No es demasiado conocido que el autor de El Buscón (1626), además de prolífico escritor, trabajó como agente encubierto. Lo hizo para su buen amigo el duque de Osuna y virrey de Sicilia Pedro Téllez. Lo cierto es que Quevedo tenía una de las cualidades básicas del agente de influencia: la capacidad para seducir y convencer, no sólo a través de las letras, también mediante la labia.
Quevedo se vio en la obligación de huir a Sicilia tras un conflicto que acabó en duelo y que podría acarrearle entrar en prisión. Si eligió ese destino es porque sabía que su amigo el duque de Osuna estaba ya instalado allí. Este tenía la ambiciosa (y quimérica) pretensión de conquistar Venecia para la corona española, personificada en la figura de Felipe III, un rey cauto y poco dado a inmiscuirse en conflictos. La misión de Quevedo era clara: convencer al rey y su corte para que cambiasen de opinión y apoyasen a Téllez.
Tuvo cierto éxito. En primer lugar, Felipe concedió el virreinato de Nápoles a Téllez, premisa que, según el duque, requería para iniciar sus planes. Asimismo, el rey accedió a iniciar una guerra soterrada y sibilina contra Venecia, siempre y cuando él pudiera mantenerse en un segundo plano. Los resultados de sus trabajos como espía le valieron a Quevedo el ingreso en la Orden de Santiago y un sueldo mensual.
El éxito de la conquista de Venecia dependía de un factor clave: que Quevedo lograra instigar un golpe de estado contra sus gobernantes empleando para ello a la oposición. Sin embargo, parece ser que fue descubierto. Retratos suyos y del virrey de Sicilia fueron quemados en las calles venecianas. Con la conspiración desvelada, el rey Felipe no pudo seguir manteniéndose en un segundo plano y acabó retirando su apoyo al duque de Osuna y a Quevedo. El duque también abandonaría a su amigo al ver su posición en riesgo. Así llegó el final de la época de espía de Francisco de Quevedo.