchísimas ventajas frente a otros tipos. Además de carecer de virulencia, se ha comprobado que muchas de ellas estimulan respuestas inmunes muy completas, incluyendo la activación de las vías citotóxicas. Asimismo, es muy práctica y barata, en parte porque el ADN es una molécula tolerante a cambios térmicos y se puede almacenar sin demasiados requerimientos tecnológicos a temperaturas relativamente elevadas.

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Diferentes metodologías para asegurar la transfección de un ácido nucleico exógeno. Bifi

Aún con todas las ventajas de estas vacunas, hay personas preocupadas porque puedan causar mutaciones dañinas en sus genes, un temor que también recogimos en nuestra encuesta (aunque se solía confundir el ADN con el ARN mensajero). El riesgo de que los plásmidos se integren en nuestro genoma y provoquen algún cambio, por ejemplo, que la célula hospedadora se vuelva cancerígena, que provoquen una desorganización cromosómica o, incluso, que el sistema inmune detecte el ADN como un objetivo a destruir y se generen anticuerpos anti-ADN que generen una enfermedad autoinmune, ya están contemplados por los expertos. Aunque es cierto que todavía se necesita más información sobre los riesgos potenciales, no hay de qué preocuparse. En los ensayos preclínicos (de cultivos celulares y animales) y clínicos (con pacientes humanos) que se han realizado con estas vacunas, no se han obtenido evidencias concluyentes sobre ninguno de estos efectos. De hecho, la tasa de integración permanente de estos elementos en el genoma de las células huésped es anecdótica, casi despreciable. Ya en el año 2000, B. J. Ledwith, del Departamento de Toxicología Genética y Celular de los Laboratorios de Investigación Merck, y colaboradores reseñaron que la probabilidad de integración permanente de un ADN plasmídico en el genoma del hospedador tiene una tasa de frecuencia menor en tres órdenes de magnitud que la frecuencia de mutaciones espontáneas que inactiven algún gen. Ni que decir tiene que estas mutaciones ya de por sí son anecdóticas, así que imaginemos la probabilidad de integración… Otros autores han obtenido los mismos resultados desde entonces. Realmente, la transfección de plásmidos es transitoria, dura unos pocos días. Esto, de hecho, supone un problema, sobre todo en el campo de las terapias génicas, donde interesa que el ADN plasmídico se integre en el genoma del paciente permanentemente para controlar la inestabilidad del o de los genes diana alterados. En todo caso, las preocupaciones de los expertos discurren por otros vericuetos. Como con otras vacunas, lo esencial es que la vacuna sea suficientemente inmunogénica. Además, su aplicación no es tan fácil como pueda parecer, porque hay que conseguir que el vector de expresión traspase la membrana de las células (para lo cual se le ayuda con un método conocido como electroporación, que incrementa la permeabilidad y porosidad transitoria de las membranas celulares). Una vez dentro del citoplasma, el vector debe penetrar en el núcleo por alguno de los poros de la membrana nuclear, donde ocurrirá su transcripción. La cuestión es que todavía no se sabe cómo ocurre ese proceso. Por el contrario, lo que han observado B. J. Ledwith y otros muchos científicos es que la mayor parte de la carga plasmídica de la vacuna aparece en el citoplasma y no en el núcleo. ¿Hasta qué punto esto limita la potencia de la vacuna? De todas maneras, y como otra muestra más de lo controlado y riguroso que es el procedimiento de investigación de vacunas, existen ya protocolos para detectar y evitar los improbables casos de mutagénesis o reactividad autoinmune que puedan ocurrir.

El ADN no es el único ácido nucleico que se ha propuesto para fabricar vacunas contra el SARS-CoV-2. La empresa farmacéutica Pfizer y otras tantas (Moderna, BioNBTech o Arcturus) tienen en manos, seguramente, la primera vacuna de ARN mensajero (ARNm en adelante) que saldrá al mercado. Son el último hito en vacunas. Y sí, aunque a algunos no les guste, son vacunas per se.

El ARNm es el transcrito del ADN. Es como una molécula de ADN pero traducido a un idioma distinto. Es el Hermes de los ácidos nucleicos, en cuanto que actúa como portador de la información genética que la célula guarda con celo en el ADN de su núcleo. El ARNm, una vez sintetizado a partir del ADN, saldrá del núcleo hacia el citoplasma, donde se dirigirá al retículo endoplasmático, una especie de almacén de ribosomas. Estos orgánulos son los encargados de traducir el ARNm en cadenas de aminoácidos, es decir, en proteínas. En consecuencia, a través del ARNm adecuado, la célula por sí sola podrá sintetizar los antígenos del SARS-CoV-2 y presentarlos al sistema inmune.

En el ámbito vacunológico se trabaja con dos tipos de ARNm portadores de la información en la que están codificados los antígenos del patógeno de interés. Uno no tiene capacidad para replicarse por sí mismo o autoamplificarse. El otro, en cambio, sí, ya que va acompañado por el equipamiento necesario que le permitirá proliferar en las células del huésped, al igual que lo haría un virus de ARN (como los coronavirus), pero diferenciándose en que no tiene capacidad infectiva. Se suele emplear para ello el genoma de algún virus del grupo de los alfavirus, en el cual se sustituyen sus genes codificantes de proteínas de superficie por los genes del virus de interés. De esta forma, no se necesita inyectar reiteradamente la vacuna, sino que el propio ARNm se convierte en una fábrica automática de producción de antígenos. Lógicamente, este segundo método es más complejo y costoso que el de los ARNm sin capacidad para proliferar.

La obtención de estas biomoléculas es relativamente sencilla. Básicamente, se utiliza un plásmido obtenido de alguna bacteria en el que ya están incluidos  los genes que codifican para los antígenos víricos, para lo cual, como ya sabemos, se emplea la tecnología del ADN recombinante. Luego, por medio de una serie de enzimas, se obtiene la molécula de ARNm deseada a partir de la plantilla de ADN. Posteriormente, se purifica y se procesa para eliminar impurezas y elementos indeseables que pudieran afectar la eficacia de la vacuna.

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Las vacunas de ARN mensajero son el próximo hito de la profilaxis. En este esquema podemos observar como el ARNm que contiene la información genética de los antígenos de un patógeno concreto está incluido en una vesícula lipídica que actúa como vector de liberación. Su misión es asegurar que el ARNm llegue seguro a su destino: el citoplasma de las células del huésped, donde será “leído” por los ribosomas. The Conversation

Los resultados obtenidos en los ensayos preclínicos y clínicos son muy esperanzadores, y no sólo contra enfermedades infecciosas típicas, también contra infecciones recurrentes y de difícil tratamiento, como el SIDA, y varios tipos de cáncer. Poseen muchas ventajas: se fabrican rápido, a bajo coste y suelen ser potentes y versátiles, ya que producen respuestas linfocitarias y de anticuerpos neutralizantes fuertes y una inmunidad perdurable con muy pocas dosis. Podrían marcar un punto de inflexión en la fabricación de vacunas. Al ser de fácil obtención, ayudarían a reducir significativamente el tiempo excesivo que la mayoría de las veces conlleva desarrollar y fabricar una vacuna. Asimismo, poseen menos riesgos inherentes que el resto de vacunas que hemos mencionado. Como el ARNm no se inserta en el genoma de las células del huésped (al contrario de lo que enarbolan erróneamente los conspiranoicos), no hay peligro de mutagénesis (aunque insistimos en que para las vacunas de ADN tampoco existen evidencias de este riesgo). Tampoco son elementos infecciosos, así que no pueden provocar enfermedad.

¿Por qué entonces no hay ya alguna en el mercado? ¿Por qué no se invierte más en esta nueva modalidad de vacunas? A pesar de todas sus ventajas, estas vacunas plantean un obstáculo importante que hasta tiempos recientes no se ha sabido superar: son muy inestables e ineficientes cuando se emplean en organismos vivos. Esto sucede porque el sistema inmune ataca al ácido nucleico. Si lo pensamos tiene sentido. Con el tiempo y tras múltiples exposiciones a diversos patógenos y sus antígenos (incluyendo sus ácidos nucleicos), el sistema inmune innato ha desarrollado unos mecanismos de defensa que atacan a los ácidos nucleicos extraños en cuanto los detectan circulando por el organismo. Las células inmunitarias sintetizan unas enzimas llamadas proteasas que son capaces de destrozar esas biomoléculas. Pero no sólo eso. Las propias células a las que van dirigidas los ARNm tienen mecanismos que, de forma natural, los degradan en su citoplasma, de manera que estas vacunas apenas tienen tiempo para actuar debido a estos mecanismos de limpieza (cuya misión es evitar acumulaciones de metabolitos en la célula que pudieran ser tóxicos). Semejante desafío se está superando empleando vectores de liberación (naturales y sintéticos), cuya misión es aumentar la estabilidad y viabilidad del ARNm en sistemas vivos protegiéndolo de enzimas degradantes y favoreciendo su penetración en las células. Lo importante es que el ARNm sobreviva lo suficiente como para internarse en el citoplasma de las células del huésped y sea procesado por los ribosomas. Posteriormente, la propia célula lo eliminará mediante mecanismos proteolíticos para evitar su acumulación tóxica. A todo esto hay que añadir que el ARNm necesita unas condiciones de frío muy estrictas. Son muy sensibles a las variaciones térmicas, al contrario que el ADN. Se hace necesario, por tanto, el mantenimiento de una cadena de frío sofisticada y compleja, lo cual puede ser un problema para los países en vías de desarrollo que no puedan permitirse las infraestructuras adecuadas para refrigerar estas vacunas. Asimismo, al ser vacunas totalmente nuevas, nunca se han producido a niveles industriales, y menos aún a nivel global, que es lo que se pretende para luchar contra la COVID-19. Así que, en este sentido, estamos todavía en pañales.

Estas serían los tipos más frecuentes de vacunas de subunidades. Sin embargo, existe otra cuya naturaleza es un tanto ambigua. Es una suerte de híbrido entre una vacuna de virus completo y una vacuna de subunidades, y vamos a referenciarla porque también hay candidatas basadas en este tipo de vacunas para luchar contra la pandemia. Estamos hablando de las vacunas de proteínas similares a virus. Esta tecnología emplea estructuras de naturaleza proteica que intentan replicar la carcasa del virus de interés. Dicho de otra forma, son virus pero sin material genético y, en consecuencia, sin capacidad para infectar ni reproducirse. Tratan de imitar la morfología, geometría, tamaño, organización y antígenos de superficie de los virus o viriones para recrear con la mayor exactitud posible un episodio infectivo y el subsecuente contraataque inmunitario. Se supone que así se conseguirá la misma intensidad y potencia inmunitaria que si hubiese entrado el propio virus.

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Ejemplo de una proteína similar a virus. Replica la geometría, morfología, distribución y tipos de antígenos del virus de interés. La diferencia principal es que esta tecnología carece de genoma. Crisci et al. (2013)

Estas estructuras están compuestas por proteínas estructurales con la capacidad de autoensamblarse de los propios virus. Pueden portar uno o varios antígenos del patógeno en aras de conseguir una mayor eficacia. Lo bueno de esta tecnología es que permite replicar también los Patrones Moleculares Asociados a Patógenos, algo de lo que carecen las otras vacunas de subunidades. A veces necesitan adyuvantes, pero otras muchas se valen por sí solas, pues su tamaño y perfil antigénico es suficiente para desencadenar una respuesta inmune potente.

A día 25 de noviembre de 2020, prácticamente todas las vacunas que están en fase clínica 3 son de subunidades, bien proteicas o bien de ácidos nucleicos. Las de virus inactivados o atenuados están todas en fase preclínica. El tipo de vacuna por el que más se apuesta claramente son las de subunidades que, como ya mencionamos al principio, están dejando a las vacunas de virus completo obsoletas.

Vamos a dejarlo aquí por el momento. Esta primera parte es importante para ponerse en contexto y familiarizarse con las vacunas. Teniendo todos estos datos en cuenta, lo que contaremos en la segunda parte sea, seguramente, mucho más comprensible. En el siguiente capítulo detallaremos las fases de elaboración de una vacuna, los motivos por los que se ha reducido el tiempo de dichas fases para luchar contra la pandemia y las luces y sombras de las diferentes vacunas contra la COVID-19 que han sido aprobadas o están a punto de serlo.

Las vacunas contra el SARS-CoV-2. Parte 2: Luces y sombras de las vacunas

REFERENCIAS

  • Arias, B.L. (2018). Refuerzos, indispensables para que las vacunas protejan al bebé. El Tiempo [online] 24 de junio, disponible en: https://www.eltiempo.com/salud/por-que-aplicar-refuerzos-de-vacunas-para-los-ninos-234570#:~:text=%E2%80%9CCuando%20un%20ni%C3%B1o%20recibe%20una,espec%C3%ADfico%2C%20estimulando%20las%20defensas%E2%80%9D

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