Las máquinas se han convertido en una herramienta imprescindible para los humanos. Hasta el punto de que algunas de ellas se han convertido prácticamente en otra extremidad más de nuestro organismo, tanto literal como metafóricamente si nos referimos a nuestro indispensable teléfono móvil.
Algunas de ellas ya reproducen con un realismo muchas veces siniestro nuestra anatomía, fisonomía y comportamiento, quizás para que nos resulten más familiares y atrayentes. Sin embargo, muchas veces causan el efecto opuesto.
Se conoce como efecto “valle inquietante” a la sensación que nos genera un robot respecto a su semejanza con nosotros en aspecto y comportamiento. El artífice de esta hipótesis fue el profesor Masahiro Mori y para entenderlo hemos de analizar el siguiente gráfico:
Cuanta menos semejanza tiene un robot con nosotros, menor es la empatía que sentimos hacia esa máquina. La tratamos como un mero objeto cotidiano más, otorgándole una importancia relativa, pero nunca la misma que la que podríamos sentir por otra persona
Cuando esa tecnología va adquiriendo progresivamente un aspecto y comportamiento más similar al nuestro, comenzamos a sentir más simpatía por ella.
Sin embargo, existe un punto de inflexión en el que la antropomorfía de la máquina nos produce rechazo. Aunque se parezca en gran medida a nosotros, algo nos indica que no es completamente humana. Sería la misma sensación que la generada por los zombies, seres primarios, antropomorfos y repulsivos.
No obstante, ese valle es superable. Cuando nuestras diferencias continúan reduciéndose y la máquina es casi indistinguible de un ser humano, la afinidad que sentimos hacia ella se dispara hasta alcanzar la misma que sentiríamos por una persona sana. Quizás en ese punto los trataríamos como a un igual…