Desgraciadamente, se han convertido en un complemento habitual y necesario en todo el mundo y en una herramienta profiláctica imprescindible para hacer frente al SARS-CoV-2. No han levantado muchas pasiones que se diga. Más bien recelos y, en ocasiones, odio y absoluta antipatía.
Como era de esperar, era cuestión de tiempo que ese rechazo desembocara en múltiples conspiranoias que los “antimascarillas” enarbolan con tanta pasión como orgullo. Conspiranoias que se contraponen a las evidencias y los datos científicos.
Al principio, como es lógico, poco sabíamos sobre el nuevo enemigo invisible. Su forma de transmitirse nos resultaba confusa. ¿Qué vías prefería: las superficies, los contactos estrechos entre las personas, las gotículas respiratorias de gran tamaño, los aerosoles? En consecuencia, las autoridades no sabían demasiado bien qué decisiones tomar: si imponer las mascarillas en todos los sitios o sólo en algunos muy concretos, cuál era el tipo más correcto y efectivo para hacer frente a la pandemia… Las decisiones y las contradicciones se sucedían en los estados y en las instituciones supranacionales. Reinaba la confusión, aunque había herramientas que de haberse aplicado podrían haber reducido la gravedad de la situación, como el principio de precaución. Mientras, la ciencia poco a poco iba marcando el camino a seguir. Muchos intentaban presionarla para que se diese más prisa, pero ese no es su método de trabajo, aunque la situación sea exasperante. Fue irónico (y aún lo sigue siendo), porque, aunque todos deseábamos una respuesta pronta, luego pocos hicieron caso.
Los científicos acabaron determinando tras acumular multitud de evidencias que los aerosoles, esto es, las diminutas partículas de menos de 5 o 100 µm (depende del criterio del autor) que exhalamos al hablar, toser, cantar, gritar o respirar, era el medio de transporte favorito del virus. A partir de aquí, se dedujo inevitablemente que las mascarillas eran indispensables y tenían que entrar a formar parte de nuestra vida si queríamos parar esto.
Las conspiranoias ya venían de antes, aunque con el tiempo se fueron haciendo más fuertes y ganando nuevos adeptos. En este capítulo de nuestro dossier vamos a hablar de ellas. Pero antes, hagamos un breve repaso sobre los tipos de mascarillas más comunes a las que podemos acceder y sus propiedades para aclarar las confusiones al respecto.
Tipos básicos de mascarillas
Hay muchos criterios para clasificar los tipos de mascarillas, como la finalidad, el rendimiento, la fuga máxima hacia el interior (esto es, la cantidad de atmósfera externa que puede penetrar hacia el interior de la mascarilla, lo cual depende estrechamente del ajuste), etc. En rasgos generales, las más conocidas son las siguientes (advertencia: los valores de efectividad se han obtenido en condiciones ideales de laboratorio, normalmente con maniquíes; en situaciones cotidianas esos valores pueden verse modificados por multitud de variables que entran en juego):
Mascarillas de tela caseras o manufacturadas: su eficacia de filtrado varía en relación al material del que estén hechas y de las capas que lleven. Por ejemplo, las mascarillas de algodón ofrecen una protección del 50% aproximadamente, las de tela antimicrobiana del 70%, etc. En un término medio, las mascarillas de tejidos comunes filtran el 50% de los aerosoles de 2 µm y el 80% o más de los aerosoles de 5 µm y de mayor tamaño. No obstante, la adición de dos o más capas puede incrementar significativamente la eficacia hasta un 90% para partículas aerosolizadas mayores de 0.5 µm. Puesto que varios modelos multicapa tienen una eficacia similar a la de las mascarillas quirúrgicas respecto a la retención de partículas exhaladas, los CDC estadounidenses las recomiendan para el público general y sano. Además, esta institución ofrece una guía para elaborar mascarillas seguras y eficaces.
Mascarillas quirúrgicas: producto sanitario capaz de prevenir la inhalación de gotas grandes y sprays (> 100 µm de diámetro), pero su efectividad para detener las partículas de unas pocas micras de tamaño es más limitada. Sirven, por tanto, fundamentalmente para proteger a los demás del portador. Por eso, no es recomendable llevarlas cuando se va a frecuentar un sitio pequeño, cerrado, muy frecuentado y con mucha carga viral o si eres una persona de alto riesgo. Además, el ajuste muchas veces dista de ser ideal, lo cual reduce todavía más su efectividad. Las pueden llevar niños de 3 años sin problemas, para quienes hay modelos específicos. Algunos modelos consiguen evitar casi completamente la liberación de partículas respiratorias hacia el exterior. Como curiosidad, hay dos tipos a razón de su Eficacia de Filtración Bacteriana (EFB): tipo I (EFB > 95%) y tipo II (EFB > 98%). Si en el etiquetado aparece “IIR” significa que también es resistente a salpicaduras de líquidos biológicos. Recomendadas para personas positivas tanto sintomáticas como asintomáticas.
Mascarillas higiénicas: hay modelos sujetos a normativa y otros que no (por lo que no han pasado por ensayos ni verificaciones), aunque ninguno es considerado equipo de protección ni producto sanitario. Al igual que las anteriores, tienen un ajuste discutible y sirven sobre todo para proteger a los demás y limitar la propagación del contagio. Es el tipo más recomendado para las personas sanas.
Mascarillas EPI (equipo de protección individual): protegen tanto al portador como a los demás con distinta efectividad. Algunos modelos incluyen válvula para hacer la respiración más cómoda. No obstante, en la situación actual no están recomendados, pues favorecen la exhalación de aire no filtrado y, por tanto, potencialmente contaminado con coronavirus. En estos casos, es recomendable poner una mascarilla quirúrgica tapando correctamente la válvula u otro tapón que no dificulte la respiración. Existen 3 tipos:
FFP1 (filtering face piece): porcentaje de fuga máxima hacia el interior del 22% y detiene en torno al 80% de las partículas menores a 2 µm. No recomendada en entornos con elevada biocontaminación.
FFP2: porcentaje de fuga máxima hacia el interior del 8% y filtra en torno al 94-95% de las partículas menores a 0.5 µm. Este producto (y las FFP3 sin válvulas de exhalación) tiene función dual, es decir, evitan en gran medida la exhalación y la inhalación de partículas infecciosas. Las famosas mascarillas N95 o KN95 se consideran equivalentes funcionalmente a las FFP2 (certificación europea), solo que tienen el certificado de Estados Unidos o de China respectivamente.
Existe un encendido debate sobre las situaciones en que deberían usarse. Por ejemplo, un metaanálisis conducido por el doctor Youling Long y colaboradores y publicado en el Journal of evidence-based medicine (2020) concluyó que no existían diferencias significativas entre las mascarillas quirúrgicas y las N95 a la hora de prevenir la gripe y otras infecciones similares, es decir, ambas eran igualmente eficaces en ese aspecto. Esto no significa que las N95 tengan una capacidad de filtrado menor de la que nos dicen. De hecho, como decíamos antes, las mascarillas quirúrgicas no nos protegen de los aerosoles más pequeños, pero estas sí. La causa de estos resultados podría estar relacionada, según los autores, con el uso incorrecto de las N95. Al ser más herméticas, es más incómodo respirar con ellas, y esto induciría a muchas personas a quitárselas más a menudo y a quedar, en consecuencia, más desprotegidas. Por descontado, el correcto ajuste al rostro es esencial. Una FFP2/N95 mal ajustada pierde muchísima efectividad. Incluso, una mascarilla quirúrgica bien ajustada puede llegar a ser igual de efectiva que una FFP2. A raíz de estas conclusiones, recomiendan las mascarillas N95-FFP2 fundamentalmente para los sanitarios de alto riesgo y para los que estén en contacto estrecho con pacientes infectados (en este caso con gripe) o sospechosos de estarlo. De la misma opinión son los CDC estadounidenses en el contexto de la COVID-19: recomiendan su uso casi exclusivo por el personal sanitario (de hecho, es la protección mínima recomendable para este sector), aunque también se suele incluir a personas inmunodeprimidas o con otros factores que aumenten el riesgo de padecer una variante más severa de la enfermedad (incluyendo a los niños con estas condiciones). En cambio, otros autores proclaman su uso por parte del público general en lugares cerrados, mal ventilados, concurridos y con probabilidad de alojar una elevada contaminación vírica.
FFP3: porcentaje de fuga máxima hacia el interior del 5% y filtra en torno al 99.95% de las partículas menores a 0.5 µm. Recomendada fundamentalmente para personal sanitario que pueda estar expuesto a altas cargas de aerosoles (por ejemplo, durante una broncoscopia, una intubación, etc.).
Por descontado, estas eficacias de filtrado dependen de la correcta colocación y sellado de la mascarilla con el rostro. La fijación de la mascarilla no es algo baladí y este experimento lo muestra perfectamente:
Las mascarillas mal puestas no sólo aumentan el riesgo de poner en peligro a los demás en caso de estar contagiados, sino también a nosotros mismos. Un hermetismo defectuoso entre la mascarilla y el rostro aumenta los espacios por los que fluye la atmósfera externa hacia el interior y viceversa. De hecho, ya se ha comprobado en laboratorio la influencia que tiene este factor aparentemente baladí en la eficacia de filtrado. Eugenia O’Kelly, investigadora en la Universidad de Cambridge, y otros científicos testaron la filtración de distintos modelos de mascarillas N95 y NK95 en 7 participantes. Corroborando los resultados de estudios anteriores, comprobaron que estos productos sanitarios tienen mayor capacidad de filtración que las mascarillas quirúrgicas o de tela. No obstante, también evidenciaron que la mayoría de los modelos se ajustaban deficientemente al rostro de los participantes, afectando significativamente a su eficacia, que llegaba a reducirse hasta ser menor que la de las mascarillas quirúrgicas o de tela, algo que, desgraciadamente, es muy habitual en el día a día. Por lo tanto, la correcta colocación de las mascarillas es imprescindible. El problema es que es más fácil decirlo que hacerlo por la gran cantidad de factores que influyen, como nuestra anatomía facial. Una pequeñísima diferencia en el tamaño de la nariz o en su forma, por ejemplo, puede implicar que la mascarilla que me vale a mí no le valga a otra persona. Por ello es necesario que el mercado ofrezca una amplia variedad de modelos distintos para que el consumidor pueda encontrar el que mejor le quede.
Por último, veo necesario reivindicar que debemos optar siempre por modelos que estén correctamente certificados y cumplan las normativas de seguridad.
Armas para socavar la salud
Las mascarillas (o bozales, como “creativamente” han sido bautizadas por los conspiranoicos aludiendo metafóricamente a su uso como herramienta para censurar la libertad) junto con las vacunas se han convertido en las nuevas armas genocidas del Nuevo Orden Mundial. Vamos, que los ejércitos han estado perdiendo el tiempo desarrollando armas nucleares, biológicas o químicas teniendo mascarillas a mano. Según los conspiranoicos, las mascarillas no sólo no protegen al portador y a los demás, sino que generan una serie de síndromes y envenenamientos que desembocan en el atontamiento de todos aquellos que las usan prolongadamente o, directamente, en su muerte porque no dejan pasar adecuadamente el oxígeno y el dióxido de carbono: hipoxia (escasez de oxígeno en sangre, órganos y células), hipercapnia (exceso de dióxido de carbono en el organismo), enfermedades neurodegenerativas, acidificación de la sangre y, como no, cáncer. Un arma de destrucción masiva, en suma.
Si las mascarillas fueran estancas, se podría entender su potencial poder de asfixia. No obstante, todo el que se las haya puesto (gran parte de la población hasta ahora) ha podido comprobar sin demasiada dificultad que, entre otras cosas, la mayoría no se pegan completamente al rostro y puede entrar y salir aire por los laterales. Cabe detallar que las mascarillas están constituidas por una malla tridimensional de fibras entrelazadas repleta de diminutos huecos por los que se cuelan los gases que respiramos y exhalamos. Esa microtelaraña es capaz de detener el paso de un gran porcentaje de aerosoles en los que va incluido el virus, pero no puede hacer nada contra las moléculas gaseosas que respiramos debido a su diminuto tamaño. Están hechas para eso: filtrar los contaminantes ambientales, y en este caso en concreto, los aerosoles respiratorios en los que viaja el virus. Si el SARS-CoV-2 tiene un diámetro del orden de 0.1 µm, la molécula diatómica de oxígeno y la de CO2 tienen un diámetro cinético de 0.2 y 0.3 nanómetros aproximadamente (1 µm = 1000 nm). Es decir, las moléculas gaseosas son varios órdenes de magnitud más pequeñas que el coronavirus, así que no tienen problema para atravesar las capas que componen la mascarilla. Y no hablemos ya cuando la mascarilla no está perfectamente sellada a la cara. Los huecos que se forman en los laterales constituyen una holgada puerta de entrada y salida para estos gases (y para gotículas respiratorias y aerosoles potencialmente infecciosos). El oxígeno entra y el CO2 sale con toda libertad a través de la mascarilla y sus aperturas, ergo no hay peligro de falta de oxígeno o de saturación de CO2 por reabsorción. Por esa regla de tres, portar una mascarilla, aunque sea durante un prolongado periodo de tiempo, no va a generar una acidosis respiratoria (otro trastorno que se ha propuesto a causa presuntamente de la imposibilidad de los pulmones de expulsar todo el CO2 que produce el organismo) o cáncer por culpa de la reabsorción de los residuos del organismo que expelemos con la respiración. Es cierto que puede quedar una fracción de CO2 exhalado en el interior de la mascarilla (y que tiene parte de culpa a la hora de hacernos sentir incómodos cuando respiramos), pero para una persona sana es totalmente inocuo. Aun así, para algo están las recomendaciones de uso, como no usarlas más de 4 horas seguidas (en el caso de las mascarillas higiénicas y quirúrgicas fundamentalmente) para evitar molestias y una pérdida de eficacia a causa de la acumulación de humedad entre la piel y la mascarilla, o deshacernos de ellas cuando estén deterioradas o húmedas. Es decir, el verdadero peligro no está en las mascarillas sino en el mal uso que hacemos de ellas.
Como en todo, hay matices. Por ejemplo, en el Boletín Oficial del Estado (BOE) español número 142 se exime del uso obligatorio de las mascarillas a aquellas personas con dificultades respiratorias que puedan agravarse por el uso de las mismas o a personas con determinados problemas de salud justificados o en situación de discapacidad o dependencia. Resulta que los que persiguen el genocidio de la población se preocupan de los más desfavorecidos (¿?).
También es posible encontrar vídeos en los que se muestra la enorme cantidad de CO2 que se acumula entre la mascarilla y el rostro o el déficit de oxígeno, evidencias presuntamente a favor del peligro de las mascarillas. Lógicamente, esas medidas no son realistas, porque no reflejan la totalidad del aire que respiramos, y, en consecuencia, tampoco se pueden considerar como una prueba de nada. Huelga decir que si queremos obtener una medida fiable del oxígeno que respiramos, no podemos hacerlo entre la mascarilla y el rostro. Lógicamente, el aparato que usemos va a medir los gases exhalados, que siempre van a tener una concentración elevada de CO2 y una concentración baja de oxígeno, con o sin mascarilla. Si sigues sin creerte nada de lo que hemos dicho hasta ahora, visiona el siguiente experimento:
La coadministradora de este blog ha hecho una prueba a este respecto. Tras haber estado 4 horas seguidas con una mascarilla KN95 homologada, se ha medido la saturación de oxígeno en sangre mediante un pulsioxímetro conectado a un monitor clínico de constantes. El resultado fue el siguiente:
El número de color verde muestra la frecuencia cardiaca y el amarillo mide el porcentaje de saturación de oxígeno (% SpO2). El valor normal de saturación de oxígeno en sangre se encuentra entre el 95-100%. Por lo tanto, el resultado obtenido entra dentro del rango saludable a pesar de haber llevado una mascarilla KN95 durante tantas horas. La hipoxemia, esto es, niveles bajos de oxígeno en sangre, comienza a producirse, en general, cuando la saturación es menor del 90%. Es decir, llevar mascarilla, aunque sea durante un tiempo relativamente prolongado, no va a generar hipoxemia ni hipoxia.
Según estas conspiranoias, también somos más susceptibles a ser infectados por microbios de todo pelaje por llevar mascarillas. Se supone que en la cara interna de las mascarillas se acumulan comunidades de microorganismos potenciadas por la humedad y procedentes de nuestra propia piel y mucosas. Estas criaturas, con las que convivimos constantemente de manera mutualista, podrían convertirse en un problema para nuestra salud, ya que, según dicen, al inhalar una alta carga microbiana o fúngica podrían generarnos una infección respiratoria. Sobra decir que no hay evidencias que avalen estos comentarios. En todo caso, los que nos deberían preocupar son los que se acumulan en la cara externa de las mascarillas (incluyendo al SARS-CoV-2). Esos sí podrían ser potencialmente nocivos, por eso se nos advierte por activa y por pasiva que evitemos tocarnos las mascarillas y que nos desinfectemos las manos en caso de que lo hayamos hecho.
El acúmulo de microbios en el interior de la mascarilla y su reabsorción tampoco puede generar un resultado positivo en una PCR (a no ser que esté el SARS-CoV-2) como algunos han llegado a decir. Como ya expliqué en otro artículo, las PCR son extremadamente precisas, ya que lo que hacen es amplificar genes muy concretos y específicos del coronavirus. Por consiguiente, es poco probable obtener falsos positivos.
Dossier “BULOS DE LA PANDEMIA”. Las supercherías sobre las PCR
También es habitual presentar fotografías como la que exponemos a continuación para desacreditar las mascarillas, independientemente de su tipo:
Las de la imagen son mascarillas quirúrgicas que, como ya hemos explicado anteriormente, no son consideradas equipos de protección individual (o “respiradores”, como sí lo son las FFP1, 2 y 3 y homólogas) y sirven fundamentalmente para proteger a los demás del portador. Puesto que su capacidad para filtrar aerosoles pequeños procedentes del exterior es baja y su ajuste al rostro es deficiente, ofrece poca protección al portador. Eso es lo que implica el etiquetado de esa caja, nada más. Por el contrario, las mascarillas de función dual, como las FFP2 y FFP3 sin válvula, protegen tanto al portador como a los demás.
A pesar de todo, la inocencia de los conspiranoicos resulta a veces hasta adorable. Por ejemplo, muchos se han impresionado tras ver el siguiente documento:
Básicamente, el informe del Laboratorio de Microbiología e Higiene alemán presenta los resultados obtenidos tras analizar una mascarilla que ha llevado un niño durante 8 horas, encontrando 82 colonias bacterianas y 4 de mohos. A partir de aquí, los antimascarillas lo han tenido fácil para llegar a la conclusión de que las mascarillas son peligrosas porque acumulan “muchos” microbios que se pueden reabsorber y provocar infección. Lo cierto es que de haber comprobado los microbios de una mascarilla que se ha llevado puesta en un codo o en la nuca hubieran observado también la presencia de bacterias y hongos. Son organismos, insisto, que todos portamos siempre con nosotros en la superficie de nuestra piel o que flotan a nuestro alrededor constantemente. Para prevenir el caso hipotético de que la mascarilla se convierta en un fómite peligroso para el usuario hay que seguir las instrucciones de uso, que para eso están. Sin mascarilla también respiramos centenares de miles de microbios suspendidos en nuestro entorno, algunos de ellos patógenos, pero parece ser que estos no preocupan a los antimascarillas. Las mascarillas, por cierto, nos aíslan de esos microbios ambientales.
No hay ninguna evidencia científica que apoye estas falacias. De hecho, sólo hay que repasar las fuentes que emplean los antimascarillas para darnos cuenta rápidamente de que a menudo son aprovechados que creen saber más que el resto de los simples mortales. Aunque no siempre. Fijaos en las conclusiones a las que ha llegado este individuo tras una ardua investigación bibliográfica (leer las instrucciones de una caja de mascarillas):
El primer punto ya se manifiesta revelador: las mascarillas no eliminan el riesgo de contraer una enfermedad o infección. Es cierto, las mascarillas no son vacunas, solo una barrera física que reduce la probabilidad de entrar en contacto con los patógenos aerosolizados o que se transmiten a través de gotículas (y que, además, la protección que otorga viene determinada por varios factores como la correcta colocación, la integridad estructural, el tipo de mascarilla, etc.). Hasta aquí nada nuevo. El siguiente punto advierte sobre la incorrecta manipulación y uso de las mascarillas, que puede derivar en una infección o, en el peor de los casos, la muerte si la infección se descontrola. Tampoco hay ninguna novedad. Los organismos sanitarios y los científicos lo llevan alertado desde el principio: no tocar la cara externa de la mascarilla y todas esas cosas, quiero decir, que no es nada secreto ni una revelación. Del tercer punto no sabe sacar el jugo morboso, así que se limita a repetirlo sin más. De los puntos 4 al 6 tampoco tiene nada que decir, así que pasa directamente al séptimo en el que se indica que esas mascarillas solo deberían ser usadas por adultos, en base a lo cual se cuestiona la decisión de “imponer” las mascarillas también a los niños. En un rato hablaremos de niños y mascarillas, pero queda claro que, aunque este hombre piense que ha descubierto América (y todos los que han compartido el vídeo creyéndoselo), la verdad es que dichas advertencias se venían dando desde el principio de la pandemia.
En contra de lo que vomitan las paranoias conspirativas, las mascarillas son tan seguras que se pueden llevar incluso haciendo deporte y no pasaría nada. A este respecto surgió otra información fraudulenta que ponía en boca de la Organización Mundial de la Salud (OMS) la negativa de emplear mascarillas durante las actividades deportivas por riesgo de asfixia (debida a la presunta acumulación del CO2 exhalado y su reabsorción). Cualquiera con un mínimo de curiosidad y criterio podrá comprobar en la Guía para el uso de mascarillas en el contexto de la COVID-19 de la OMS que en ningún sitio pone tal cosa. Es cierto que no la recomiendan durante actividades físicas intensas, pero no porque vayan a provocar asfixia, más bien porque dificultan la respiración cómoda. De hecho, en la guía citan varios estudios sobre la peligrosidad de las mascarillas en esas situaciones y, como mucho, el mayor riesgo lo tendrían personas con problemas cardiovasculares y/o respiratorios moderados o severos. Poco más. Lo mismo sostiene la Food and Drug Administration estadounidense (FDA): si una persona con algún problema cardiorrespiratorio pretende usar alguna de las mascarillas más herméticas (como una N95-FFP2 o una FFP3), es recomendable que consulte primero con su médico. Por el contrario, las mascarillas se han impuesto como una de las mejores medidas para reducir los contagios y garantizar la seguridad de las personas. Aun así, resultan curiosas las contradicciones de los conspiranoicos: la OMS es considerada como una odiosa herramienta de la élite mundial para imponer sus inhumanos planes y que, por tanto, no merece credibilidad alguna… Excepto cuando, aparentemente, afirma cosas que les interesa.
De todas formas, usemos el sentido común, ese que tanto detestan los negacionistas: si las mascarillas son capaces de alterar la concentración de gases del organismo de manera tan sustancial, ¿acaso no deberíamos haber visto, incluso antes de la pandemia, una elevada mortalidad de cirujanos, que durante horas tienen que llevarlas obligatoriamente? ¿O en muchos países asiáticos, donde durante años los transeúntes han llevado mascarillas por motivos culturales o de salud? Es algo que no se ha visto ni se verá, porque las mascarillas son seguras.
Por supuesto, las mascarillas no son perfectas, pero solo en eso se les puede dar la razón. Los “antimascarillas”, que además de criterio carecen también de humildad, creen haber descubierto América cuando hablan de los efectos nocivos de las mascarillas. Lo cierto es que no es nada nuevo que las mascarillas puedan generar algún que otro efecto adverso leve (lo cual depende también del tipo de mascarilla y del contexto), pero ni de lejos son tan exagerados como dicen. Algunos de los efectos más reportados frecuentemente (sobre todo entre el personal sanitario) y relacionados con el uso de determinadas mascarillas durante un largo periodo de tiempo o en situación de estrés incluyen la dificultad para respirar cómodamente, mareos y dolores de cabeza. Por ejemplo, en un estudio reciente publicado en Headache por Jonathan J. Y. Ong y colaboradores, se analizaron los efectos secundarios que padecían los sanitarios que llevaban durante un periodo prolongado de tiempo mascarilla N95. La población muestreada fueron 158 sanitarios, de los cuales el 80% registró dolor de cabeza bilateral, aunque en la mayoría de los casos fue leve (72%). Solían padecerlo entre una y 4 veces en un mes. Eso sí, a la media hora de estar sin mascarilla el dolor desaparecía por completo y muy pocos necesitaron analgésicos para paliarlo. En dicho estudio hay referencias a varios trabajos anteriores en los que también se registraron este tipo de efectos adversos leves en personas que usaban frecuentemente mascarilla, o sea, que no es nada nuevo y tampoco nada grave. Los otros efectos evolucionan de la misma manera cuando se deja de usar la mascarilla: rápidamente desaparecen y, en muchas ocasiones, sin necesidad de medicación.
Por otro lado, el agobio que muchas veces podemos sentir cuando llevamos la mascarilla (y que también ha sido esgrimido como prueba de hipoxia por los paranoicos) no tiene por qué estar relacionado con ella. Hay muchos otros factores que pueden generar esa sensación: el calor, el esfuerzo físico y, por descontado, la propia psicología (ansiedad, sensación de claustrofobia). Pero no es más que eso, una sensación a la que se puede hacer frente con racionalidad y calma.
Para otorgar credibilidad a sus argumentos, los conspiranoicos acuden a la hipérbole. Gustan mucho de hacer una montaña a partir de un grano de arena, como acabamos de ver. No tienen ninguna duda sobre la etiología real de esos dolores de cabeza: la hipoxia o hipercapnia generada por la mascarilla. Aunque no existan evidencias que relacionen las mascarillas con estos efectos, los “antimascarillas” intentan encontrarlas como sea, se la inventan o la sacan de contexto. Es el caso de los blogueros de la página “ciencia y salud natural”, que en su artículo titulado Máscaras crean serios riesgos y no protegen malinterpretan y sacan de contexto los resultados de un estudio publicado en la revista Neurocirugía para relacionar las mascarillas con la hipoxia. En dicha investigación, publicada en 2008 por A. Bader y colaboradores, se analizó el efecto de la mascarilla quirúrgica sobre la saturación de oxígeno de 53 cirujanos durante intervenciones de larga duración. A continuación, expongo un extracto obtenido de la discusión del estudio y que, seguramente, los “antimascarillas” han querido ocultar de forma deliberada:
“El nivel de saturación de O2 en sangre del cirujano después de la operación disminuye más del 1% […]. Se cree que después de un tiempo muy corto la función de barrera de la máscara facial quirúrgica desaparece. Por lo tanto, es difícil creer que estas mascarillas sirvan como reductoras de la captación de oxígeno, pero pueden estar actuando como una restricción psicológica sobre la respiración espontánea del cirujano”.
Además, los autores del estudio matizan sobre las causas que pueden conducir a esa disminución en la saturación de oxígeno durante una operación quirúrgica. La mascarilla puede estar involucrada, pero el estrés característico generado en estas situaciones también puede tener una influencia importante.
Los dermatólogos y alergólogos también han dado cuenta de otros efectos secundarios de las mascarillas por los materiales de los que están hechas o por las condiciones que se generan entre la mascarilla y la piel a causa del sudor, la humedad y/o la saliva, a saber: erupciones, llagas, urticaria o varios tipos de dermatitis, entre ellos la de contacto, una reacción alérgica. Empero, no todo el mundo padece estos efectos y la mayoría tienen muy fácil solución, como cambiar el tipo de mascarilla, aplicar ungüentos, hidratar la piel con frecuencia, etc. Lo que no tiene tan fácil solución es la neumonía bilateral, la asfixia grave o las múltiples secuelas que pueden derivarse de la COVID-19. Es cuestión de ponerlo todo en una balanza y ver qué supone más riesgos, aunque está bastante claro… Aprovecho estas líneas para lanzar una advertencia sobre varias imágenes virales que muestran a personas con trastornos cutáneos o reacciones alérgicas que impactan a primera vista. Muchas son imágenes que nada tienen que ver con las mascarillas y tampoco son recientes.
El resto de estupideces que circulan por Internet sobre la peligrosidad de las mascarillas derivan mayoritariamente de las afirmaciones anteriores. Por mencionar alguna más, la supuesta neuróloga alemana Margarite Griesz-Brisson, sita actualmente en Londres, afirmó sin tapujos en un vídeo que, a raíz de la hipoxia desencadenada por las mascarillas, se pueden producir daños neurológicos permanentes a largo plazo (las neuronas, al no recibir suficiente oxígeno, morirían o dejarían de reproducirse). Aunque sus declaraciones sean absurdas por todo lo que ya hemos señalado, el vídeo se ha propagado por varios países con gran éxito. Lógico, es una información que gusta mucho a los negacionistas y que encima sale de boca de una neuróloga, toda una autoridad (al contrario que los científicos que demuestran la seguridad de las mascarillas). Aunque debería ser más bien “presunta neuróloga”, porque no hay registros de su actividad profesional en las principales bases de datos científicas (Google Scholar, PubMed…) o en la Asociación Federal de Expertos y Especialistas Alemanes. En la web británica TopDoctors aparece su perfil con un número de colegiado de la General Medical Council (GMC), pero buscando en la base de datos de la GMC no aparece indexada. Sea como fuere, su credibilidad es más que dudosa si a lo anterior sumamos su autorreconocimiento de ser especialista en terapias alternativas.
¿Deben llevar los niños mascarillas?
Los conspiranoicos son inigualables embajadores del miedo. A lo largo de este dossier (y del que hemos dedicado a las vacunas) hemos podido comprobar cómo utilizan la angustia y el miedo para que sus mensajes calen más hondo. Que si las vacunas matan o te hacen enfermar, que si las mascarillas intoxican… No obstante, hay otro punto en común en todos estos mensajes: están vacíos, son una frágil carcasa que rápidamente colapsa sobre sí misma. Nunca aportan pruebas fidedignas y cuando lo hacen están completamente manipuladas y sesgadas. El punto de apoyo elemental de los negacionistas es la autoridad, aunque esa autoridad no tenga pruebas.
Los niños son el objetivo ideal de los paladines del miedo. Aprovechando la aparente vulnerabilidad de los niños son capaces de inducir el miedo y la preocupación en los adultos. Así, no debería resultarnos extraño que exploten este recurso para fundamentar sus falacias en contra de las mascarillas.
Aseguran, por ejemplo, que el riesgo de infarto puede crecer en los niños que usen prolongadamente mascarilla, nuevamente por la disminución en la expulsión de CO2 y la consecuente acidosis en la sangre, etc. Como de costumbre, los datos brillan por su ausencia. También les hace sospechar que en países como España la mascarilla higiénica (que cumpla la normativa UNE) y quirúrgica (sobre todo para niños positivos) sea obligatoria en niños de 6 años en adelante (Orden SND/422/2020), recomendable en niños de 3 a 5 años y no recomendable en niños de 2 años o menos. O que la OMS recomiende que los niños de 12 años en adelante la lleven obligatoriamente y que entre los 6 y los 11 años sea recomendable dependiendo de la situación epidemiológica, mientras que los niños de 5 años o menores no necesiten llevarla. En otros países, las recomendaciones y los rangos de edad cambian por sus circunstancias específicas. Estas decisiones aparentemente discrepantes entre sí han servido a los más paranoicos para deducir gratuitamente que las mascarillas son peligrosas e, incluso, letales para niños de 4 años y más pequeños. Es una de esas medias verdades a las que tanto suelen acudir.
Los pediatras y otros expertos aducen varias razones para no usar mascarillas en niños de 2 años o más pequeños, a saber: entorpecimiento de la respiración, aumento del riesgo de asfixia, incapacidad para quitársela y ponérsela de forma correcta por sí solos, dificultad para conseguir un ajuste ideal de la mascarilla, manipulación incorrecta (por ejemplo, que el niño manipule la cara externa contaminada de la mascarilla). Tengamos en cuenta que las vías respiratorias de una persona en esas edades son todavía pequeñas y no pasa la misma cantidad de aire por ellas que por las de una persona adulta (de hecho, la frecuencia respiratoria es mucho más alta en un bebé que en un adulto para intentar contrarrestar ese “déficit” anatómico). Sin embargo, como ya he dicho, las autoridades y los científicos ya han dado una serie de recomendaciones para evitar riesgos innecesarios, por lo tanto, no tiene sentido hablar de un contubernio genocida para envenenar o sacrificar a los más pequeños. Por el contrario, la mascarilla es segura y muy útil en la mayoría de los rangos de edad al proteger no solo contra el SARS-CoV-2 sino también contra otras infecciones, como la generada por el virus respiratorio sincitial y cuya incidencia en niños, tal y como han corroborado los propios pediatras, ha sido mínima en el año de la pandemia.
Otra verdad a medias hace hincapié en los problemas de aprendizaje asociados al uso prolongado de mascarillas. Nuevamente, los paranoicos exageran y sacan de contexto lo que sugieren los científicos. Hay muchas cuestiones que matizar, como las causas por las que podrían sobrevenir esas dificultades. Para los “antimascarillas” sería la falta de oxígeno o el exceso de CO2 y los consecuentes efectos nocivos que tendrían para el cerebro. Por otra parte, pediatras y psicólogos han enumerado una lista de problemas potenciales relacionados con las mascarillas que podrían obstaculizar relativamente el aprendizaje cognitivo y emocional de los niños, aunque sobre muchos de esos presuntos problemas todavía no hay consenso. Empero, la causa no es la carencia o el exceso de los gases, sino cuestiones mucho más sensatas. Pongamos como ejemplo a los niños con problemas de audición, quienes necesariamente recopilan mucha información a través de las señales transmitidas a partir de las expresiones y movimientos faciales de sus interlocutores. Al tapar parte del rostro, las mascarillas pueden entorpecer esa asimilación. En este caso, no es la mascarilla que porta el propio niño la que generaría los problemas, sino la de sus interlocutores.
Cuestiones similares ocurrirían en el resto de la población más joven. Los niños menores de 12 años todavía están desarrollando sus capacidades cognitivas, sociales y emocionales, en lo cual juega un papel fundamental el reconocimiento de emociones y la identificación de personas a través de las expresiones no verbales del rostro. Nuevamente, las mascarillas podrían dificultar el aprendizaje y el desarrollo emocional y social, pero hay muchos expertos que no lo tienen tan claro. El cerebro del niño es extraordinariamente plástico, mucho más que el de un adulto, y también se adapta mejor al cambio, de manera que podría suplir fácilmente esas carencias comunicativas. La forma y movimiento de los ojos y las cejas, la postura corporal, los movimientos de los brazos, la ropa o la voz contienen una gran cantidad de “metadatos” que el cerebro del niño procesa para identificar a una persona. A través de toda esta información, el cerebro infantil puede hacer un esfuerzo para suplir la ausencia de datos obtenidos a través del movimiento de la boca y otros músculos faciales. A esto se puede sumar las sencillas técnicas recomendadas por los especialistas para mejorar la comunicación emocional con los niños, como enfatizar los gestos y los tonos de voz.
Sin embargo, no hay nada más mezquino que achacar las muertes de niños al uso de las mascarillas. Normalmente, los conspiranoicos emplean casos reales de fallecimientos, pero cuya causa no está relacionada con las mascarillas, sino con cualquier otra cosa. Otras veces se inventan los ejemplos directamente.
Es incuestionable: las mascarillas funcionan y son seguras
Desde que las pruebas sobre la forma de dispersión del virus y el papel fundamental de los asintomáticos comenzaron a aumentar de manera imparable, las mascarillas se hicieron indispensables.
Multitud de datos y estudios avalan la seguridad y la eficacia de estas herramientas profilácticas y refutan las paranoias de los conspiranoicos. Si nos retrotraemos a marzo de 2020, a aquellos tiempos de incertidumbre en los que los países se tomaban con diferente seriedad la gravedad de la pandemia, ya existían diferencias sustanciales en la incidencia de la COVID-19 dependiendo de la región. En algunas como Hong Kong, donde ya de por sí era habitual llevar mascarilla (lo cual se intensificó con la pandemia), la incidencia era baja: de 129 por millón de habitantes. Claro, se estima que un 96% de la población las usaba. Por el contrario, en aquellas donde no había esa costumbre y la legislación sobre las mascarillas era ambigua o, directamente, inexistente, la incidencia (por millón de habitantes) alcanzó niveles 10 veces más elevados, como en España (2251) o Alemania (1242). Por supuesto, el resto de medidas preventivas también influyeron, pero es indiscutible el papel imprescindible que jugaron las mascarillas.
El alcalde de la ciudad alemana de Jena, en el estado de Turingia, decretó el uso de mascarillas el 6 de abril. Poco después, esta localidad, de unos 110000 habitantes, estuvo 9 días seguidos sin detectar nuevos casos de coronavirus. Comparando su situación con la de un modelo teórico, se estimó que las mascarillas junto con otras medidas de prevención fueron las responsables de la reducción significativa en un 23% de la incidencia. Estos datos fueron determinantes para que el resto del país acogiera esas medidas.
Un estudio de los investigadores Wei Lyu y George L. Wehby sobre el efecto de las medidas tomadas en relación al uso de mascarillas en espacios públicos en diferentes estados de Estados Unidos encontró una reducción del 2% en la tasa de casos diarios a las 2-3 semanas tras la aplicación de las normativas. Parece poco, pero el efecto acumulado tres semanas después fue del 40%. A partir de estos datos, los autores estimaron que desde el 31 de marzo hasta el 22 de mayo se evitaron entre 230000 y 450000 casos de COVID.
En un metaanálisis conducido por Derek K. Chu y colaboradores, publicado en The Lancet y en el que se incluyeron 172 estudios (64 de los cuales aportaban información sobre COVID-19), se concluyó que las mascarillas quirúrgicas pueden reducir el riesgo de infección de forma importante.
Es decir, estas evidencias nos muestran que las mascarillas no sólo son esenciales para protegernos individualmente, sino también a nivel colectivo. Por eso las tenemos que llevar siempre bien ajustadas cuando vayamos a cualquier lugar público sin excepción o cuando visitemos a personas no convivientes.
Pero hay más. De llegar a confirmarse, las mascarillas podrían también actuar como una suerte de vacuna “en crudo”, en cuanto que podrían reducir la gravedad de la infección en las personas que las porten habitualmente. Esto aseguraría una mayor proporción de infectados asintomáticos, la inmunización otorgada por la infección y una reducción en la transmisión del virus. Mónica Gandhi y George W. Rutherford, los investigadores que han sugerido esta hipótesis, comparan estos efectos con la variolización, aquel procedimiento que se utilizaba habitualmente antes del descubrimiento de las vacunas para inmunizar a la población contra una enfermedad infecciosa, como la viruela. De esto ya hablamos aquí:
Las vacunas contra el SARS-CoV-2. Parte 1: Los mecanismos de las vacunas
¿Cómo funcionarían las mascarillas al respecto? Ya sabemos que las mascarillas no son perfectas y que es muy difícil que logren detener el 100% de las partículas en las que puede viajar el virus. Aunque lo hagan con la mayoría, según el tipo, filtran un mayor o menor porcentaje de gotículas. Según la teoría de la patogénesis vírica, la gravedad de la enfermedad es proporcional al inóculo del virus recibido, de manera que, a mayor inóculo, peor sería la enfermedad que se podría desarrollar, o al menos, la probabilidad de desarrollar una enfermedad severa aumentaría. Las mascarillas reducen significativamente la cantidad de inóculo al que potencialmente estamos expuestos, con lo cual también reducen de forma importante la probabilidad de infectarnos con una dosis alta del virus. Este punto es importante. Si en un primer momento nos infectamos con una dosis baja del coronavirus, más tiempo necesitará para replicarse en las células hasta alcanzar una concentración suficiente para generar daños severos. En esta situación el sistema inmune dispone de más tiempo para contener mejor la infección antes de que alcance niveles críticos. En esto radicaría el potencial “variolizador” de las mascarillas. Al reducir el inóculo vírico y en caso de habernos contagiado mientras llevábamos mascarilla, esta reduciría los impactos de la enfermedad y, además, nos ayudaría a desarrollar una inmunidad que nos protegería contra la exposición a dosis víricas altas en un futuro. Además, y en relación con lo que antes contaba sobre la reducción de contagios tras el uso masivo de mascarillas, tengamos en cuenta que la probabilidad de contagiarse depende de la dosis vírica recibida. Normalmente, se necesita una dosis mínima para que el patógeno pueda reproducirse con éxito en el organismo que pretende invadir. La del SARS-CoV-2 no está clara aún, aunque se ha estimado en un 1 millón de partículas víricas viables por mililitro. Las mascarillas reducen la probabilidad de contagio al restringir la cantidad de partículas víricas a las que podemos estar expuestos.
Aunque las evidencias disponibles aun no son concluyentes (sobre todo en humanos, en los que es muy difícil experimentar por motivos éticos), existen algunos indicios que sostienen esta hipótesis. Por ejemplo, en un estudio publicado en Clinical infectious diseases por el virólogo Jasper Fuk-Woo Chan y colaboradores y en el que utilizaron hámsteres dorados sirios como modelo, los autores encontraron que las mascarillas no sólo reducían la probabilidad de contraer el coronavirus, sino también la gravedad de las manifestaciones clínicas de aquellos individuos protegidos que se infectaron respecto al grupo control.
En su investigación, Gandhi y Rutherford mencionan varios estudios que denotan el incremento en el porcentaje de asintomáticos después de la adopción de la mascarilla como medida profiláctica generalizada en todo el planeta. Algunas revisiones sistemáticas de otros estudios estimaron en un 15% la proporción de asintomáticos antes de la adopción de dichas medidas. Después de la aplicación generalizada de las mascarillas, otras revisiones calcularon que el porcentaje de asintomáticos había aumentado hasta el 40-45%. Hay muchos más ejemplos, incluso sobre casos muy concretos y delimitados. En el mismo estudio exponen varios casos de brotes, uno ocurrido en una unidad de hemodiálisis pediátrica en Indiana, otro en una marisquería de Oregón… En todos ellos, un porcentaje importante de personas llevaban mascarilla. Casualmente, el porcentaje de asintomáticos fue muy elevado en todos los casos, mayor del 90%.
Los conspiranoicos cumplen a rajatabla el dicho de “no hay más ciego que quien no quiere ver”. Son incapaces de reconocer cuando están equivocados y constantemente intentan dar la vuelta a las cosas para intentar llevar la razón como sea. Aún con todo, a veces puedo llegar a entender las dudas que atenazan a muchas personas respecto a las mascarillas. Las contradicciones sobre su uso obligatorio, el modelo más eficaz y la falta de consenso a nivel institucional, sobre todo al inicio de la pandemia, no invitan a la confianza precisamente. Es lo que tiene no haber seguido desde un primer momento el principio de precaución. Sea como fuere, lo mejor para salir de dudas es consultar a la ciencia. Y lo que nos dice es que las mascarillas son completamente seguras y efectivas contra el coronavirus y otros patógenos que se propagan por el aire, tal y como hemos comprobado con la gripe y otras infecciones respiratorias. Lo más probable es que hayan venido para quedarse, aunque hayamos vencido a la pandemia.
REFERENCIAS
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