Es un lugar dantesco, mefistofélico. La oscuridad se ha apoderado de toda la escena. Apenas se ven pequeños atisbos de luz, tan sólo la emitida por incendios y llamas. Es un sitio aterrador, colonizado por extraños seres diabólicos, constituidos por las mezclas más inimaginablemente extravagantes. La humanidad sufre de diversas maneras. Es víctima de una diversísima plétora de castigos. Y todo porque no supo escuchar. No quiso retractarse a tiempo de sus actos y conductas. Y ahora le toca pagar el precio: pasar toda la eternidad sufriendo lo indecible en el infierno del Bosco
“¿Qué ve, Jerónimo, tu ojo atónito?
¿Qué la palidez de tu rostro?
¿Ves ante ti a los monstruos y fantasmas del infierno?
Diríase que pasaste los lindes y entraste en las moradas
Del Tártaro, pues tan bien pintó tu mano cuanto existe
En lo más profundo del averno.”
Este epigrama, que magistralmente describe la imaginación y la creatividad del maestro flamenco, aparece en un presunto retrato del Bosco grabado por Cornelius Cort, aunque estos versos se atribuyen al humanista Dominicus Lampsonius. ¡Qué gran verdad expresa! El Bosco, como el propio Dios, era capaz de escrutar, no sólo el alma de las personas, sino también los diferentes más allá que nos espera a cada uno de nosotros a razón de cómo nos hayamos portado en vida.
El infierno del Jardín de las Delicias es considerado el más elaborado y el más complejo de cuantos el maestro pintó. Al igual que Dante lo hizo en la literatura, el Bosco reinventó el infierno en la pintura. La fotografía que el maestro nos presenta de este lugar es, ciertamente, desoladora. La colorida alegría y la (aparente) felicidad de las tablas anteriores se han difuminado por completo aquí. Esta tabla es la inversión completa de las anteriores. Rezuma dolor y sufrimiento, los mismos que sufre una humanidad culpable y gobernada por los placeres mundanos, la misma que en la tabla central abandonaba a Dios mientras disfrutaba despreocupadamente de los goces terrenales.
Cuando echamos un vistazo rápido a la composición, rápidamente pensamos en el mundo onírico, aunque, en este caso, sería más bien el de las pesadillas. Hay tantas cosas y seres extraños e inexplicables que la primera pregunta que aborda a nuestra curiosidad es de dónde demonios sacó el Bosco todos esos elementos. Y prácticamente la única respuesta que nos convence es: “de los sueños”. Luego hablaremos de esto.
La mejor estrategia que podemos seguir para analizar la tabla es la misma que ya empleamos en las anteriores: analizar la pintura de arriba abajo, siguiendo la corriente que nos lleva desde el orden y la geometría hasta la entropía.
Un paisaje desolador
Si empezamos por el oscuro horizonte, nos daremos cuenta que, nuevamente, presenta continuidad con el de las tablas anteriores. De alguna manera, el Bosco quería dar a entender que existía una secuencia espacio-temporal en su obra. Así, la escena del infierno sería el desenlace de la historia que cuenta el tríptico, la última página del libro pictórico, la consecuencia natural de la narrativa desarrollada en los paneles anteriores.
Este Tártaro es un lugar desastroso. Parece a medio hacer, como si se estuviera construyendo. Los edificios están parcialmente levantados o, por qué no, consumidos. Los demonios se pasean jocosamente por sus andamiajes y esqueletos a medio formar. Tanto de ellos como de las montañas emanan luminarias fantasmagóricas, gracias a las cuales podemos distinguir con dificultad sus informes siluetas. La oscuridad (léase el Mal) ha consumido prácticamente cualquier atisbo de brillo e iluminación. Hasta el cielo está encapotado de humo y nubes sulfurosas y temibles. La corrupción y la degeneración son la constante de este mundo.
La poca luz que se advierte procede directamente de la destrucción y el exterminio causados por las llamas de los fuegos del averno. Un elemento, el fuego, que el maestro introdujo en sus pinturas siempre que pudo. Parecía obsesionado con el fuego, no sabemos si porque lo temía o le fascinaba. Ciertos autores han propuesto que este símbolo se trataría más bien del resultado de unas pesadillas recurrentes o de un trauma que acompañaron al Bosco desde que era un chico joven. Parece ser que en el verano de 1463, concretamente el 13 de junio, cuando Hieronymus contaba con unos 13 años aproximadamente, un terrible incendio afectó a 4000 inmuebles de su ciudad natal, s’-Hertogenbosch. El causante habría sido un tintorero descuidado. El caso es que el fuego se propagó hasta la plaza del mercado, donde el maestro vivió toda su vida. La vivienda de su familia salió más o menos indemne, o eso es lo que han concluido unos análisis recientes, según los cuales el tejado también habría sido afectado por las llamas. Nunca mejor dicho, aquel incendio quedaría grabado a fuego en su memoria, asociado simbólicamente al mal, a la destrucción y al peligro.
Inmediatamente debajo de las construcciones llameantes surge un lago de aguas oscuras y sanguinolentas sobre el que navega una embarcación de vela solitaria. Un puente se levanta sobre las aguas y, sobre el mismo, cruza una especie de ejército de caballeros encabezados por un demonio. Una plétora de personas sale atropelladamente del agua hacia la orilla, huyendo de algo que les atormenta. Muchos no lo logran, como evidencian sus cuerpos desgraciados flotando en las diabólicas aguas. Si seguimos la dirección de su fuga, nos toparemos con un recinto amurallado del que mana una fría luz, más amable que la que gobierna en la distancia. Es diferente al resto del infierno. Los edificios que custodia parecen estar en mejor forma e, incluso, hay árboles, prácticamente lo único verdaderamente vivo en esta tabla. Una muchedumbre parece guardar cola para introducirse a través de la muralla hacia para lo que muchos sería el purgatorio, ese lugar donde los suplicios ya no son eternos y las almas pueden optar a la Salvación, que se decidirá en el Juicio Final.
El misterioso hombre-árbol
Si bajamos la vista, nos encontraremos con el personaje más conspicuo de la tabla: el extraño hombre-árbol. La claridad de su cuerpo mustio contrasta con la oscuridad del paisaje. Es, posiblemente, la criatura más famosa de toda la producción bosquiana. Su aspecto impacta. Es normal que todos nos acordemos de él cuando nos hablan del Bosco. Y nunca mejor dicho, porque algunos autores sugieren que ese rostro melancólico sería un autorretrato del maestro.
Ríos de tinta se han escrito para intentar averiguar el significado del hombre-árbol. Para empezar, ocupa el lugar más privilegiado de la tabla, el centro geométrico, al igual que la charca de las mujeres de la tabla central y la Fuente de la Vida de la tabla izquierda. Además, es uno de los muchos personajes que establece de soslayo contacto visual con el espectador, en un intento de conversar con él. Aunque para otros, el hombre árbol no nos estaría mirando a nosotros, sino que dirige su vista hacia atrás, no sólo a través del espacio, quizás también del tiempo. Ciertamente, su mirada podría expresar melancolía, tristeza, pesadumbre, arrepentimiento. Tal vez es uno de los hombres que tan bien se lo pasaba en el falso Paraíso. A lo mejor echa de menos los tiempos pasados, se arrepiente por no haber seguido las otras alternativas que le hubieran llevado por el camino de la rectitud. Ahora es tan sólo un cascarón vacío, resquebrajado y marchito, corrupto e informe. Ha perdido su humanidad por amar lo físico y por haberse rendido a los placeres de la carne. Su cuerpo muerto y enfermizo es una metáfora de la felicidad terrena, frágil y temporal. Para algunos es el Mal encarnado y representaría al mismísimo Satanás.
Hay un aspecto muy interesante y que estaría muy escondido a simple vista. Si trazásemos una línea recta que siguiese la mirada del hombre-árbol, muy probablemente esta terminaría en el rostro de Adán, en el panel izquierdo. Ambos personajes estarían cruzándose las miradas, conversando entre sí. El hombre-árbol podría constituirse de esta manera como la contraparte del padre primordial. Adán es la copia de Dios y el hombre-árbol su némesis, el epítome de la corrupción y la imperfección que ya se empezaban a atisbar en el panel central. Al igual que el resto de criaturas infernales, está animalizado. Su cuerpo es una mezcla caótica de rasgos humanos, animales y vegetales, en sintonía con el infierno en el que sufre. Sus rasgos son un signo del amor físico, el mismo que practicaba la humanidad del panel central, y, por ende, de la visceralidad instintiva que lo gobierna, de la lujuria que se esconde tras esa conducta aparentemente inocente y cortés.
Podríamos aventurar una hipótesis, y dejamos a vuestro criterio si podría tener o no visos de realidad. ¿Recordáis cuando hablábamos de la tabla del Paraíso que Adán parecía estar teniendo una premonición mientras contemplaba el rostro de su creador? ¿Y si el vínculo visual que establece con el hombre-árbol representa eso mismo? ¿Y si el falso Paraíso del panel central y el Infierno son las manifestaciones de la revelación de Adán? Podría ser el futuro que está visionando a través de Dios. Un futuro desesperanzador en el que la humanidad traiciona a Cristo, su avatar, y se rinde a los apetitos y las pasiones, por lo cual, la mayoría de sus hijos acabarán pudriéndose en el infierno, como el hombre-árbol al que ve en último término.
Este hombre-árbol patina sobre un lago congelado sobre sendas barcazas, demasiado pequeñas para sostener su enorme cuerpo. Con ellas, da una sensación de inestabilidad y desequilibrio. En su brazo derecho, una venda oculta parcialmente una herida sangrante, para algunos una úlcera sifilítica, clara alusión al sexo lujurioso y al amor físico. Su cuerpo está hueco, no tiene substancia. Sólo alberga maldad, representada aquí por la taberna o burdel que aloja en su interior. Una mujer, identificada con una alcahueta, llena una tinaja con algún tipo de licor para satisfacer los apetitos de los comensales que se reúnen en torno a la mesa sentados en sapos. Un individuo grisáceo y encapuchado, con una flecha clavada en el trasero (¿un sodomita?), sube las escaleras para unirse a la fiesta. Otro hombre espera su turno en compañía de, probablemente, otra alcahueta mientras escucha sumiso la perorata de un demonio aviar exhortándole a entrar en el prostíbulo. Como vemos, esta pequeña escena hace múltiples referencias a la lujuria, la lascivia y la gula.
El cuerpo de esta pobre alma está atravesado por múltiples y malignas espinas. Sobre su cabeza y a modo de sombrero lleva en precario equilibrio una plataforma sobre la que a su vez hay una gaita ciclópea. Alrededor del instrumento danzan algunas personas llevadas de la mano por horrorosos demonios híbridos y una alcahueta. Quizás estemos ante una parodia de esas actividades lúdicas que practicaban los cortesanos. En cuanto a la gaita, dos son las interpretaciones mayoritarias que se le han dado: por un lado, podría simbolizar la estulticia y la locura, por otro, podría ser una alegoría de los genitales masculinos y, por ende, una referencia a la lascivia, como sucedería en el Tríptico del Carro de Heno. Así, la gaita en miniatura de la bandera clavada en la grupa del hombre-árbol señalizaría el burdel.
Por supuesto, no podía faltar la exégesis alquimista. El hombre-árbol presenta los tres colores característicos del proceso alquímico: el rojizo en la gaita (rubedo), el blanco en el cuerpo (albedo) y el negro en su interior hueco (nigredo). Además, su cuerpo tiene forma ovoide. El huevo suele representar el atanor en el ámbito alquimista, el horno donde se controla la transmutación alquímica que conduce a la Gran Obra.
Otra alternativa interesante fue propuesta por Allan Shickman. Para él, si eliminásemos el “sombrero” y las barcas que emplea para patinar el hombre-árbol, la silueta del resto de la figura se asemeja a una calavera vista desde una perspectiva occipital. Es decir, una calavera, el símbolo más característico de la muerte, preside la tabla del Infierno. Pero va más allá, porque según Shickman, otras dos caras o cabezas estarían escondidas en las otras dos tablas: la roca antropomorfa sobre la que crece el árbol del Bien y del Mal en el panel del Jardín del Edén y una especie de boca del infierno vista desde una perspectiva frontal dibujada por el fruto blanquecino del que brota un cardo. El rostro mefistofélico del primer panel sería una evocación del pecado. La boca infernal del panel central sería una metáfora del infierno. La calavera, como ya hemos destacado, sería la muerte. Serían tres símbolos, por tanto, referentes al demonio. Una especie de parodia o contraposición de la Santísima Trinidad (algo, por otro lado, habitual en la imaginería medieval) y que esconde un mensaje muy inquietante: que tanto el Paraíso terrenal como el infierno están controlados por Satán. El mundo material está bajo sus dominios desde que el hombre sucumbió a sus tentaciones. Es más, que la muerte esté representada mediante un árbol moribundo no sería casual. Asociando ambos elementos, estaríamos ante el Árbol de la Muerte, la némesis del Árbol de la Vida del panel del Jardín del Edén. El Infierno es, en consecuencia, la cara opuesta del Paraíso.
Sin embargo, este no fue el único hombre-árbol que hizo el Bosco. Hay muchos otros que se le atribuyen, aunque el más famoso de entre todos ellos es el grabado del museo de la Albertina de Viena. Es muy parecido al del Infierno del Jardín de las Delicias, pero las diferencias son también sustanciales. El hombre-árbol de la Albertina o, mejor dicho, el árbol-hombre, porque en él predomina la parte vegetal, está también corrupto y mustio, pero se encuentra, sin embargo, en un paisaje mucho más idílico y sosegado, repleto de naturaleza. También se desplaza sobre sendas barcazas y está hueco, albergando una escena de taberna. Pero, por ejemplo, en la bandera que corona su espalda no aparece una gaita, sino una media luna creciente, un símbolo que en la Edad Media podía adquirir connotaciones negativas al asociarse a la religión musulmana y, por ende, a la falsa fe, la estulticia, la locura, la infidelidad o el engaño. En su cabeza lleva un disco y un ánfora en vez de una gaita. Y aparece otra cosa más que alberga un poderoso simbolismo: la lechuza, de la que tanto hemos hablado ya en los anteriores artículos. Se desconoce si este grabado se hizo antes o después del Infierno del Jardín. No obstante, lo que es indiscutible es que el Bosco manifestaba la misma maestría a la hora de dibujar y de pintar. Pluma y pincel no se le resistían.
Podríamos añadir varias cosas más sobre este misterioso personaje. Por ejemplo, es el único ser humano que no conserva su cuerpo tal y como fue creado en el Principio. Se ha deshumanizado por completo. En cambio, el resto de almas torturadas todavía poseen su forma humana, su forma “pura”, como si todavía tuviesen una oportunidad de salvarse. Sólo los más fuertes de espíritu, los que no sucumban a la ansiedad y al dolor del infierno, los que sean capaces de darse cuenta de sus errores del pasado, es posible que puedan salvarse. El resto se corromperán como el hombre-árbol y sufrirán por siempre.
Podemos hablar también de las fuentes potenciales de inspiración que sirvieron al maestro para dar vida a su criatura más famosa. Hay muchas hipótesis. Algunos especialistas apuntan directamente a la Divina Comedia de Dante. Por ejemplo, cuando Dante vaga por el círculo noveno y último del infierno, describe un lago congelado sobre el que se desplaza un gigante con forma de torre. En el hielo hay diversos individuos atrapados, como en el infierno bosquiano, donde son identificados con los envidiosos. En cambio, en el círculo séptimo, Dante se encuentra con un bosque de hombres-tronco. Estas criaturas eran relativamente frecuentes en la literatura y el arte medievales, aunque lo normal era lo contrario, es decir, los árboles-hombre, árboles de los que nacían partes de personas.
Pero, además del hombre-árbol y el lago helado de los envidiosos (la coexistencia de fuego y hielo en el Infierno responde a las creencias de la época), otros elementos llaman poderosamente la atención. Como las gigantescas orejas que aplastan a un grupo de condenados y están atravesadas por una flecha y un enorme cuchillo. El cuchillo es interesante, ya que es un elemento que se repite en varias obras del Bosco (en este infierno, de hecho, aparece dos veces) y, en muchas ocasiones, también tiene grabada esa “M”. Para algunos especialistas, los cuchillos muestran la importancia que el Bosco daba a su entorno y a su vida cotidiana. Así, este instrumento podría hacer referencia a su ciudad natal, famosa entre otras cosas por sus cuchillos de gran calidad, y la M inscrita a algún maestro cuchillero. Sin embargo, otros autores interpretan la letra como la inicial de “Mundus”, “Mortis” o como una alusión al Anticristo, cuyo verdadero nombre empezaría por esa letra según algunas profecías apocalípticas medievales. Otra interpretación muy llamativa es la que le atribuye un significado más esotérico y hermético. Peter Beagle, por ejemplo, cree que la misteriosa letra remitiría a un concepto rosacruz (aunque esa extraña sociedad secreta surge en la segunda década del siglo XVII): el Liber Mundi. Este sería un manuscrito al que habría accedido el misterioso Christian Rosenkreutz durante su peregrinación en Oriente y que contendría las claves para desentrañar todos los secretos de la naturaleza.
Sin embargo, el conjunto formado por el cuchillo y las orejas recuerda a algunos a un símbolo fálico, a una representación de la lujuria, por tanto. Así, la muchedumbre aplastada serían lujuriosos siendo castigados y condenados. Aunque también es cierto que podría representar ese castigo habitual en la Edad Media que consistía en cortar las manos o las orejas a los delincuentes que cometían delitos menores, como un hurto. Por tanto, el conjunto simbolizaría el castigo por pecar. También podría estar aludiendo al famoso dicho evangélico del “Quien tenga orejas para oír, que oiga”. Lógicamente, los individuos que sufren en el infierno es porque han hecho oídos sordos ante las llamadas de la fe. En fin, como todo en el Jardín de las Delicias, son múltiples las hipótesis y poca la claridad.
Vayamos ahora al extremo derecho, a la zona presidida por una especie de candil. Hay muchos episodios de torturas, pero lo curioso es que están protagonizados en su mayoría por militares, quizás una crítica a las guerras. El más llamativo es el del soldado que está siendo devorado por perros satánicos rabiosos. Sostiene con dificultad un cáliz del que se derrama una oblea y está tumbado sobre un estandarte con una bandera en la que aparece un sapo, símbolo del pecado. En consecuencia, el Bosco podría estar condenado aquí el acto del sacrilegio, la ruptura con los deberes sagrados del caballero de defender a la Madre Iglesia. O tal vez sea una alegoría de algún episodio que ocurrió de verdad o de alguna historia de caballerías. Aunque si retomásemos la hipótesis de la conversatio que el tríptico trata de generar y la finalidad para lo que lo quería el comitente, la escena del caballero podría servir para reflexionar sobre la condición social del cortesano y sobre sus funciones y códigos morales. Sobre su obligación de ser leal y de defender la fe cristiana.
El infierno musical
Nos encontramos ya cerca del desenlace de nuestro libro ilustrado. El último tercio de la tabla podríamos denominarlo la escena de los castigos, pues es su tema principal. Para cada delito o pecado determinado, hay una condena concreta esperando.
Empecemos, por ejemplo, por otras de las criaturas más conocidas del Bosco: el pájaro gigante. En este caso, parece haber un consenso en identificarlo con Lucifer o Satanás, el señor de los infiernos. El cuerpo de este demonio teriomórfico es de color azulado, que en el anterior artículo ya relacionamos con el mal y el engaño. Está sentado sobre una especie de orinal o silla con los pies enfundados en dos vasijas. Su cabeza de rapaz está coronada por un caldero. Engulle pecadores para luego defecarlos a través de su vejiga en una fosa séptica repleta ya de otros desdichados, que no sólo reciben nuevos compañeros, sino también regurgitaciones y defecaciones en forma de monedas. Este sería el castigo para los avaros y los glotones, que ya no son los que engullen sin control, sino los engullidos. El individuo que está siendo en ese instante engullido y de cuyo ano surgen humo y aves podría estar representando un dicho holandés, que vendría a decir algo así como “expulsar por el trasero”, y que alude al desmesurado afán de los avaros de derrochar el dinero y a la dificultad que tienen de retenerlo y de luchar contra su avaricia.
Para varios expertos, este demonio pájaro nos retrotraería a otra fuente de inspiración para el Bosco, posiblemente una de las más importantes y más empleadas por el pintor: La visión de Tundal. Al igual que, presuntamente, la función del cuadro, La visión de Tundal pretendía moralizar con su historia. Fue escrito a mediados del siglo XII por un tal Marcus, un monje benedictino irlandés de nublada biografía. En él se relatan las peripecias y tormentos del alma corrupta de un caballero rico irlandés llamado Tundal, practicante consumado de todos los pecados capitales habidos y por haber. Un día morirá súbitamente y su alma será conducida al infierno por todas las maldades que ha protagonizado. Allí, su alma en pena conocerá a su ángel guardián quien, como un cicerone, le guiará a través del infierno y el purgatorio para que pruebe todo tipo de castigos y tormentos. Acabará finalmente perdonado por Dios y visitando el cielo, donde contemplará todas sus maravillas y prodigios, destinadas exclusivamente a las almas bondadosas y arrepentidas. Así, obtendrá una visión global y contrastada del Más Allá que Tundal procederá a divulgar cuando su alma retorne a su cuerpo para prevenir a los incautos pecadores y redimir sus maldades. Realmente, esta obra formaba parte de una corriente literaria conocida como Visiones, cuya intención era mostrar cómo podían ser los distintos destinos que le esperan al alma tras la muerte con el objetivo de reformar moralmente a los pecadores como Tundal e inducirles a que se arrepintiesen de sus pecados. Esta visión en concreto se convirtió en un bestseller y en el relato medieval sobre el Más Allá más conocido hasta la Divina Comedia de Dante Alighieri, en la que tuvo una influencia clara.
Hay unos cuantos motivos que coinciden en La visión y en el infierno del Jardín. Por ejemplo, que para cada tipo de Pecado Capital, existe una tortura muy concreta. En el manuscrito aparece una criatura de enormes fauces llamada Aqueronte que se alimenta de las almas de los avariciosos y los soberbios y en cuya boca Tundal tendrá que sufrir castigos inenarrables por todos los pecados cometidos (ataques de leones, serpientes, dragones y demonios). Esta criatura podría recordarnos al demonio-pájaro del Bosco, que, igualmente, engulle a los avariciosos.
Sin embargo, hay otro monstruo en las visiones que se parece más a nuestro peculiar demonio. Efectivamente, Tundal ve una bestia con forma de pájaro de enormes ojos en medio de un lago helado devorando todas las almas que puede, una escena que se parece mucho a la que nos presenta el Bosco, incluyendo el lago congelado. No obstante, ambas aves difieren de forma sustancial en su anatomía. La que ve Tundal tiene enormes garras de hierro y acero, cuello largo, dos alas negras, un hocico de hierro y una gran boca por la que expele fuego. El demonio bosquiano no expulsa fuego directamente por la boca, pero sí que surge del ano del alma a la que está engullendo junto con varias aves negras. Pero por el resto, el parecido es escaso. También son recurrentes las visiones en las que se describen torturas alternadas por fuego y hielo, elementos ambos plasmados en el infierno bosquiano. Los lagos repletos de criaturas infernales son otro elemento frecuente en las visiones y también aparecen en el infierno del Bosco.
Es probable, por tanto, que el Bosco accediera a esta fuente literaria. De hecho, en 1484 se publicó una edición en s’-Hertogenbosch. Aun así, si el Bosco extrajo elementos de La visión, apenas siguió las descripciones. Como gran innovador que era, incorporó muchos detalles de su propia cosecha, hasta el punto de, prácticamente, reinventar las visiones de Tundal. El Bosco era simplemente demasiado genial como para copiar nada.
Otro nombre que recibe el Infierno de este tríptico es el de Infierno musical, obviamente a causa de la cantidad y diversidad de instrumentos musicales de viento, cuerda y percusión que hay en primer plano. Sin embargo, hay algo muy atípico. En general, los instrumentos se suelen asociar al goce y disfrute que proporcionan las melodías que generan. Pero aquí funcionan como instrumentos de tortura. Algunos personajes se tapan como pueden los oídos para tratar de evitar semejante ruido y estridencia, otros son aplastados, encerrados o empalados en los instrumentos… Esta escena ha suscitado muchísimas cuestiones y dudas que todavía no se han resuelto. Nadie sabe por qué el Bosco relacionó los instrumentos musicales y la música con el pecado (¿tal vez sea una crítica contra la música profana y popular?), pero lo cierto es que no sólo lo hace aquí, sino también en muchas otras obras. En la Baja Edad Media se decía que el ruido era otra de las manifestaciones del demonio, así que podría hacer alusión a eso. O quizás sea otra evocación más del “mundo al revés”, del carnaval en el que todo se invierte.
En todo este conjunto, hay dos personajes en los que nos vamos a detener. Primero, en el demonio que está tocando la gigantesca flauta. Porta en su cabeza una bandera con una media luna. Como ya hemos reseñado más arriba, la media luna podría ser un símbolo de la religión musulmana, aquí manifestada como contraposición a la religión cristiana en cuanto a doctrina herética y falsa. Quizás podría hacer alusión a la latente amenaza que sobre Europa ejercía el imperio otomano. Hay otro demonio que también parece llevar una media luna sobre su cabeza y que está escondido detrás del orinal del demonio pájaro. El otro personaje llamativo es el individuo que está aplastado por el laúd y del que sólo se ve su trasero.
Es interesante el tetragrama con notación musical impreso en sus nalgas y que parece continuarse con el que está escrito en el códice de al lado. Nuevamente, se desconoce el significado real. El demonio rosado parece apuntar con su lengua ofídica a la partitura, actuando como un director de orquesta que dirige la interpretación vocal del coro situado entre la zanfoña y el arpa. El caso es que ya hay quien le ha puesto sonido a esa peculiar melodía. Hace unos años, la por entonces estudiante de música y artes visuales Amelia Hamrick, descubrió que la notación musical del trasero del desdichado tenía coherencia y podía generar una melodía. Así que, la tradujo a notación moderna y, tras una serie de modificaciones, así es como sonaría en piano:
Inspirados también por esta música misteriosa, el grupo Atrium Musicae compuso el álbum cómicamente titulado Codex Glúteo.
Por último, cabría destacar al extraño personaje de piel cerúlea que mantiene sobre su grupa en precario equilibrio un huevo. No es la primera vez que vemos un huevo en este tríptico. No sabemos qué significado le dio el Bosco al huevo, símbolo normalmente de creación, transformación, evolución, nacimiento, aunque también asociado al crisol o al atanor alquímico (¿una crítica velada contra esta ciencia oculta quizás?).
Hay más escenas que ensalzan esa estrecha correlación de delito-castigo. Volvamos a la sección del pájaro luciferino. Justo delante del orinal aparece una mujer angustiada sentada. Un demonio la obliga a mirarse al espejo anal de una extraña criatura. Podría deducirse que ese es su castigo concreto por su vanidad. Sobre sus senos, la mujer porta un sapo, que ya relacionamos con la lujuria y la lascivia. Baja la mirada, tal vez porque en el espejo se está viendo como lo que realmente es: una pecadora sin solución. A la derecha del orinal y semioculto por el marco, un hombre duerme plácidamente. No ha detectado a la criatura que se está encaramando por su cuerpo y cuya misión es torturar al perezoso.
La esquina inferior izquierda está colmada de un violento caos. Multitud de hombres y mujeres huyen descontroladamente de los demonios que les acosan y agreden. A su alrededor se vuelcan mesas de juego (aparece hasta una tabla de backgammon), cartas y dados. La mayoría de expertos ven aquí una furibunda crítica contra el juego corruptor, los tahúres, la traición y la violencia, que ahora padecen los propios violentos. Justo al lado, un conejo ataviado como un cazador lleva su trofeo de caza y unos perros (posiblemente de caza) cubiertos con armaduras prueban la carne de un condenado. Son, nuevamente, representaciones de ese mundo carnavalesco e invertido: las presas son ahora los cazadores y los súbditos del hombre son los que manejan la situación. También llama la atención la mano cortada clavada en la espalda de un demonio y que imita el gesto de la bendición mientras sostiene un dado. Parece una imagen que roza el sacrilegio. Se ha interpretado como la puñalada trapera que los pecadores infligieron a su Redentor, neutralizando la Caridad de Cristo, que nada puede hacer ya por salvar a estas almas.
Otra imagen aparentemente herética la encontramos en la esquina inferior derecha, en el cerdo con toca de monja que acosa a un alma castigada. Lógicamente, es muy sugerente pensar que el Bosco infiltró (de forma un tanto explícita) una dura crítica contra el clero, aunque tampoco sería raro. Aunque el maestro fue claramente devoto (recordemos que fue miembro de la Cofradía de Nuestra Señora), pensemos que vivió a caballo entre el final de la Edad Media y el inicio del humanismo renacentista, un movimiento que, en parte, vino acompañado por un anticlericalismo y un cuestionamiento de los dogmas eclesiásticos en aras del renacimiento de la cultura clásica grecolatina. No era raro, por tanto, que apareciesen críticas contra los excesos del clero, representados por el cerdo (tampoco sería la única: otras obras del maestro están jalonadas de clérigos que protagonizan escenas lujuriosas y relacionadas con la gula). Por ejemplo, uno de los autores que atacó de una forma más radical a los monjes fue Erasmo de Rotterdam en su Elogio de la locura, donde les tilda de pseudorreligiosos, estúpidos, ignorantes, miserables y analfabetos. De traidores, en suma, por concentrar sus esfuerzos no en rezar, sino en combatir contra las órdenes monásticas rivales. No obstante, el cerdo también solía simbolizar la lascivia, o sea, podría estar haciendo referencia simplemente a ese Pecado Capital.
Hay más elementos que llaman la atención en esta escena. El hombre acosado sostiene sobre sus piernas un documento, mientras que el cerdo le ofrece una pluma para que lo firme. El demonio oculto bajo la celada también le exhorta de forma amenazante con su pico metálico a firmar el papel. Algunos autores creen que se trataría del documento que consuma el pacto con el diablo que el insensato habría efectuado en vida, tal vez llevado por la avaricia. No obstante, si introducimos en la narrativa al personaje ataviado con la túnica (tal vez un letrado), que también parece querer convencer al desdichado, la exégesis cambiaría. Claramente, ese hombre no es de fiar. Solamente hay que fijarse en el pequeño sapo de su hombro, símbolo del mal. Según Enrique Pérez, por ejemplo, técnico del área de educación del Museo del Prado, esa escena plasmaría una costumbre de la Baja Edad Media según la cual las personas acaudaladas con conocimientos jurídicos engañaban a los moribundos humildes para que les cediesen sus posesiones. Ciertamente, la víctima sí que presenta un aspecto avejentado y deslucido. Siguiendo esta versión, el cerdo no estaría parodiando a una monja, sino a una mujer rica, que también llevaban tocados parecidos en la época. Así, la mujer-cerdo se abalanza hacia el moribundo ansiosa de quedarse con los pocos bienes de que dispone.
Son muchas más las interpretaciones que se han propuesto, casi todas defendiendo la intención del Bosco de denunciar alguna conducta o costumbre reprobable. Como la de vender ilegalmente reliquias, con las que algunos clérigos ganaron pingües beneficios. El pie cortado que cuelga de la celada del demonio sería una de esas falsas reliquias.
Sería muy iluso por nuestra parte abandonar el tríptico sin dedicar unas líneas a los fantásticos demonios. Estas criaturas grotescas y esperpénticas han despertado todo tipo de preguntas y dudas. ¿De dónde surgieron? ¿Qué significan los múltiples elementos que las conforman? Para algunos, son producto de los sueños y pesadillas del Bosco (a quien a veces se le conocía como “el pintor del diablo”), sus visiones, una hipótesis que impregna de una pátina de esoterismo y herejía su obra. Otra corriente de opinión afirma, en cambio, que el Bosco transformó y adoptó figuras preexistentes accesibles para cualquiera. Criaturas que desde hacía tiempo colmaban manuscritos (como las drôleries y grotescos que adornaban los márgenes de estos documentos), templos, esculturas, procesiones, y que lejos de ser heréticas, funcionaban como parodias, sátiras moralizantes para los fieles. Eran metáforas de la corrupción y lo antinatural, eran lo opuesto a la perfección divina de la obra de Dios.
En todo el tríptico se denota la enorme capacidad de invención del Bosco, tanto en paisajes, escena, personajes. Pero, sin duda, donde más sobresale esta habilidad es en el infierno y sus demonios. El Bosco no copiaba, reinventaba. Ha sido tal la metamorfosis alquímica que han sufrido en la mente del maestro, que es muy difícil seguir las pistas que nos lleven hacia las fuentes originales. Por lo tanto, podríamos concluir que esa amalgama infinita de criaturas nunca antes vistas, quimeras descabelladas compuestas por partes de objetos, animales, plantas y personas, fueron creadas de nuevo por el Bosco, adquiriendo así las habilidades del mismísimo Dios.
¿Qué nos enseña el Jardín de las Delicias?
Ya va siendo hora de terminar nuestro viaje y de despedirnos del maestro. No sin antes esclarecer las conclusiones principales y enseñanzas que podemos extraer del mítico Jardín de las Delicias.
La tesis esgrimida por la mayoría es la moralizante. Por tanto, el objetivo del Bosco era divulgar los valores y principios del buen cristiano. El Jardín funcionaría, así, como una suerte de purgatorio en el que los espectadores tienen la oportunidad de redimirse y de cambiar antes de que sea demasiado tarde para sus almas. El tríptico sería como un libro, y como tal, se lee de izquierda a derecha empezando por el reverso. El argumento central de este libro iluminado es el pecado, presente en el mundo desde su propia creación. El Bosco representa a través de este símbolo arquetípico las conductas a evitar, lo que no hay que hacer para cumplir con la voluntad de Dios. En caso contrario, aguardan ignorancia y castigos interminables. El pecado es un medio que el Bosco emplea para criticar las conductas y comportamientos reprobables de su época, los mismos que conducían incondicionalmente a la estulticia, la locura, la ignorancia, la ceguera intelectual y la enajenación mental. Actúa, de esta manera, de forma muy parecida a como lo hace Erasmo de Rotterdam en el Elogio de la locura. Queda, de esta manera, reflejado el tópico del Contemptus Mundi, el menosprecio del mundo material y pecaminoso (un tema muy frecuente en la literatura medieval e inaugurado por el monje benedictino Bernando de Morlaix en el siglo XII con su obra homónima).
Seguramente, en el cuadro estén plasmadas las creencias del propio pintor y la idiosincrasia de su clase social. También las del comitente del Jardín, el conde Engelbrecht II de Nassau, quien en última instancia supervisó el proceso de elaboración de la obra, o al menos eso es lo que se podría deducir de los diversos cambios que esconden las capas subyacentes de pintura y que, hasta tiempos recientes, nadie había visto. No sería extraño que el comitente estuviese tan pendiente de su futura adquisición, sobre todo por el fin al que iba destinada: enseñar y adoctrinar a sus pupilos, su sobrino, Hendrik III, y el futuro rey de Castilla, Felipe el Hermoso, en los códigos y valores de la corte.
Las interpretaciones sobre el cuadro han sido innumerables, tantas como los misterios que esconde. El Bosco exige de nosotros un amplísimo conocimiento de su época y de los tiempos que la precedieron, algo de lo que muy pocos sabios disponen. Llevaba dentro su ciudad natal (en la que, por otra parte, siempre vivió, según varios especialistas), y es lógico pensar, en consecuencia, que traspasó sus costumbres, creencias y, en suma, su entorno sociocultural al lienzo. Los objetos y las actividades cotidianas que hemos visto en este tríptico dan buena cuenta de ello. Toda su producción es una idiosincrasia pictórica metamorfoseada por su mente lúcida y única.
Es muy complicado obtener el significado real de la pintura y todos sus elementos, y gran culpa la tiene nuestro egocentrismo y nuestra mente excesivamente racionalista. Han pasado 500 años y nuestras idiosincrasias han cambiado considerablemente. Ya no entendemos el pensamiento tardomedieval, clave para entender al Bosco. Seguramente, cualquier contemporáneo ilustrado del Bosco podría comprender sin demasiado problema el tríptico y extraer fácilmente su moraleja… O quizás no y era tan hermético antes como ahora.
Aquí aparece un problema. Si la obra del Bosco está hecha para reformar al público, no está destinada a todo el mundo, porque no todos son capaces de entenderla. Se convierte así en una obra hermética, esotérica, destinada únicamente a los “iniciados”, a los que disponen de los suficientes conocimientos para descifrarla. Esto corrobora el pesimismo que el Bosco muestra en el Jardín: la mayoría acabarán sucumbiendo a la estulticia y a las distracciones superficiales. Sólo los que se dediquen al estudio profundo de la obra serán los que encuentren la Salvación, el significado del cuadro. Por el contrario, si suponemos que el tríptico no alberga una verdad fija e inamovible, sino que es diferente dependiendo de la persona que lo contemple, entonces ¿cuál sería su función real? Porque cada persona puede extraer una conclusión muy diferente a la de la reforma espiritual de uno mismo…
El Jardín es una obra atemporal. Tuvo un éxito inmediato tras su publicación y lo continúa teniendo. De hecho, no tardaron en surgir imitadores y seguidores del Bosco ansiosos de replicar su éxito, sus habilidades y su creatividad. También los exégetas entraron rápidamente en acción para descifrar el extraño tríptico, que desde sus inicios ya resultaba un misterio insondable ¿Qué es lo que nos embarga? ¿Su carácter visionario? ¿Sus criaturas? ¿El profundo misterio del destino de la humanidad? ¿Los secretos que aún esconde? ¿La inquietante capacidad del Bosco para penetrar el alma humana?
Esta última faceta del artista es importante. El Bosco fue un visionario. Supo sintetizar los males que consumían a la humanidad desde el principio de los tiempos con unos pocos trazos, entendidos como las pulsiones animalescas y los deseos terrenales de los pobres de espíritu. Es curioso, porque muchos de los personajes desnudos del panel central del Jardín no están realizando ningún acto pecaminoso aparentemente. Sin embargo, parece que el Bosco era capaz de internarse en sus pensamientos. Como un telépata, el maestro conocía los temores y deseos más profundos del hombre. Es decir, cuando observamos a la humanidad del Jardín y de otras obras bosquianas, es como si nos mirásemos al espejo: son un reflejo de nosotros, de todos nosotros, de la humanidad. De alguna manera, las pinturas del maestro funcionan como conectores con nuestro Yo más oculto, con nuestro subconsciente. Tal y como dijo fray José de Sigüenza, gran admirador del Bosco y bibliotecario del monasterio de San Lorenzo del Escorial:
“La diferencia que existe, a mi juicio, entre las pinturas de este hombre y las de otros, consiste en que otros buscan pintar, con la mayor frecuencia, al hombre tal cual aparece en su exterior; sólo él tiene la audacia de pintarlo tal como es en su interior.”
Decíamos que la fascinación que provoca el Jardín de las Delicias prosigue en nuestros tiempos. Una fascinación que ha inspirado y traído de cabeza a diversas tradiciones científicas y artísticas. Por ejemplo, los psicoanalistas no se han abstraído en dar una interpretación al tríptico, aunque es muy polémica, todo sea dicho. Para ellos, el Bosco habría plasmado su propio subconsciente, a partir de lo cual se ha especulado con que el maestro sufría algún trastorno o consumía enteógenos para inspirarse. Además de que no existen evidencias del consumo de sustancias alucinógenas, resulta injusto atribuir las maravillas bosquianas a una mente drogada en vez de reconocer su infinita creatividad e inventiva personal.
Por otro lado, varios autores coinciden a la hora de detectar una poderosa influencia de las obras del Bosco y sus discípulos en el arte surrealista. No es imposible que André Bretón o Salvador Dalí se hayan inspirado en esas escenas extravagantes y rayanas con lo onírico. Este último, por ejemplo, habría repetido elementos bosquianos en sus obras. Os invitamos a realizar un ejercicio: buscad las obras de Dalí tituladas El gran masturbador y La persistencia de la memoria. Poned en vertical las cabezas que están de bruces en el suelo. Ahora, comparad las imágenes resultantes con el panel del Jardín del Edén (el primero del interior del tríptico). ¿Veis la silueta cefálica en la pintura del Bosco? Intentadlo unos instantes, y si no lo conseguís, observad la siguiente imagen.
Efectivamente, Dalí habría tomado como modelo la roca antropomorfa sobre la que se alza el árbol del Bien y del Mal. Y es que a Dalí se le ha considerado un fan incondicional del Bosco. Los surrealistas supieron captar la esencia del subconsciente, eso que tanto les entusiasmaba, en el arte del Bosco. Así, el Bosco fue una suerte de padre del surrealismo, un adelantado a su tiempo, y el surrealismo pudo haber sido un revival (lógicamente con todas sus innovaciones y originalidad) del arte bosquiano. Prácticamente, podríamos hacer otro artículo hablando solamente de las influencias que el Bosco pudo haber tenido en multitud de aspectos culturales modernos (en el cine de Luis Buñuel, en la literatura de Antonio Machado, etc.).
No obstante, entre todas las creaciones del Bosco, las que más llaman la atención son sus bestias y demonios, criaturas que nos parecen incomprensibles e imposibles, pero que todas tienen una cosa en común: su asociación con el mal. Posiblemente sean estos monstruos, a veces disfrazados con ropas de clérigos o de nobles, los que hayan desatado más sospechas sobre el posible simbolismo herético y pagano que encierran las pinturas del maestro. Sin embargo, muchos especialistas les dan otra interpretación. Comenzando por fray José de Sigüenza, quien insistía en que, de ser las obras del Bosco heréticas, el rey Felipe II de España jamás las hubiera adquirido, y menos aún las hubiera colocado en el monasterio de San Lorenzo del Escorial. No, él ya atribuía a las pinturas un significado moralista, que es el que sigue predominando en la actualidad. Esas criaturas no dejan de ser parodias y sátiras grotescas de los vicios del ser humano. Sus variadas formas y estructuras, aunque originales, continuarían con una tradición iconográfica medieval preexistente que ya era plasmada con frecuencia en templos y escritos. Asimismo, según esta escuela, todo aquello que se ha relacionado con las ciencias ocultas, como la alquimia o la astrología, no es necesario que implique una defensa de las mismas. Perfectamente pueden servir para lo contrario: la crítica y la denuncia.
Copiar no era lo suyo. El maestro podía inspirarse en determinados motivos e iconos, pero siempre los reelaboraba al máximo. La importancia que le daba a la inventiva personal la dejó claramente manifestada en la sentencia latina lapidaria que aparece en su dibujo El bosque tiene oídos, el campo tiene ojos:
“Miserrimi quippe est ingenii Semper uti inventis et nunquam inveniendis”.
Significaría algo así (una traducción que hemos intentado mejorar gracias a la inestimable ayuda de dos buenos amigos, Daniel Antúnez y Syuzi Grigoryan): “Es característico de las inteligencias lúgubres utilizar siempre lugares comunes y nunca invenciones propias” (Paul Vandenbroeck). Esta era su filosofía y la base de sus creaciones: inventiva personal e innovación. El Bosco no copiaba, reinventaba. Es otra enseñanza más que el maestro ha legado para la posteridad y que deberíamos tenerla siempre presente.
Para ir acabando, qué mejor que cederle la palabra a otro maestro (esta vez de las letras), el poeta Rafael Alberti, autor de una descripción inigualable del Jardín de las Delicias:
Tal como dijo el historiador Reindert Falkenburg, el tríptico es el interlocutor del espectador. El cuadro y sus criaturas nos hablan, nos preguntan y cuestionan acerca de la naturaleza humana, de nuestro destino y nuestra relación con el Bien y el Mal. Es una constante y eterna conversatio, y como tal, el cuadro es igual de dinámico que un diálogo, cambiante y polimórfico. Por eso, cada vez que lo revisitamos, despierta en nosotros nuevas sensaciones y preguntas. Por eso, cada vez que vayamos a verlo de nuevo, hay que hacerlo con la mente abierta y los sentidos despiertos, porque el mágico Jardín de las Delicias siempre tendrá algo que decirnos.
REFERENCIAS
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