Resguardados en fortalezas montañosas inexpugnables, los nizaríes, un misterioso grupo musulmán diseminado por Irán y Siria, despertaron el temor y el respeto de sus enemigos en el Medievo. Cuentan que los devotos más fieles cumplían sin rechistar los mandatos de su líder, el enigmático “Viejo de la Montaña”, quien los despachaba en misiones suicidas para asesinar a los líderes políticos y militares rivales que suponían un peligro potencial para sus ambiciones. Estos actos acabarían granjeándoles el calificativo de “assassins”. No tenían miedo a la muerte. Tanto es así que se lanzaban al vacío desde vertiginosas alturas para demostrar lealtad a su líder si este así lo requería. Esto es al menos lo que nos ha llegado de los cronistas europeos medievales. Pero ¿qué hay de verdad en todas estas historias? En este artículo conoceremos en profundidad a los nizaríes o asesinos, el grupo que inspiró la saga de Assassin’s Creed
“Nada es verdad, todo está permitido” – Lema de la Orden de los Asesinos
Assassin’s Creed es una de las sagas de videojuegos más exitosas y alabadas por el público, hasta el extremo de haberse desarrollado un complejo y genuino universo en constante expansión en torno al producto de Ubisoft. El argumento principal es el enfrentamiento maniqueo a través de los siglos de dos facciones irreconciliables: la Hermandad de los Asesinos y la Orden de los Templarios. Aunque ambas persiguen lo mismo, la paz y el orden mundial, los medios para alcanzar esas metas difiere notablemente entre ambos bandos. Los Templarios consideran que el ser humano no es de fiar, es un peligro para sí mismo (“el hombre es un lobo para el hombre”), pues rápidamente sucumbe a sus instintos más salvajes y las pasiones más mundanas, lo que lo incapacita para conseguir por sí solo esos objetivos. Por tanto, ven necesario el control y el sometimiento del libre albedrío para guiar a la humanidad y encarrilarla hacia la armonía y la prosperidad. Por el contrario, los Asesinos sí confían en el libre albedrío y tratan de salvaguardarlo para que el ser humano evolucione y alcance la paz mediante su propio progreso. Entre tanto, este enfrentamiento va modificando el discurrir de la historia.
La Hermandad de los Asesinos se fundamenta en una serie de preceptos que determinan el credo y la forma de actuar de sus acólitos, y que se resumen en tres puntos: no agredir al inocente, actuar sigilosamente y camuflados a plena luz y no comprometer a la Hermandad. Los Asesinos tienden a vestirse con túnicas y a esconder su rostro con una capucha para pasar desapercibidos. Otros elementos que los caracterizan son las letales cuchillas retráctiles equipadas en los antebrazos con las que siegan la vida de sus enemigos. Actúan en las sombras y sin llamar la atención en la medida de lo posible; se camuflan entre el gentío y vigilan a sus objetivos hasta que encuentran el momento oportuno para abatirlos. Son personajes intrépidos y no tienen miedo a la muerte, llegando incluso a saltar desde grandes alturas para despistar a sus perseguidores o para demostrar su lealtad al credo.
La principal fuente de inspiración de la saga y, especialmente, del primer videojuego es la novela Alamut (1938), escrita por Vladimir Bartol. Muchos elementos del libro aparecen en el juego, empezando por el lema principal de la Hermandad “nada es verdad, todo está permitido”, que en el libro es “nada es una realidad absoluta, todo está permitido”. La obra de Bartol, aunque ficticia, incluye varios personajes y lugares que existieron realmente, al igual que Assassin’s Creed. No obstante, suelen aparecer mezclados con recursos literarios y narrativos que no se corresponden con la realidad histórica.
Cualquiera que tenga una ligera noción sobre la saga de los Asesinos sabrá que las historias están inspiradas en sucesos y personajes reales. En el caso de los templarios, está claro en quienes se basan, pero no muchos saben que tras la aparentemente ficticia Hermandad de los Asesinos también existe una historia real y fascinante: la de los nizaríes. Para conocerla adecuadamente debemos seguir un orden, así que empecemos en Próximo Oriente, concretamente en el siglo VII d.C., periodo en el que un solo hombre, actualmente alabado por millones de personas, cambió la historia del mundo para siempre.
Desde los chiíes hasta los ismailitas
“Decir que nada es verdad supone darse cuenta de que los cimientos de la sociedad son frágiles, y que debemos ser los pastores de nuestra propia civilización. Decir que todo está permitido es comprender que somos los arquitectos de nuestros actos y que debemos vivir con las consecuencias, ya sean gloriosas o trágicas” – Ezio Auditore
Los nizaríes o “hashashin” (una de las variantes del término original del que procede la palabra inglesa “assassin”, que hace referencia al asesinato de una persona importante) constituyen una de las ramas del ismailismo, que a su vez forma parte de la tradición chií o chiita. Los ismailitas conforman la segunda comunidad chií más numerosa después de los imamíes o duodecimanos. Como son muchos términos que asimilar, vamos a ir explorándolos uno por uno.
El 8 de junio del año 632 falleció en Medina sin dejar hijos ni a un sucesor designado el fundador y profeta del islam: Mahoma. En consecuencia, a su muerte siguió un caótico cisma entre sus seguidores motivado por diferencias teológicas y de liderazgo sobre quién debía suceder al profeta como líder espiritual de la comunidad islámica. Estas disensiones darían lugar a las dos ramas principales del islam: el sunismo o rama ortodoxa, mayoritaria y predominante a lo largo de la historia, y el chiismo.
Mahoma sería finalmente sucedido por Abu Bakr, el primer califa del islam (de “khalifat rasul Allah”: sucesor del mensajero de Dios) y uno de sus seguidores más cercanos (considerado la primera persona externa a la familia del Profeta que se convirtió al islam). Sin embargo, no todo el mundo estuvo de acuerdo. Un pequeño colectivo de Medina consideraba que el legítimo sucesor de Mahoma debía ser alguien de su familia (la “Ahl ul-Bayt”) y, más concretamente, su primo y yerno, el marido de su hija Fátima, Abu al-Hasan Ali ibn Abi Tálib (Alí), y en él depositaron su lealtad. Este grupo minoritario pasaría a conocerse como Shi’at’Ali, el partido de Alí o, simplemente, Shi’a (chiíes), quienes tienen su propia interpretación de los hechos. Según los chiíes, en 632 Mahoma habría nombrado explícitamente a Alí como su sucesor obedeciendo a una revelación divina. En consecuencia, Alí era el líder legítimo del califato, el imán que debía dirigir a la comunidad musulmana, ya que, en última instancia, era la voluntad de Dios manifestada a través de su mensajero. El resto de pretendientes al trono solo podían ser meros usurpadores. A pesar de que el yerno de Mahoma accedería al trono califal algunos años más tarde, esta desavenencia originaría el cisma suní-chií.
Con el paso del tiempo, los debates en torno a distintas cuestiones teológicas e históricas y sobre la línea sucesoria de los imanes debilitarán la unión chiita, dando lugar a la formación de diversas sectas y escuelas de pensamiento. El ismailismo será una de las doctrinas que surgirán de esta fragmentación. Su nacimiento debemos ubicarlo después de la muerte del imán Jaʿfar al-Ṣādiq en 765, el quinto en la genealogía ismailita. Es una de las figuras principales de la historia del ismailismo, ya que introdujo varios cambios doctrinales fundamentales.
Su sucesión fue muy conflictiva. Se supone que Jaʿfar designó a su segundo hijo, Ismāʿīl (epónimo del ismailismo), como su sucesor al imamato. Desgraciadamente, Ismāʿīl murió antes que su padre. Este suceso generó una crisis existencial en algunos seguidores de Ja’far al no poder concebir cómo su imán, considerado una autoridad infalible al estar guiado por la divinidad, erró en un asunto tan importante como era la designación de su heredero. En cualquier caso, los discípulos de Jaʿfar se fragmentaron en 6 grupos en función de a cuál de sus hijos mostraban lealtad, destacando por ser los más numerosos a los duodecimanos o imamíes (la comunidad chiita más abundante en la actualidad), seguidores de Mūsā al-Kāẓim, otro de los hijos de Jaʿfar, y a los ismailitas (con entre 12 a 15 millones de seguidores en la actualidad), que continuaron manifestando su devoción a Ismāʿīl y al hijo de este, Mohamed.
Jaʿfar era considerado un maestro extremadamente sabio, lo que le granjeó el respeto tanto de chiíes como de suníes. Una de las cosas más importantes que hizo fue redefinir la doctrina del imamato. El imán es la figura más importante para los chiíes, al ser considerado el líder espiritual de la comunidad musulmana después de Mahoma. Ahí es nada. Y esto es así porque, desde Alí, los imanes son los herederos del conocimiento religioso y de la inspiración divina que les permite interpretar las dimensiones exo- y esotérica de la sharía y los textos sagrados. Este es otro elemento fundamental y diferenciador de la doctrina ismailita, origen asimismo de la animadversión y las críticas furibundas de los teólogos suníes, que llegaron a tacharles de herejes y ateos (en algunas fuentes se les designa con el término despectivo “hashishiyya”, de donde provendría la palabra “asesino”). A grandes rasgos, los ismailitas distinguen dos significados o aspectos inseparables del mensaje revelado por Alá a Mahoma:
El “zāhir” o significado literal y aparente, accesible para la mayoría.
El “bātin”, el conocimiento oculto que contiene la verdadera realidad espiritual inmutable y eterna al que solo unos pocos iniciados tienen acceso.
Aquí es donde radica la importancia del imán, ya que, al ser el receptor de la inspiración divina, es la única persona capaz de interpretar el significado oculto y más profundo del mensaje revelado y, por consiguiente, debe ser el único guía legítimo de quienes se consideren musulmanes. Por lo tanto, el califa sunita quedaba rebajado a un mero usurpador. Precisamente, este interés por lo esotérico es lo que encrespó a los enemigos ideológicos de los ismailitas, al considerar que conducía al abandono de la sharía.
¿De dónde obtenían los imanes la aptitud imprescindible para interpretar el mensaje revelado? De sus predecesores. Según Ja’far, cada imán debe designar a su sucesor explícitamente y transmitirle sus conocimientos y facultades divinamente inspiradas para que pueda llevar a cabo adecuadamente su función como líder espiritual en el futuro. De esta forma se estaría reproduciendo la primera designación, es decir, la que realizó el Profeta al señalar a Alí como su continuador. Por último, refinó y convirtió la práctica de la “taqiyya” en un precepto más de la doctrina chiita. La taqiyya consistía en la disimulación de las creencias religiosas personales para sobrevivir a las persecuciones y pogromos, un comportamiento que los ismailitas practicarían repetidas veces a lo largo de su historia. Era la mejor forma que tenía un colectivo que renegaba del poder imperante de protegerse y sobrevivir.
El periodo que abarca desde la muerte de Jaʿfar al-Ṣādiq hasta el año 909 se conoce como periodo pre-fatimí. Es una etapa muy oscura a causa de la escasez de fuentes historiográficas. Por entonces, el mundo musulmán estaba gobernado por la dinastía abásida o abasí, de corte sunita, que había arrebatado la hegemonía a la dinastía omeya en 750. Los abásidas persiguieron con ahínco a aquellos musulmanes considerados herejes, como los ismailitas, por no seguir la doctrina que, según ellos, era la única correcta. Ante esta situación tan desfavorable, los ismailitas se vieron obligados a ocultarse y a adoptar un modo de vida clandestino, absteniéndose asimismo de dejar pruebas escritas de sus creencias o, como mínimo, limitando su difusión, lo que explicaría la escasez de fuentes historiográficas de esta época.
A pesar de estos inconvenientes, los ismailitas engrosaron sus filas y aumentaron su influencia y poderío militar paulatinamente hasta surgir con fuerza a mediados del siglo IX como un movimiento de carácter revolucionario contra el califato abásida. Los reclutamientos se producían fundamentalmente entre los grupos sociales más desfavorecidos y descontentos con la administración, como los campesinos y las tribus seminómadas y beduinas. Ellos fueron quienes constituyeron el núcleo del ismailismo en sus comienzos. Progresivamente, la doctrina chií fue ganando mayor popularidad y adhesiones, ya no solo entre las clases más humildes, sino también entre aristócratas, terratenientes y dirigentes, quienes ofrecieron apoyo económico al movimiento, muy necesario para favorecer su estructuración, consolidación y expansión. El empoderamiento estimuló el abandono de la clandestinidad y convirtió a los ismailitas en una amenaza para el estado abásida. Aumentó también el número de misioneros enviados a distintas regiones de Irak, Yemen y Persia para propagar la doctrina y ganar nuevos acólitos. El terreno estaba siendo allanado para la consecución de uno de los mayores éxitos para los ismailitas en particular y para toda la comunidad chiita en general.
El califato fatimí: la época dorada del ismailismo
“Nuestro credo no nos ordena ser libres. Nos ordena ser sabios” – Altaïr Ibn-La’Ahad
A pesar de la férrea oposición suní, la revolución ismailita culminó en el año 909 con un logro único e irrepetible para los chiíes: el establecimiento de un califato, que perdurará hasta 1171. El primero y el último de carácter chiita y, más aun, de corte ismailita. La consolidación de una fuerza militar lo suficientemente poderosa y los éxitos proselitistas cosechados por los misioneros ismailitas fueron clave para derrocar a los abásidas y sustituirlos en el poder.
A este califato se le conoce con el nombre de fatimí porque los califas-imanes trazaron su línea de sangre hasta Fátima, hija de Mahoma y esposa de Alí. Por fin, los musulmanes chiíes podían expresar sus creencias y credo abiertamente, sin temor a ser perseguidos y represaliados por sus enemigos, al menos en los territorios fatimíes. Esto quedó evidenciado por la destacable producción intelectual y las contribuciones a la teología y la filosofía islámicas por los chiitas durante este periodo.
Lógicamente, los fatimíes aprovecharon esta oportunidad para intensificar la predicación de su doctrina y enviar docenas de misioneros a distintas partes del mundo musulmán con la misión de dejar claro que el califa-imán fatimí era la única autoridad religiosa y política legítima a la que rendir pleitesía, pues a través de su linaje había recibido la inspiración divina y el conocimiento necesario para interpretar correctamente el mensaje revelado por Alá a Mahoma.
En un primer momento, la capital del califato se estableció en Ifriqiya, actual Túnez, para después ser trasladada a El Cairo (Egipto), donde permaneció hasta el final. El califato fatimí se extendió por todo el norte de África, desde Marruecos hasta Egipto, Sicilia (desde donde lanzaron varias incursiones hacia las costas mediterráneas europeas), Siria, Yemen, Palestina, la costa africana del mar Rojo y la región de Hiyaz (incluyendo las ciudades sagradas de Medina y La Meca).
De entre los catorce califas-imanes fatimíes que ocuparon el trono, cabe destacar a Abū Tamīm Ma’ad al-Mustanṣir bi-llāh por ser el que más tiempo reinó y el más directamente relacionado con el surgimiento de los nizaríes. Su gobierno se prolongó desde 1036 hasta su fallecimiento en 1094, un periodo importante que marca el comienzo de la decadencia del califato a causa de la pérdida de hegemonía y territorios. La muerte de al-Mustanṣir, además, vino acompañada de un cisma entre sus adláteres. De esta manera, dos nuevas ramas ismailitas surgieron del seno de la discordancia, siendo una de ellas la de los nizaríes, los famosos asesinos.
1094: el nacimiento de los nizaríes
Al Mualim: “¿En qué creemos?”
Altaïr: “Sólo en nosotros mismos. Vemos el mundo como realmente es, y esperamos que algún día la humanidad pueda ver lo mismo.”
Antes de morir, al-Mustanṣir designó a su primogénito, Abu Mansur Nizar (1045-1095), como su heredero al trono. Sin embargo, durante ese periodo se estaba urdiendo una artimaña para evitar que Nizar llegase al poder. Detrás de tamaña conspiración estaba el poderoso visir al-Malik al-Afdal, quien planeaba acaparar todo el poder en sus manos. Entre bambalinas movió los hilos para que el hermano pequeño de Nizar, Abu al-Qasim Ahmad, fuese quien accediese finalmente al trono, la marioneta ideal a través de la cual pudiera controlar el califato fatimí.
Los visires ostentaban un papel importante en la corte fatimí. A menudo, los sucesores de los califas solían ser menores de edad cuando accedían al trono y no estaban preparados para gobernar. En estas circunstancias, los visires electos podían actuar como regentes y maestros del futuro califa hasta que éste alcanzase la edad pertinente. No obstante, tal era el poder que llegaban a disfrutar los visires que, en ocasiones, reducían a su señor a un mero figurante sin apenas capacidad de decisión sobre la administración del estado. El caso de al-Afdal fue un buen ejemplo de ello.
El visir regente movió sus fichas astutamente para obtener el apoyo de los ejércitos fatimíes y los miembros más influyentes de la corte y colocar en el trono a Ahmad con el título de al-Musta’li billah, terminando así con todas las oportunidades de Nizar de suceder a su padre. Este huyó a Alejandría como último recurso para conseguir el soporte del gobernador de la ciudad y su población, cosa que logró, siendo reconocido como califa-imán por los alejandrinos. Desde allí organizaría una revolución para destronar al visir, pero sería aplastada rápidamente. Nizar terminó sus días en prisión y ejecutado por emparedamiento a finales del año 1095.
Estos acontecimientos escindieron a los ismailitas fatimíes en dos ramas: aquellos que reafirmaron su lealtad a Nizar, los nizaríes, y aquellos que reconocían a al-Musta’li como su califa-imán, los mustalíes. A partir de entonces, los nizaríes no serían demasiado bien vistos en Egipto, predominantemente mustalí, de manera que tuvieron que emigrar y establecer sus territorios en otras regiones, como Persia (actual Irán), donde constituirían su propio estado independiente. Para entender por qué los nizaríes eligieron Persia para establecer su centro de mando, debemos retrotraernos 5 años antes de la muerte de Nizar.
Alamut: la inexpugnable capital del estado nizarí
En el año 1090, un hombre misterioso que trabajaba para los fatimíes se infiltró en Alamut, una impresionante fortaleza rocosa ubicada en un risco del macizo montañoso de Alburz, en la región de Daylam, al sur del mar Caspio. Su fundación se atribuye a los jostánidas en 860, quienes eligieron un lugar inmejorable para levantar su castillo. Además de dominar un valle fértil y generoso, Alamut estaba rodeado de montañas y terrenos abruptos y escabrosos. Un camino estrecho, empinado y sinuoso era la única forma de acceder a la fortaleza, lo que la hacía inconquistable. De hecho, nadie nunca pudo tomarla por la fuerza.
Aquel extraño llevaba tiempo pergeñando un plan para hacerse con el castillo. Anteriormente ya había cosechado resultados muy satisfactorios enviado varios misioneros clandestinamente a Persia en aras de ganar nuevos acólitos para la fe ismailita. Por su situación, sabía que Alamut era el mejor lugar para establecer su base de operaciones, sobre todo teniendo en cuenta que Persia estaba dominada por los turcos selyúcidas, aliados de la dinastía abasí y adeptos del sunismo y, por ende, enemigos de los fatimíes. Si conseguía Alamut, podría establecerse en el corazón del territorio enemigo, atacarlos desde dentro y defenderse en caso de que tomasen represalias. De hecho, era una gran idea, porque los encontronazos militares entre ismailitas y el imperio selyúcida fueron constantes.
El envío de misioneros terminó por convertir a la guarnición de Alamut al ismailismo, lo que resultó vital para que el infiltrado pudiera reclamar para sí el castillo, que se convirtió en el centro proselitista del nizarismo en Persia. Así, Hassan-i Sabbah (1034-1124), el autor de la operación para conquistar la fortaleza, se convertiría en el primer señor de Alamut. Hassan era un carismático predicador y misionero de origen persa al servicio del califato fatimí, extremadamente astuto y avispado, pues ya intuía que el califato estaba flaqueando y que debía alejarse lo máximo posible para evitar verse arrastrado por su colapso.
Efectivamente, ya durante el reinado de al-Mustanṣir las cosas no iban bien. En primer lugar, varias facciones enemigas, entre ellas los turcos selyúcidas, estaban ganando terreno a los fatimíes y poniendo en riesgo la estabilidad de su hegemonía. Cada vez era más difícil mantener el orden en los territorios y sofocar el creciente número de disturbios y revueltas populares. Asimismo, el gobierno sufría de intrigas, desórdenes intestinos y enfrentamientos entre las distintas facciones de la corte fatimí. Hassan vio en todo esto los últimos coletazos de un gobierno en decadencia. Por lo tanto, era el momento de comenzar a organizar su propio movimiento. De hecho, tras la muerte de al-Mustanṣir, al califato le quedaba poco menos de un siglo de vida. Sería un visir fatimí quien, finalmente, daría el golpe de gracia al califato en 1171. Ṣalāḥ ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb, popularmente conocido como Saladino, fundador de la dinastía ayubí, quería restituir la autoridad perdida de los abásidas suníes. Para ello, consolidó su posición en la corte y organizó su propio ejército con el que destruyó las milicias fatimíes y expulsó a la dinastía ismailita fatimí del poder, devolviendo el mando a los abásidas. Así fue como terminó el único califato chiita de la historia tras 262 largos y prósperos años de existencia.
Por lo tanto, con la conquista de Alamut comenzó la historia del ismailismo nizarí, que perduraría hasta 1256, cuando Alamut fue rendida ante las hordas mongolas. Sin embargo, el nizarismo como tal no se fundaría hasta 1095, año en que Hassan-i Sabbah declaró su lealtad a Nizar y sus descendientes y rompió su vínculo con el califato fatimí. De esta manera, estableció un estado autónomo e independiente en Persia y su propia misión predicadora o “da’wa”, que, progresivamente, pasó de funcionar clandestinamente a ser más abierta y pública a pesar de los constantes embates de los selyúcidas.
El proselitismo nizarí tuvo bastante aceptación en Persia por varios motivos. El primero era el descontento general de la población con la administración selyúcida. Los saqueos, las matanzas o el exceso de impuestos constituían una constante que la población persa (y, especialmente, los más desfavorecidos) no estaba dispuesta a aguantar por mucho más tiempo. A esto había que añadir el fracaso de la operación de islamización por parte de los turcos. Parte de la población aún se sentía muy arraigada a su pasado y tradiciones persas y veían a los turcos como invasores que pretendían extirpar esas raíces, por lo que era imperativo expulsarlos. Por el contrario, el ismailismo nizarí se presentó como una alternativa más abierta e igualitaria para estas personas. La lucha de Hassan contra las políticas anti-chiíes de los turcos comulgaba con los sentimientos nacionalistas y la necesidad de conservar la idiosincrasia persa, por lo cual los nizaríes eran vistos como aliados. De hecho, para demostrar que el nizarismo respaldaba la causa persa, Hassan adoptó el persa como idioma oficial del movimiento. Hay que tener en cuenta, además, que el primer señor de Alamut era de origen persa, por lo que es posible que su lucha estuviese orientada, no solo a promulgar la doctrina nizarí, sino también a defender a su pueblo.
Una vez asentado en Alamut, Hassan puso en marcha diversas reformas y reparaciones del castillo para hacerlo aún más inexpugnable y convertirlo en la capital del estado nizarí. Hizo construir almacenes, depósitos de agua y un intrincado sistema de cañerías que suministrara agua a todas las estancias y sectores de la fortaleza, además de reforzar las fortificaciones. También amplió y mejoró los sistemas de riego y los cultivos del valle de Alamut. De esta forma, se aseguró una fuente de suministros básicos para sustentar a su población y resistir asedios prolongados, los cuales serían regulares durante los próximos siglos. Asimismo, Alamut sería conocido por la rica biblioteca que albergó, un gran centro del saber ismailita y nizarí.
Seguidamente, el señor de Alamut procedió a crear una red de fortalezas inexpugnables para consolidar su dominio en Persia y disponer de bastiones desde los que diseminar la da’wa nizarí y convocar numerosas revueltas al mismo tiempo para abrumar a los turcos y expulsarlos de la región. Para ello, despachó misioneros a las fortalezas ya existentes para convertir a sus guarniciones y construyó nuevos castillos en los picos de las montañas. De esta forma, los nizaríes se convirtieron en una fuerza considerable. Además, la hegemonía turca se encontraba en recesión, estimulada en gran medida por la consideración del Estado como un patrimonio familiar que debía ser repartido entre los familiares del sultán turco, lo que resultó en la fragmentación del imperio en varios sultanatos menores y en la descentralización y dispersión del poder entre numerosos líderes religiosos y militares. Tras la muerte del sultán Malikshah en 1092, cundió el caos y el imperio selyúcida se vio abocado a una larga guerra civil entre los hijos del sultán, gobernantes de estos pequeños sultanatos. Esta situación dio un respiro a Hasan y sus seguidores para terminar de consolidar su posición en la zona.
Con todo, el poder militar de los turcos seguía siendo muy superior, por lo que era inviable organizar un ejército para combatirlos. De esta forma, los nizaríes adoptaron una estrategia auxiliar para alcanzar sus ambiciones políticas: asesinar selectivamente a personajes importantes e influyentes para desmoralizar al enemigo y generar el caos; la técnica por la que serían mitificados y temidos, origen de numerosas leyendas y exageraciones; la misma que les daría el apodo de “asesinos”; la misma que practican los protagonistas de Assassin’s Creed. Estas misiones, a menudo suicidas, eran llevadas a cabo voluntariamente por los “fidā’īs”, jóvenes abnegados y extremadamente devotos que estaban dispuestos a sacrificarse por el bien de su comunidad. Sus actos, por el riesgo y la peligrosidad que comportaban, eran glorificados por los nizaríes, quienes elaboraban listas honoríficas con los nombres de los fidā’īs y sus hazañas. Sus objetivos solían ser personajes de alto rango de los ámbitos religioso, político y militar que podían causar grandes daños a su comunidad, por lo que sus misiones estaban justificadas como una forma de auto-defensa preventiva. Los asesinatos eran realizados habitualmente en público para que sirvieran de advertencia e intimidaran a cualquiera que estuviese pensando en meterse con los nizaríes.
Los nizaríes en Siria
“Trabajamos en la oscuridad para servir a la luz. Somos Asesinos” – Aguilar de Nerja
La da’wa nizarí no quedaría circunscrita a Persia. Alamut sirvió como núcleo irradiador de misioneros y propagandistas que se establecerían en distintas regiones de Próximo Oriente, especialmente en Siria, también dominada por la dinastía selyúcida. El envío de predicadores a Siria comenzaría durante los primeros años del siglo XII. En realidad, la población siria estaba predispuesta a la aceptación de la da’wa nizarí, ya que tiempo atrás el ismailismo ya había estado pululando por aquellos lares. De hecho, tras la muerte de al-Mustanṣir, algunos sirios reaccionaron a favor de la proclamación del estado independiente nizarí de Persia, número que fue medrando con el tiempo.
Al igual que en Persia, la fragmentación política y religiosa amenazaba la estabilidad de la región y la población se mostraba disconforme con el gobierno turco por la cantidad de problemas que había causado. Esta situación se agravó con la aparición en escena de otros actores que cambiarían el devenir de Próximo Oriente: los cruzados europeos, que llegaron a finales del siglo XI. Estas circunstancias favorecieron la expansión del ismailismo nizarí por Siria, en parte porque podían establecer alianzas y pactos pacíficos con algunos señores locales o facciones en función del momento y del interés para ganar adeptos más fácilmente. Buenos ejemplos de ello fueron las veces en las que los nizaríes se aliaron con el gran enemigo de la comunidad musulmana: los cruzados; como aquella vez que apoyaron al príncipe francés Raimundo de Antioquía contra el gobernador de Alepo, Nur al-Din, tras haber suprimido las liturgias chiíes.
Las tácticas empleadas para organizar la da’wa en Siria fueron similares a las aplicadas en Persia: construir una red de fortalezas montañosas que sirviesen como centros de operaciones desde los que difundir su doctrina a las zonas circundantes. Tras diversas vicisitudes (y tras intentar infructuosamente instalar su base central en Alepo y luego en Damasco), los nizaríes sirios encontraron el lugar ideal en el que asentar de forma permanente su sede y cuyo nombre seguramente conocerán los fans de Assassin’s Creed: Masyaf, el baluarte más importante de los nizaríes sirios. Situado 40 km al oeste de la ciudad de Hama, en la región montañosa de Jabal Bahra, en el Levante mediterráneo, lograron capturarlo hacia 1140-1141. Otro castillo importante fue el de Qadmus, el primero que adquirieron en Jabal Bahra y residencia frecuente del líder de la da’wa siria.
Como podemos comprobar, los nizaríes se extendieron por regiones muy amplias y, a menudo, separadas entre sí por distancias enormes. Pese a ello, el colectivo nizarí desarrolló un sentimiento de unidad y cohesión muy fuerte, tanto internamente como de cara a sus enemigos, lo que facilitó la estabilidad y la continuidad del ismailismo nizarí y la disciplina y solidaridad de sus devotos. De hecho, los señores de Alamut disfrutaron de reinados largos y prácticamente carentes de conflictos políticos, al contrario que otros grupos musulmanes o cristianos. La autoridad del señor de Alamut era ampliamente reconocida y respetada. En consecuencia, las modificaciones doctrinales o la elección de los líderes de las da’was locales (que eran designados desde Alamut) solían ser aceptadas sin reticencias.
El Señor de la Montaña
“Consagré mi vida a conocer la sabiduría y también la locura y el desvarío. Ahora comprendo que era tan fútil como escribir en el agua, pues donde hay sabiduría hay también pesar. Y quien atesora conocimiento, atesora dolor.” – Al Mualim
Un suceso clave en la historia de los nizaríes sirios fue la elección de Rashid al-Din Sinan (1132/1135-1192), alias Al Mualim en Assassin’s Creed, alias “Viejo de la Montaña” en las crónicas europeas, como jefe de la da’wa en Siria. Este personaje, figura importante de las Cruzadas, se convirtió al ismailismo nizarí en su juventud. Estudió en Alamut, donde tuvo como compañero a Hassan II, futuro señor de Alamut.
Sinan protagonizó la época dorada del nizarismo sirio. Gobernaría durante unos 30 años y es considerado el líder más importante por encumbrar a la cúspide de la fama y el poder a su comunidad, otorgándola su propia identidad y un alto grado de independencia. Durante su administración, reforzó la red de baluartes reconstruyendo los ya adquiridos o construyendo nuevas fortalezas impenetrables y autosuficientes en las montañas. También fundó un letal cuerpo de fidā’īs, cuyas hazañas fueron el origen de los relatos e informes exagerados que alimentaron la leyenda de los asesinos por la que serían conocidos los nizaríes en Europa a través de los cronistas y cruzados. Los rumores aludían inicialmente a los nizaríes sirios, pero pronto se extenderían a toda la comunidad nizarí, así como el título de Viejo de la Montaña, que comenzó con Sinan y acabaría siendo aplicado también a los señores de Alamut.
De la misma forma que sus semejantes en Persia, los nizaríes sirios también se hallaban rodeados de enemigos y en clara inferioridad numérica. Templarios, hospitalarios, sarracenos y selyúcidas dificultaban la convivencia pacífica y ponían en riesgo la consolidación de la comunidad nizarí. Puesto que no podían hacerles frente mediante la fuerza militar, también optaron por los asesinatos selectivos de personajes notables y las alianzas estratégicas. En función de cuál fuese su enemigo más poderoso en un momento dado, se aliaban con unos grupos o con otros. Así, en ocasiones se aliaron con los Cruzados para hacer frente a las huestes de Saladino cuando amenazaban su integridad (o, directamente, les pagaban cuantiosos tributos a cambio de la paz) o bien con Saladino si con ello obtenían beneficios y protección. En verdad, su relación con el poderoso sultán ayubí fue de amor-odio. Sinan llegó a despachar fidā’īs en dos ocasiones para acabar con la vida de Saladino. Ambas misiones terminaron en fracaso, aunque la segunda vez lograron herirle superficialmente. Como represalia, Saladino asedió Masyaf, aunque fue interrumpido gracias a la intervención de su tío materno, que estaba interesado en mantener una relación cordial con los nizaríes. De aquí surgió una tregua entre Saladino y los nizaríes que terminó con los intentos de magnicidio de los fidā’īs contra su persona.
De entre los numerosos asesinatos que cometieron los fidā’īs, el que les hizo saltar realmente a la fama fue el de Conrado de Monferrato (1140-1192), rey electo de Jerusalén. Se dice que dos fidā’īs disfrazados de monjes cristianos apuñalaron de muerte al rey en Tiro en abril de 1192, el mismo año en el que también fallecería Sinan. Fue un acontecimiento recogido por multitud de cronistas cristianos y musulmanes, lo que denota el gran impacto que tuvo, sobre todo entre cruzados; no en vano si un personaje intocable como podía ser un rey era accesible a los asesinos, cualquiera podía ser el siguiente. A menudo se ha señalado como instigador del regicidio a Sinan, pero no está claro. Otros apuntan a Saladino, al rey inglés Ricardo Corazón de León o a algún noble franco. Sea como fuere, Conrado no fue el primer cristiano importante asesinado por los asesinos. Cuarenta años antes, el conde Raimundo II de Tripoli también murió a manos de los nizaríes. Como represalia, los cristianos de Tripoli y los templarios atacaron Siria y a los nizaríes.
El principio del fin
“Nuestro trabajo nunca sale según lo esperado. Somos lo que somos porque sabemos adaptarnos” – Al Mualim
A principios del siglo XIII, los ecos de una fuerza formidable que avanzaba imparable desde el este resonaban en Persia. Era el heraldo que anunciaba la debacle de los nizaríes: el imperio mongol (o tártaro). Los nizaríes persas trataron de retrasar su final todo lo que pudieron, pero sus esfuerzos fueron en vano. Hasan III de Alamut, que lideró a los nizaríes desde 1210 hasta 1221, como respuesta a las noticias y los refugiados que llegaban desde los territorios invadidos por los mongoles, contactó con ellos para tender puentes de amistad. Funcionó al principio, pero no duró demasiado.
Al hijo de Hasan III, Mohamed III de Alamut, le tocó vivir la época más compleja y convulsa. La alianza con los mongoles se debilitó hacia 1230 ante sus pretensiones expansionistas de conquistar toda Persia. La única baza disponible era resistirlos. Por entonces, los nizaríes se habían aliado con los califas abasíes. El mundo musulmán, antes dividido por la disparidad de doctrinas, se estaba aglutinando frente el enemigo común que amenazaba con borrarles del mapa. Todo el que quisiera luchar contra los mongoles era bienvenido. De hecho, la congregación musulmana envió embajadores a los reyes de Inglaterra y Francia para expandir su alianza también con los cristianos. Los monarcas europeos rechazaron las ofertas, pues tenían otras ambiciones en mente: apoyar al imperio mongol para destruir a todos los musulmanes.
Los años pasaron y la esperanza de hacer frente a los tártaros era cada vez más pequeña. El imperio mongol logró penetrar en Persia. Fortaleza nizarí que encontraban, fortaleza que caía. Además, su política consistía en no dejar rastro de los enemigos abatidos, desmantelando por completo los castillos nizaríes conquistados, reduciéndolos a polvo y exterminando a sus habitantes.
Mientras las hordas mongolas avanzaban imparables, la tensión en Alamut aumentaba por momentos. Por un lado, Mohamed III quería seguir enfrentándose a los mongoles, pero sus asesores optaban por la negociación, lo cual no era posible si Mohamed continuaba en el poder. Finalmente, el imán fue depuesto, asesinado y relevado por su hijo y último señor de Alamut Rukn al-Dīn Khurshāh.
En 1252, el Khan Hülegü, nieto de Gengis Khan, envió un gran ejército de 12000 soldados para apoyar a sus guarniciones en Persia y atacar los bastiones nizaríes con todo. Khurshāh lograría contactar con el Khan, quien solicitó la destrucción absoluta de los castillos nizaríes como condición sine qua non para aceptar la lealtad y sumisión del imán. Como muestra de buena voluntad, el imán nizarí ordeno el desmantelamiento de algunas fortalezas, pero no así de Alamut, pues destruirlo conllevaría eliminar el símbolo identitario y el centro del poder nizarí. Khurshāh trató fútilmente de posponer su rendición dando rodeos y retrasando las conversaciones con el Khan mongol, quien ordenó retomar la invasión de Persia tras agotarse su paciencia.
El día 19 de noviembre de 1256 marcó oficialmente el final del estado nizarí. El último señor de Alamut se refugió en el castillo de Maymūndiz, desde donde hizo frente al asedio de Hülegü durante un breve periodo de tiempo. El 19 de noviembre, el imán capituló y dio la orden de que todas las fortalezas nizaríes restantes de Persia y Siria abriesen sus puertas a los mongoles y permitiesen su desmantelamiento y destrucción, poniendo fin a los casi dos siglos que duró la época dorada del ismailismo nizarí. Aun así, hubo todavía nizaríes que siguieron resistiéndo. En Maymūndiz, un grupo de fidā’īs continuaron luchando desesperadamente durante 3 días más a pesar de la rendición de su líder. Las fortalezas de Alamut, Lamasar y Girdkūh también rehusaron capitular.
El Khan envió sus huestes a conquistar Alamut, que fue sometido tras varios días de enfrentamientos. Tras la derrota, el líder mongol permitió a Khurshāh, que acompañaba al ejército mongol, entrar a Alamut para contemplar la orgullosa capital de su estado una última vez antes de ser desguazada. No quedó piedra sobre piedra y se perdieron valiosos tesoros, incluyendo la biblioteca. De haber sobrevivido, nos hubiera permitido saber mucho más sobre esta comunidad y sus protagonistas. Solamente unas pocas obras lograron evitar ser pasto de las llamas gracias a la intervención de Atā-Mālik Juwaynī, uno de los cronistas de referencia de las invasiones mongolas.
Respecto al castillo de Lamasar, su guarnición resistió durante un año más, y podría haber continuado de no haber sido por una desafortunada epidemia de cólera que diezmó la población de la fortaleza.
Tanto Juwaynī como otros cronistas quedaron asombrados por la impenetrabilidad y autosuficiencia de los bastiones nizaríes. Estaban seguros de que, en otras circunstancias, podrían haber resistido a los mongoles durante largos periodos perfectamente. Y no exageraban, tal y como demostró la guarnición de Girdkūh, que sobrevivió 30 años más tras la caída de Alamut. En cuanto al último señor de Alamut, su final fue bastante trágico: cuando dejó de ser útil, él, sus parientes y aliados fueron pasados a cuchillo.
¿Y en Siria? ¿Qué ocurrió tras la conquista de Alamut? El imperio mongol continuó avanzando hacia el oeste sin nada ni nadie que lo detuviese. En febrero de 1258 sitiaron y devastaron Bagdad, la capital del califato abásida, poniendo punto final a la hegemonía de esta dinastía. Seguidamente continuaron hacia Siria para expulsar a los ayubíes (la dinastía fundada por Saladino) y nizaríes de allí, para lo cual contaron con la ayuda de los cristianos.
La caída del centro administrativo del estado nizarí debió de resultar un duro y descorazonador golpe para los nizaríes sirios. A falta de un liderazgo central fuerte, los sirios comenzaron a elegir a sus líderes localmente, lo que dio lugar a continuas disensiones entre los contendientes al poder. Lejos quedaba ya la época dorada de Sinan cuando los nizaríes sirios se mantenían firmes y unidos ante las adversidades y constituían una amenaza considerable para sus adversarios. Estos enfrentamientos debilitaron a los nizaríes sirios y, por consiguiente, les hicieron más vulnerables frente a sus enemigos. Los mongoles lograron someter varias fortalezas nizaríes, incluyendo la mítica Masyaf. Con todo, la hegemonía mongola en Siria duraría muy poco tiempo.
A principios de los 60 del siglo XIII, los mamelucos procedentes de Egipto, herederos del poder islámico tras la caída de Persia, Bagdad y Siria, reemplazaron a los mongoles como la fuerza predominante en Siria con el apoyo de los nizaríes. A pesar de esta alianza, el sultán mameluco Baibars I demandó la sumisión de los nizaríes sirios, aunque mejor ser subordinados de los mamelucos que serlo de los mongoles, pues al menos los primeros no trataron de exterminarlos. Los nizaríes pudieron sobrevivir semiautónomamente como súbditos de los mamelucos y sus sucesores con la garantía de poder mantener sus tradiciones, prácticas e identidad. De hecho, en más de una ocasión, los fidā’īs nizaríes trabajaron al servicio de los mamelucos para asesinar a cristianos. Pese a todo ello, los mamelucos pretendían atar en corto a los nizaríes y someterlos, y es por eso por lo que terminaron adueñándose de todos sus castillos. En julio de 1273 la última de las fortalezas nizaríes en Siria pasó a manos de los mamelucos y el nizarismo quedó relegado irremediablemente a un grupo musulmán chií minoritario; un tenue destello de la otrora legendaria potencia política respetada y temida.
Los nizaríes tras la caída de Alamut
“Todo lo que hacemos, todo lo que somos, empieza y termina en nosotros mismos” – Arno Victor Dorian
A pesar de los intentos de los mongoles por aniquilarles, los ismailitas nizaríes continuaron existiendo y sobreviviendo hasta nuestros días. Tras su catastrófica derrota, los nizaríes se fragmentaron en pequeñas comunidades dispersas y aisladas entre sí. Y no solo los nizaríes. Toda la comunidad ismailita perdió irremediablemente la gloria y el esplendor de antaño. La influencia política que llegaron a gozar años atrás desapareció, y no les quedó remedio que organizarse en pequeños grupos minoritarios repartidos por distintos países. Nuevamente, entraron en otro período en el que era arriesgado manifestar abiertamente su credo. La historia volvía a repetirse, así que su respuesta fue la adopción de la taqiyya para sobrevivir. Continuaron practicando su doctrina, pero disimuladamente y en secreto, utilizando a menudo como tapadera otros credos (en especial el sufismo).
Esta nueva etapa de su historia se conoce como periodo post-Alamut y, según algunos historiadores, puede dividirse en tres fases que resumen los hitos y episodios más importantes de este nuevo ciclo. La primera abarca los dos primeros siglos tras la caída de Alamut, destacando la disputa por la sucesión en la familia de los imanes que dividió a los nizaríes en dos grupos en función del pretendiente al que siguiesen: los Mohamed-Shāhīs, que serían aceptados por el grueso de la comunidad nizarí al principio, y los Qasim-Shāhīs, que terminarán imponiéndose más adelante.
Los Qasim-Shāhīs emergieron en un pequeño poblado de Persia Central llamado Anjudān durante la segunda mitad del siglo XV, lo que originó el comienzo de la segunda fase, conocida como renacimiento Anjudān. Es un periodo en el que las circunstancias sociopolíticas mejoraron y los nizaríes pudieron recuperarse y retomar la da’wa pública. Hubo un renacimiento del pensamiento y las actividades intelectuales nizaríes a la vez que la dinastía de los Qasim-Shāhīs comenzó a desplazar a la de los Mohamed-Shāhīs y a conseguir un número creciente de acólitos en varias comunidades de Siria, Asia Central y el subcontinente indio.
En el siglo XVIII, la sede del imamato se trasladó a otro poblado persa: Kahak, dando por terminado el segundo periodo histórico post-Alamut. Tiempo después, a mediados del siglo XIX, el imán trasladó nuevamente su residencia, pero esta vez fuera de Persia, a la India. Tras 7 largos siglos, Persia dejó de ser la sede central del nizarismo.
El líder ismailita comenzó a ser conocido de cara al mundo exterior como Aga Khan (“señor y maestro”). Empieza así la etapa moderna del ismailismo, que se extiende hasta nuestros días y está marcada por el aperturismo a Occidente, el estrechamiento de las relaciones diplomáticas entre los Aga Khan y los lideres europeos y las intensas reformas sociopolíticas y económicas para mejorar las condiciones de vida de los ismailitas y restaurar y difundir su legado cultural, incluyendo la mejora del estatus y los derechos de las mujeres, la diseminación de la cultura islámica, la apertura de numerosos centros educativos y sanitarios y la democratización del acceso a los mismos. Actualmente, el líder de los ismailitas es Karīm al-Ḥussayni, el cuarto Aga Khan y el cuadragésimo noveno imán.
Esta es, a grandes rasgos, la emocionante historia de los nizaríes. A pesar de las innumerables trifulcas y obstáculos que se han interpuesto en su camino, los nizaríes han logrado sobrevivir hasta nuestros días manteniendo una comunidad fuerte y unida ante las adversidades. Por desgracia, algo contra lo que todavía tienen que lidiar es la multitud de leyendas que, desde la Edad Media, han estado adulterando y emponzoñando su historia y gestas, y de las cuales nos encargaremos en la siguiente parte, donde aislaremos los mitos y habladurías para conocer mejor a los nizaríes:
Nizaríes (Parte 2). La leyenda de los Asesinos
REFERENCIAS
Animuspedia (2022). Inicio [online]. Disponible en: https://assassinscreed.fandom.com/es/wiki/Animuspedia
Daftary, F. (2005). Ismailis in Medieval Muslim Societies. I.B. Tauris, Nueva York.
Daftary, F. (2007). The Ismailis. Their History and Doctrines. Cambridge University Press, Nueva York.
The.ismaili (2022). About Us [online]. Disponible en: https://the.ismaili/global/about-us/the-ismaili-community
Virani, S.N. (2007). The Ismailis in the Middle Ages. Oxford University Press, Nueva York.
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