Aunque una de las pasiones del ser humano sea descifrar lo ignoto, no es menos cierto que cuando nos enfrentamos por primera vez cara a cara con lo desconocido tendamos a recular. Existe un cierto temor hacia lo desconocido que se puede manifestar en forma de supersticiones. Con diversos inventos y tecnologías novedosas ha pasado esto: los hemos impregnado con una pátina de desconfianza y de inseguridad.
Cuando el ferrocarril llegó por primera vez a la España peninsular en 1848, año en el que se inauguró la primera línea férrea (Barcelona-Mataró), lo recibimos con miedo. Un miedo que se sustentó en diversas especulaciones y sospechas supersticiosas. Se decía que los raíles eran engrasados con grasa de niños, que el paso del tren podía generar chispas que incendiarían los campos circundantes, que los gases expulsados por aquel ingenio contaminarían el maíz y causarían patologías respiratorias mortales.
Médicos y psicólogos temían los daños físicos y psicológicos que podría tener viajar a una velocidad tan vertiginosa. Abortos en las embarazadas, traumas, enfermedades respiratorias, ansiedad crónica… Incluso, una serie de correspondencias dirigidas a la prestigiosa The Lancet (15 de febrero de 1862) alertaba sobre esto mismo. Sin embargo, el tiempo les ha quitado la razón y ha demostrado la eficacia y la importancia de un medio de transporte que revolucionó el mundo a todos los niveles.
EL DATO
El miedo o fobia a los trenes o a cualquier cosa relacionada con ellos recibe un nombre: siderodromofobia