Durante nuestra estancia en la bella Irlanda hicimos una breve parada en la capital de Irlanda del Norte. Belfast rezuma historia por doquier. Cada esquina y cada calle albergan numerosas voces que se confunden a través de los siglos. Son voces que se entremezclan con aullidos de victoria, gritos de guerra, lamentos, llantos, sollozos y plañidos. Escuchándolas se aprende auténticamente la Historia. En este artículo dejaremos para el final nuestras experiencias en Belfast y daremos un papel preponderante a la historia de Irlanda, lo cual servirá para poner en contexto todo lo que hemos relatado hasta ahora. Sin más dilación, empezamos…
La historia de Irlanda puede caracterizarse con dos términos: “libertad” e “identidad”. Aunque pueda parecer que las palabras no trascienden más allá del papel, lo cierto es que son guardianas de un poder capaz de dirigir y de desviar el cauce de la historia… Estas dos palabras son un buen ejemplo de ello. Por ellas se han vertido litros de sangre. Como veremos a lo largo de este artículo, los sentimientos que encarnan estos términos para los irlandeses se sustentan sobre viejas historias protagonizadas por personajes que indefectiblemente terminan siendo mitificados y cuyas hazañas acaban originando la idiosincrasia de la cultura o del pueblo que las toma como ejemplos. De una u otra manera, estos elementos han funcionado como la piedra angular de la actual Irlanda y del país utópico que algunos llegaron a imaginar.
Hasta cierto punto, Irlanda ha estado relativamente aislada hasta siglos muy recientes. Por ejemplo, las huestes romanas apenas llegaron a penetrar en Hibernia (así es como llamaron a la Isla Esmeralda), si bien es cierto que hubo comercio entre los romanos de Britania y los celtas de Hibernia. Aun con todo, los romanos intentaron invadir Irlanda. En el año 82 d.C., el gobernador britano Cneo Julio Agrícola, el mismo que concluyó la conquista de Britania para el emperador Domiciano, intentó mandar una legión para apoderarse de Irlanda. Según nos relata el historiador Tácito, quien además era yerno del gobernador, Julio Agrícola quiso aprovechar los servicios que un caudillo celta venido a menos le ofreció para conquistar Hibernia. Sin embargo, el destino se opuso a los deseos de Roma. Una rebelión interna en el ejército romano y el alzamiento de los pictos escoceses dieron al traste con la operación. El emperador, que tenía otros intereses en mente, ordenó a Julio Agrícola que invirtiese sus esfuerzos en el problema picto, mucho más urgente. La rebelión picta fue aplastada y, poco después, Agrícola fue destituido de Britania y sustituido. Ni su sustituto ni el emperador manifestaron interés en la Isla Esmeralda, así que la dejaron en paz.
El aislamiento de Irlanda en el pasado también se debió a su ubicación geográfica. Las grandes distancias que la separan del continente la dejaron fuera de las rutas comerciales más importantes y, en consecuencia, del contacto y el intercambio intercultural. Así, la idiosincrasia irlandesa fue durante una parte importante de su historia eminentemente celta.
Los celtas llegaron en oleadas desde mediados del primer milenio antes de Cristo y se convirtieron en los señores de la isla y en los introductores de la Edad del Hierro. Con los celtas sucede lo mismo que con los vikingos: a nivel popular se cree que eran una cultura unificada, pero realmente los celtas se dividían en numerosas tribus con varios rasgos culturales genuinos que las diferenciaban de otras tribus vecinas. En Irlanda, el pueblo celta más destacado fue el gaélico.
Como señala el historiador Richard Killeen, la ausencia de invasiones habría forjado en los irlandeses un fuerte sentimiento de integridad y unificación cultural sólidamente enraizado en la época celta de Irlanda. Veremos cómo este principio cobra sentido más adelante. Esta suerte de aislamiento en el Atlántico norte se vio interrumpido por las primeras invasiones, que debieron de ser realmente traumáticas. Pensemos que, al contrario que en el continente, los irlandeses no estaban acostumbrados a ser invadidos, por lo que las primeras colonizaciones, protagonizadas por diferentes pueblos vikingos en primer lugar y posteriormente por los británicos, no fueron bien recibidas.
Huelga decir que Irlanda no estaba completamente aislada. Las distintas tribus celtas contactaron con frecuencia con el exterior por motivos comerciales y, en otras ocasiones, con fines menos amables. Tal fue el caso de los escotos, piratas celtas que se integraron en territorio romano en Britania para la captación de esclavos. Curiosamente, a través del mercado de esclavos fue cómo uno de los personajes más importantes de la historia irlandesa llegaría a la isla: a San Patricio.
El catolicismo entra en acción
San Patricio fue el autor de la introducción de la fe católica en Irlanda, motivo por el cual se ganó justamente el título de santo patrón de la isla. Vivió durante el siglo V d.C. Entre otros milagros, se le atribuye la erradicación de las serpientes de la isla (según la leyenda, la ausencia de ofidios en Irlanda se debe a que San Patricio las expulsó hacia el mar) y docenas de resurrecciones. Era britano de origen y en el poblado que lo vio nacer trabajó como decurión.
Fue secuestrado por piratas celtas y llevado preso a Irlanda, donde estuvo cautivo 6 años como esclavo apacentando rebaños. Hasta entonces los menesteres espirituales le resultaron indiferentes, pero ese periodo de tiempo le sirvió para estrechar lazos con Dios. Finalmente logró abandonar la isla. Su recién adquirida devoción lo llevó a medrar en la escala episcopal hasta ser nombrado obispo de Irlanda. Sí, retornó a la Isla Esmeralda a pesar del sufrimiento que debió haber padecido durante el tiempo que estuvo esclavizado. No es que fuese masoquista. Patricio recibió varias visiones divinas que lo conminaron en sueños a dedicar el resto de su vida a predicar el Evangelio en Irlanda para convertir a los paganos celtas al cristianismo. Y así fue.
El recién llegado cristianismo tuvo una aceptación bastante buena desde el principio, siendo aceptado por varios caciques celtas en tan sólo un siglo. San Patricio, además, trató de integrar las creencias celtas con las cristianas, resultado de lo cual es el sincretismo religioso que aun hoy día se puede observar. Buenos ejemplos de esto son los de Santa Brígida, santa patrona de Irlanda y, al mismo tiempo, álter ego de la diosa celta Brigantia o Brigit, o el sincretismo entre el dios Lug y Jesucristo.
El modelo cristiano que se estableció finalmente en Irlanda tenía más elementos en común con el cristianismo ortodoxo oriental que con el cristianismo católico apostólico romano. Al contrario que en gran parte del continente europeo, la organización eclesiástica irlandesa no fue la diócesis, sino el monacato.
Habría sido San Patricio asimismo quien introdujo el símbolo del trébol de tres hojas, alegoría de la Santísima Trinidad, y de la cruz de San Patricio. Hay un detalle importante respecto a esta “colonización” del cristianismo, y es que la Iglesia Católica no logró inmediatamente la soberanía política. Tendrían que pasar muchos siglos para que esto ocurriera, o al menos para conseguir que un representante católico llegase al poder político. En otras palabras, la llegada del cristianismo no acabó con la autoridad de los cacicazgos celtas de la isla. De hecho, el comportamiento de los caciques y reyes celtas hacia los monasterios y sus abades fue bastante variopinto. Mientras que los reyes de algunas tribus optaban por atacar y saquear los monasterios y secuestrar a los cristianos, otros los defendían de sus atacantes. En otros casos existía cierta ambivalencia, como ocurrió con el rey Feidlimid mac Crimthainn, de la dinastía Eóganacht, que saqueó y defendió a los cristianos a partes iguales.
La llegada del cristianismo es un episodio fundamental de la historia de Irlanda y sin el cual no se puede entender la evolución de la sociedad y el devenir de esta región. Con el tiempo, el catolicismo acabó integrándose en la identidad irlandesa, hasta el punto de que esta confesión se vincularía siglos después con el nacionalismo y el republicanismo irlandés.
El ingreso del catolicismo en Irlanda fue, por tanto, un punto de inflexión indiscutible. Pero el catolicismo no encontraría un terreno allanado, sino todo lo contrario. Hasta el siglo XVI logró una cantidad significativa de conversiones de los nativos… Hasta que llegó la Reforma luterana y la consiguiente Contrarreforma católica, que pusieron patas arriba toda Europa, dando el pistoletazo de salida a las conocidas como guerras de religión que, obviamente, también afectarían a las islas británicas. Aunque la Reforma se manifestase como una rebelión contra las injusticias, la pompa y el boato de la Iglesia Católica y la autoridad papal, sería ilógico obviar la meta geopolítica que también perseguía. Precisamente, una de las consignas más importantes de este periodo y que se acuñaría en la Paz de Augsburgo de 1555, la reconciliación que finalizó con las primeras guerras de fe que surgieron tras la aparición de la Reforma, fue “Cuius regio, eius religio”.
Una lucha de titanes
A los reyes y nobles, independientemente de sus creencias, les vino que ni pintado esta suerte de ley divina, puesto que lo que viene a decir es que la confesión que profese el rey o gobernante de turno ha de ser acatada por todos sus súbditos. De esta manera, muchos dirigentes ya tenían la excusa perfecta para enfrentarse contra la iglesia de Roma convirtiéndose al protestantismo, ya que, al no haber una iglesia oficial que dirigiese esta nueva rama del cristianismo, los reyes podían instaurar la suya propia, como de hecho sucedió en Gran Bretaña. Ocurrió algo curioso, porque mientras que en varios países de la Europa continental el protestantismo luterano tuvo una gran aceptación, en Irlanda se levantó un sólido malecón para proteger al catolicismo de las influencias reformistas.
Irlanda se convirtió en algo así como una aberración dentro de Europa, una anomalía. De hecho, esta defensa férrea de su propia idiosincrasia podría ser considerada como el principio del nacionalismo irlandés. Hay que tener en cuenta que Irlanda estuvo bajo dominio británico desde el siglo XII, cuando el rey anglonormando Enrique II Plantagenet integró Irlanda en la corona inglesa (episodio del que hablaremos más extensamente en el siguiente artículo), hasta 1922, y que Inglaterra adoptó la confesión protestante. Esto quiere decir que todas las regiones súbditas de la corona debían convertirse obligatoriamente al protestantismo y abandonar sus creencias anteriores. «Cuius regio, eius religio».
El protestantismo comenzó a extenderse primero por Inglaterra y luego por el resto de sus posesiones gracias al rey británico Enrique VIII, quien, por cierto, vivió y murió católico. La causa fue una serie de problemas matrimoniales. Para asegurar su descendencia, el rey esperaba con ansias un varón que pudiera heredar su reino, pero los hijos que tuvo con su esposa Catalina de Aragón murieron jóvenes. En cambio, sí que sobrevivió una hija, la futura reina de Inglaterra y esposa de Felipe II de España: María Tudor.
El rey, hastiado de tantas “decepciones”, solo tenía una alternativa para conseguir a un vástago varón: anular su matrimonio con Catalina y casarse con otra mujer para probar suerte. Enrique VIII le echó el ojo a Ana Bolena, la reina que posteriormente sería decapitada injustamente y una mujer en la flor de la vida y con una efervescente fertilidad que explotar. Sin embargo, el rey parecía ser víctima de un aojamiento, pues Ana Bolena tampoco le dio varón alguno, sino más bien otra hija, la futura reina Isabel I de Inglaterra.
El caso es que el rey tuvo estos escarceos amorosos sin haberse divorciado previamente. Aunque solicitó la anulación matrimonial, no encontró el beneplácito del papa Clemente VII, entre otras cosas porque se hallaba recluido en Castel Sant’ Angelo como prisionero del emperador Habsburgo Carlos I de España y V de Alemania, quien además era sobrino de Catalina de Aragón. Carlos I presionó al papa para que no concediese el divorcio al rey británico y que el honor de su tía permaneciese indemne. En consecuencia, Enrique optó por la desobediencia, lo que conllevó su excomunión.
Iracundo y con una traición más a cuestas, Enrique VIII decidió dar la espalda a la Iglesia de Roma y fundar la suya propia, que desde entonces se la conoce como la Iglesia de Inglaterra o anglicana (cuya sede se encuentra desde hace siglos en la catedral de Canterbury), la cual estaría controlada por nadie más que por él mismo. De esta manera se proclamó papa de la Iglesia de Inglaterra y aprovechó para divorciarse secularmente de Catalina (quizás para deshacerse de remordimientos espirituales y no enfadar a Dios). El establecimiento de una iglesia autónoma y controlada por él mismo fue una auténtica jugada maestra de Enrique VIII, puesto que de esta manera eliminaba casi de un plumazo toda la autoridad y la influencia que podía tener la Iglesia Católica en Inglaterra y su interferencia en menesteres políticos (ya que, por ejemplo, la población podía obstaculizar algún mandato del rey alegando motivos religiosos).
De esta iglesia recién instituida surgiría poco después la Iglesia de Irlanda, que a la postre se convertiría por orden real en la iglesia oficial de la isla y de la que el rey británico también sería el líder supremo. Aunque muchos historiadores sostienen que el rey murió profesando el catolicismo, la Iglesia de Inglaterra y, en consecuencia, la de Irlanda acabarían aceptando el protestantismo mediante una serie de reformas seculares.
Enrique VIII consiguió por fin un hijo varón de su matrimonio con su tercera esposa, Juana Seymour, una dama de la corte real: Eduardo VI, el primer rey protestante de Inglaterra. Desde entonces, el protestantismo sería una constante en este reino, exceptuando algunos paréntesis en los que volvió a dominar el catolicismo, como durante el reinado de María Tudor, hija rechazada de Enrique VIII.
Las reformas protestantes adoptadas por la Iglesia de Inglaterra también acabarían implementándose en la Iglesia de Irlanda. No en vano, el rey británico era el líder de ambas. Sin embargo, no todos los habitantes de Irlanda se sintieron cómodos con la voluntad real. Hubo una importante resistencia católica, una despreciable anomalía en el seno de un reino protestante que no cumplía con la máxima «Cuius regio, eius religio». Desde entonces fue frecuente la persecución, el rechazo y la represión de los católicos irlandeses y de todo movimiento que tuviera que ver con ellos (el nacionalismo, por ejemplo) por diversos reyes y reinas británicos, el Parlamento y los protestantes. No fue inusual que la isla fuese considerada a menudo como una mera colonia (en vez de como un territorio integrado en la corona con los mismos derechos que sus congéneres) poblada por individuos ineptos y primitivos que se aferraban a creencias anacrónicas y rechazaban la modernización que traía consigo la Reforma.
Estas discrepancias han sido repetidamente las causas de diversos y sangrientos conflictos entre Irlanda e Inglaterra. Desde entonces, Inglaterra intensificó sus esfuerzos para integrar completamente Irlanda en su idiosincrasia, para homogeneizar las creencias y tradiciones presentes en las islas menores que gobernaba en base a las de la isla principal. Sin embargo, esta conquista total de Irlanda nunca habría sido completada, puesto que incluso en las peores circunstancias habría resistido un resquicio de catolicismo-nacionalismo-tradicionalismo.
Uno de los factores que impulsó definitivamente el protestantismo en el Viejo Mundo fue la imprenta de Gutenberg, que permitió la difusión de las Sagradas Escrituras entre el pueblo llano y anuló el acceso exclusivo de la élite eclesiástica. Esto permitió a los oradores y teólogos reformistas discutir la exégesis bíblica que se reiteraba desde Roma según la cual la Iglesia de Roma era la única intermediaria de Dios con el hombre autorizada presuntamente por mandato divino. No obstante, como decíamos, este factor, que había servido como arma arrojadiza a los protestantes en Europa contra la Iglesia Católica, curiosamente no surtió efecto en Irlanda. En el siglo XVI el gaélico o irlandés era aun la lengua vernácula de la mayoría de los irlandeses (un idioma que los reyes británicos estaban intentando erradicar para sustituirlo por el inglés en ese afán por conquistar Irlanda física y socialmente. Quien les iba a decir a los reyes de estos siglos que sus esfuerzos se verían recompensados a largo plazo, ya que actualmente el irlandés es un idioma que muy pocos dominan). Se la conoce como gaélico porque la tribu celta de los gaélicos fue la que gobernó Irlanda durante la mayor parte del periodo celta hasta la llegada de la dinastía británica de los Tudor. Por lo tanto, la única forma de introducir el protestantismo en Irlanda era mediante la traducción al irlandés de las Sagradas Escrituras y de los procedimientos rituales y litúrgicos. Esto se consiguió… pero llegó con demasiado retraso a la Isla Esmeralda (en el siglo XVII). Otro factor que anuló las influencias protestantes fue el estrecho contacto que los señores gaélicos aun mantenían con la Iglesia Católica y con el papa. Aun así, los habitantes de Irlanda no fueron los únicos que rechazaron las doctrinas reformistas en un primer momento. Un colectivo de ciudadanos británicos tanto de Inglaterra como de Irlanda conocido como los “ingleses viejos” también rechazó la nueva doctrina. La rama irlandesa de los ingleses viejos era aquella descendiente de los primeros colonos anglonormandos de la isla. Es curioso que, además, los ingleses viejos de Irlanda fuesen normalmente personas de buena posición social que no sólo poseían diversas riquezas, tierras y bienes sino que, a menudo, gobernaban en varios poblados. Eran, por tanto, personas conservadoras que preferían continuar en el viejo sistema. En contraposición estaban los “ingleses nuevos”, fieles y leales a la corona británica y a las reformas protestantes introducidas por la misma. Las consecuencias no se hicieron esperar y se produjo progresivamente un distanciamiento entre la mayoría de los irlandeses y los ingleses viejos que continuaban profesando el catolicismo y la minoría de los ingleses nuevos de Irlanda que no pusieron objeción alguna en aceptar las reformas protestantes procedentes de Inglaterra.
Todo esto sucedió en el periodo histórico conocido como Renacimiento, una auténtica reforma y reivindicación intelectual, artística, filosófica y espiritual que surgió en el siglo XV y que perseguía el reencuentro con el mundo clásico grecorromano en detrimento de muchas de las tradiciones y doctrinas medievales, entre ellas las confesionales. Esta revolución provocó un giro de 360º a todos los niveles. Uno de los ejemplos que mejor ilustra este cambio tan radical fue la modificación del concepto del poder monárquico. Desde la Edad Media, y según algunos autores, concretamente desde la coronación de Carlomagno como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico por el papa León III en la Navidad del año 800, símbolo del arrodillamiento de la monarquía ante el clero, la iglesia católica se había impuesto como el poder supremo del mundo, superior incluso al de cualquier rey, príncipe o emperador. El papa, por lo tanto, se convirtió en el rex mundi, el rey del mundo. Pero en el Renacimiento, esto cambió. Ahora los reyes del mundo eran, valga la redundancia, los reyes y los emperadores, y su autoridad estaba por encima de la de la Iglesia y su vicario (Enrique VIII de Inglaterra ilustró esto a la perfección, como hemos visto). Es decir, la voluntad real y la voluntad divina eran ahora indistinguibles.
Este cambio de concepción fue fundamental y se vio perfectamente reflejado en las sociedades feudales, una organización sociopolítica característica del periodo medieval. Hasta entonces, los señores provinciales, feudales y palatinos de Europa que, en última instancia estaban bajo las órdenes de su rey o emperador correspondiente, poseían una autonomía y una libertad nada desdeñable sobre sus posesiones y vasallos. Hasta tal punto era así que en muchas ocasiones implantaban sus propias normativas y llevaban a cabo campañas contra los territorios de otros señores feudales sin rendir cuentas previamente ante su monarca e, incluso, podían llegar a rebelarse contra sus dignatarios. De hecho, esta circunstancia convertía a Irlanda hasta este momento más en un señorío que en un reino dominado por el rey de Inglaterra debido al gran poder que ostentaban los clanes y dinastías irlandesas. La renuncia de sus posesiones y de su poder feudal y su rendición incondicional ante el rey como sistematizaban los cánones del Renacimiento devendría en una serie de rebeliones de importantes y poderosas dinastías gaélicas, como la de los Kildare, contra el poder británico. Precisamente el inicio de este periodo en Irlanda vendría marcado por la subyugación de los poderes regionales irlandeses y la instalación del señorío completo e indiscutible de los reyes británicos en el siglo XVI bajo el reinado de Enrique VIII. Concretamente, en el año 1541 fue cuando Irlanda pasó de ser un mero señorío a ser un reino dependiente de la corona británica, título que mantendría hasta la unión con Inglaterra en 1801. De esta forma, se incluía oficialmente a Irlanda bajo la corona británica, aunque pudo mantener su propio sistema de justicia y parlamentario. Así, las tierras y posesiones de los caciques gaélicos pasaron a tener un control muchísimo más férreo y los gobernantes regionales fueron obligados a jurar y perjurar su obediencia a los reyes británicos. Al tener un control total sobre Irlanda, sin Roma de por medio, Enrique VIII y sus sucesores trataron de integrar Irlanda en Gran Bretaña mediante la imposición de las leyes, las tradiciones, la religión y el lenguaje británico, contrarrestando la idiosincrasia gaélica y subyugando a los mandamases irlandeses. Sin embargo, los resultados dejaron mucho qué desear. Diversos señores gaélicos, aunque juraron obediencia a Enrique VIII y a sus sucesores, continuaron desarrollando sus rituales y sus costumbres, incluyendo la confesión y liturgia católicas, contraviniendo y desafiando las leyes británicas y el mandato real.
La provincia de Ulster, la región más norteña de Irlanda y a la que pertenece la actual Irlanda del Norte, fue prácticamente el último reducto de la soberanía no vulnerada de los caciques y señores gaélicos hasta 1607. Como veremos a lo largo de este artículo, Ulster será el último bastión de muchas más cosas. Unos años antes había hecho acto de presencia la Guerra de los Nueve Años irlandesa (1594-1603) en la que se enfrentaron varios clanes gaélicos antes enemigos pero ahora aliados contra un contendiente común: las fuerzas de Isabel I de Inglaterra. Los rebeldes celtas además recibirían el apoyo de españoles y escoceses. También se la conoce como la Rebelión de Tyrone porque Hugh O’Neill, segundo conde de Tyrone, fue uno de los principales protagonistas. La guerra fue especialmente intensa en Ulster. Al principio, los gaélicos se apuntaron varias victorias importantes. Ganaron varias batallas pero no la guerra. Aun así, la corona inglesa fue clemente y permitió a los nobles gaélicos conservar sus títulos y sus tierras. Esto no pareció justo a los ingleses nuevos y a los militares británicos, que habían sufrido en sus carnes la rebelión de los gaélicos, así que, como venganza, decidieron presionar sin cesar a los nobles celtas de Ulster. Llegaron incluso a destruir el trono lítico de Tullaghoge, en el condado de Tyrone, un símbolo importantísimo sobre todo para el clan de los O’Neill, pues era donde los diferentes pretendientes eran coronados. A estas presiones se sumaron una serie de tretas legales que buscaban de una forma u otra destronar a los condes gaélicos. Finalmente, todas estas circunstancias obligaron a los principales señores gaélicos a huir de su tierra natal el 4 de septiembre de 1607, un episodio que se conoce como la Fuga de los Condes. Sus destinos fueron diferentes reinos europeos católicos con el objetivo de reunir una fuerza militar suficiente para restaurar su poder y la confesión católica en Irlanda. Su búsqueda fue infructuosa y jamás volvieron a ver las tierras que les vieron nacer. Así, la dominancia gaélica se debilitó hasta tal punto que pasó a ser casi anecdótica. Ulster quedó por tanto con un vacío de poder que fue aprovechado inteligentemente por la corona británica, que comenzaría a reemplazar así a los celtas destronados. Así comenzó la colonización de Ulster. Las posesiones confiscadas a los terratenientes y señores irlandeses católicos fueron reservadas para ingleses nuevos y escoceses protestantes (anglicanos y presbiterianos). Esta acción realmente fue una estrategia para afianzar el poder británico en Irlanda, y resultó decisiva, pues en este momento comienza a bosquejarse la división política (y quizás en mayor medida, cultural y social) que actualmente existe entre Irlanda del Norte (que, precisamente, forma parte de Reino Unido) y la República de Irlanda. Sin embargo, los colonos no vinieron solos: en su equipaje portaban su cultura y sus creencias religiosas, es decir, las diferentes confesiones protestantes (calvinista, puritana, etc.). Al igual que durante las primeras décadas el protestantismo a duras penas encontraba acólitos, el flujo constante de protestantes estableció una vía de entrada que favoreció el establecimiento de esta variante del cristianismo.
Con la fuga de los señores gaélicos, el catolicismo quedó desamparado en Irlanda. Sus máximos exponentes eran ahora los ingleses viejos, que se habían quedado solos y se encontraban cercados por los protestantes. Aun así, recordemos que este colectivo poseía un poder importante. Eran dueños de grandes extensiones de tierras productivas y fértiles, poseían títulos nobiliarios y gobernaban en varias poblaciones. Además, tenían una representación destacable en el Parlamento irlandés, por lo que el catolicismo aun tenía una buena base sobre la que sustentarse. No todo estaba perdido para los católicos. Las disputas entre católicos y protestantes continuaron sucediéndose, y aún continúan, aunque disfrazadas con la máscara de la política. Los odios y las pugnas fueron acumulándose indefectiblemente en el inconsciente colectivo de los distintos bandos. En vez de olvidar, ambos grupos optaron por mantener esas afrentas en sus mitos y en sus tradiciones orales y, en definitiva, en su día a día y a lo largo de las generaciones. Es normal por tanto que en cada conflicto consecutivo la explosión de violencia fuese mayor, para volver a retroalimentarse una y otra vez.
Un huracán llamado Cromwell
Otra disputa que en nada ayudó a mermar los embates entre católicos y protestantes y que fue determinante en la historia de Irlanda fue la Guerra de los Tres Reinos (1639-1651), que sembró de desidia Inglaterra, Escocia e Irlanda. Sin embargo, este conflicto hay que entenderlo realmente como una variante de la cruenta Guerra de los Treinta Años (1618-1648), la primera gran guerra del mundo en la que participó toda Europa. Esta guerra tuvo mucho que ver con la religión, pues la pertenencia de un país a la Reforma o a la Contrarreforma ya determinaba el bando en el que iba a participar. La Guerra de los Tres Reinos fue consecuencia de la torpeza del rey Carlos I de Inglaterra y Escocia y de sus ansias de poder. Su intención era llevar al extremo el nuevo concepto de poder que propugnaba el Renacimiento y convertirse en el rey absoluto e indiscutible de Reino Unido. Quería imponerse incluso al Parlamento y rebajar su poder y, consecuentemente, también el de los ciudadanos. Básicamente, lo que quería instaurar es lo que se conoce como monarquía absoluta. Sin embargo, sus aspiraciones cayeron en saco roto. No debió tocar las narices a los poderes establecidos de las diferentes islas. Además, en aquellos momentos el Parlamento británico tenía una gran representación de puritanos radicales que no tenían miramientos con los católicos y Carlos I era sospechoso de flirtear con el catolicismo. Para más inri, el representante de Carlos I en Irlanda, el martinista Thomas Wentworth, un tipo que fundamentalmente perseguía la riqueza personal, se había propuesto buscar el más mínimo vacío legal para confiscar las tierras que los ingleses nuevos habían adquirido tras la fuga de los condes gaélicos, pero también de los irlandeses y de los ingleses viejos. Tanto Carlos I como sus seguidores estaban incomodando demasiado al Parlamento inglés. El caso es que los católicos de Irlanda, tanto gaélicos como ingleses viejos, temían las represalias que pudiesen tomar los parlamentarios puritanos contra ellos por sus creencias religiosas. De esta forma, los líderes gaélicos gaélicos marginados que aun quedaban en Ulster pergeñaron un levantamiento en armas aprovechando la Guerra de los Tres Reinos, a la que más tarde se unirían los ingleses viejos. La rebelión cosechó varios éxitos en Ulster: lograron hacerse con multitud de tierras pertenecientes a los ingleses nuevos y con esclavos. Sin embargo, cometieron un grave error y una gran injusticia que conllevarían una violenta respuesta de los británicos. Se dice que 10000 prisioneros fueron masacrados: hombres, mujeres y niños de todas las edades, aunque puede que esta cifra fuese exagerada con motivos propagandísticos. Sea como fuere, hubo ejecuciones sumarias y montones de cadáveres.
Una vez que se gestó la coalición entre los ingleses viejos y los gaélicos, constituyeron la Confederación de Kilkenny (1641-1649). De esta forma nace la primera organización nacionalista irlandesa. La Irlanda confederada era leal a Carlos I de Inglaterra. Sin embargo, las esperanzas de los irlandeses por recuperar sus legítimas tierras fueron erradicadas en 1649. El rey fue depuesto y ejecutado aquel año por el Parlamento y el famoso comandante de las fuerzas parlamentarias Oliver Cromwell, que había adquirido un poder similar al del rey, comenzó la violenta invasión de Irlanda. Cromwell, un protestante recalcitrante, estaba dispuesto a no tener ninguna consideración con ningún colectivo que fuese católico y a vengar a los miles de compatriotas asesinados por los católicos durante las revueltas. La suya fue una especie de cruzada religiosa contra la herejía católica, lo cual se tradujo en una persecución imparable contra los católicos. Así fue, ojo por ojo y diente por diente, los ejércitos de Cromwell arrasaron con poblaciones enteras y asesinaron por doquier a todos aquellos afines al catolicismo. Finalmente, en los años 50 del siglo XVII, Cromwell aplacó la rebelión de los gaélicos y los ingleses viejos y los castigó severamente arrebatándoles enormes extensiones de tierras. Junto con la persecución sin parangón que llevó a cabo, los católicos terminaron relegados a las regiones menos fértiles de la isla, quedándose con las tierras más pobres y peor cultivables (sobre todo las del oeste de Irlanda, mientras que las más fecundas serían las del sureste y las del norte). Las consecuencias eran claras: décadas de escasez de alimentos y de una economía maltrecha acosarían a los católicos. Este episodio fue considerado otra nueva afrenta por los católicos. El acaparamiento ilegítimo de tierras por los cromwellianos (léase “el invasor inglés”) jugaría un papel sobresaliente en los movimientos nacionalistas e independentistas de los siglos posteriores, de tal forma que estas rebeliones se manifestarían en forma de movimientos rurales, en ocasiones dirigidos por organizaciones secretas de carácter agrícola como los Whiteboys, que abanderarían la recuperación de sus legítimas tierras y la lucha contra el protestantismo.
Y ya que hablamos de la sociedad agraria de Irlanda, el lector tiene que tener una cosa muy presente a lo largo de este artículo. El sector agrario fue el pilar básico y esencial sobre el que se sustentó Irlanda hasta bien entrado el siglo XX. De hecho, las múltiples modificaciones de las leyes agrarias a lo largo de los siglos fue el detonante de diversos conflictos que volvieron a asolar la isla. Muchos colectivos agrarios fueron los autores indiscutibles de diversas rebeliones, en cuyo seno se forjaron muchas organizaciones secretas y grupos paramilitares que jugarían un papel esencial en las mismas. Y aunque no fuese así, los líderes políticos de otros estamentos sociales se veían obligados a apelar al mundo agrícola para conseguir el apoyo necesario y suficiente para llevar a cabo sus reformas. En definitiva, aquellos que poseían tierras y ganado albergaban cierto poder, y a más cantidad, mayor poder y mayor capacidad de influencia en la sociedad y en la política.
Volviendo con Cromwell, para que el lector se haga una idea del poder que logró alcanzar tras hacerse con las riendas de la guerra, una vez que Inglaterra se quedó sin rey y pasó a ser gobernada directamente por el Parlamento, el comandante protestante se alzó como Lord Protector de los tres reinos e instauró el Protectorado, también conocido como la Mancomunidad de Inglaterra, una suerte de república totalitaria. El poder que adquirió fue inmenso, hasta el punto de tener la capacidad de disolver los parlamentos a voluntad. Este paréntesis se prolongó hasta 1660, momento en el que la monarquía volvió a ser restaurada.
La esperanza jacobita
Otro acontecimiento que reconduciría Irlanda de forma destacada fue la Guerra de los Nueve Años o Guerra de la Liga Augsburgo (1688-1697), cuyos tentáculos terminarían alcanzando a la lejana Isla Esmeralda. Este conflicto se originó debido a la expansión de Francia por el Rin. En un primer momento, los contendientes fueron Francia y la Liga de Augsburgo, una alianza formada por varios reinos y palatinados de Europa, como España, Baviera, el Sacro Imperio Romano Germánico. Posteriormente se uniría Inglaterra al mando de Guillermo III de Orange. Sin embargo, nosotros nos centraremos en Irlanda.
Tras el hiato producido por el Protectorado de Inglaterra, la restauración monárquica se manifestó en la persona de Carlos II, quien fue sucedido por Jaime (t.c.c. Jacobo) II de Inglaterra y VII de Escocia. De nuevo, un rey seguidor de la fe católica y con aspiraciones absolutistas había accedido al trono. Los protestantes británicos vieron su estabilidad otra vez amenazada, así que sin pensárselo dos veces montaron un golpe de estado dirigido por el protestante Guillermo III, príncipe neerlandés de Orange, quien llegó al trono de Inglaterra en 1689. Este episodio se conoce como la Revolución Gloriosa y, obviamente, a la misma se adhirieron los ingleses nuevos de Irlanda que, recordemos, eran de confesión protestante. En contraparte, los jacobitas recibieron el apoyo de los gaélicos y de los ingleses viejos. Ocurrieron varias batallas importantes, pero sin duda la decisiva fue la batalla del río Boyne, en la que los guillermistas lograron la victoria. Tras aquella derrota, Jaime II se vio obligado a exiliarse en Francia, donde pasó sus últimos años de vida, y Guillermo de Orange se declaró finalmente rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda. La batalla del Boyne es un episodio que los protestantes de Irlanda del Norte actualmente conmemoran cada 12 de julio.
La rendición de los jacobitas irlandeses se consumó en el tratado de Limerick de 1691, que no fue demasiado restrictivo. Por un lado, permitía seguir viviendo a los jacobitas, eso sí, fuera de la isla y, por otro, aseguró la tolerancia religiosa. Y como ejemplo de que las intransigencias no siempre las alimentan los gobernantes, parte de la población protestante y, en último término, el Parlamento irlandés, que desde el gobierno de Cromwell estaba representado mayoritariamente por protestantes, no aceptaron la tolerancia religiosa del tratado de Limerick. De esta manera, se completó, por fin, la conquista inglesa de toda Irlanda, un anhelo que, con mayor o menor intensidad, ha estado presente en Inglaterra desde tiempos de Enrique II en el siglo XII. Entramos, por tanto, en el periodo conocido como el Dominio Protestante, en el que el Reino de Irlanda estuvo bajo el dominio, además de la corona de Inglaterra, de terratenientes y señores protestantes y del clero de la Iglesia anglicana de Irlanda y de Inglaterra. Este largo periodo de la historia irlandesa perduraría hasta el siglo XIX, cuando el catolicismo se convirtió nuevamente en una seria amenaza para los protestantes.
El Dominio Protestante
Como decíamos, los protestantes del Parlamanto irlandés no aceptaron las amnistías para con los católicos del tratado de Limerick, así que decidieron establecer nuevas leyes punitivas y discriminatorias para neutralizar completamente la influencia católica en la isla: son conocidas como las Leyes Penales (“Na Péindlíthe” en irlandés) y son otro elemento más fuertemente incrustado en el inconsciente colectivo de los católicos irlandeses. La mayoría prevalecieron hasta finales del siglo XVIII. Entre otras cuestiones, redistribuyeron y limitaron las tierras en posesión de los católicos (en aquellos momentos, los católicos solo poseían el 10% de las tierras de la isla que, en muchas ocasiones, además eran las menos fértiles) siendo conscientes de que la posesión de tierras estaba vinculada a un mayor poder y a una mayor posibilidad de acceder a la política. Les prohibieron portar armas y formar parte del ejército real, legislar y ocupar cargos públicos y, obviamente, acceder a cualquier cuestión política. Además, si los hijos más jóvenes de las familias se convertían en feligreses de la Iglesia de Irlanda, podían desheredar a sus hermanos mayores. A todo esto hay que sumar las persecuciones que de vez en cuando sufrían los católicos.
El Dominio Protestante de Irlanda fue un periodo en el que apenas tuvieron que hacer frente a amenaza seria alguna. Sí es cierto que algún susto se llevaban cuando se coronaba algún Estuardo, pero las motivaciones jacobitas de los Estuardo se terminaron con el fin del linaje, que sobrevino en 1766 con la muerte de Jacobo III de Inglaterra y VIII de Escocia, el último de los Estuardo. Aun así, hay que añadir que durante la segunda mitad del siglo XVIII un grupúsculo protestante del Parlamento irlandés de tintes más liberales propuso flexibilizar las Leyes Penales que se habían impuesto contra los católicos (esto ocurrió precisamente pocos años antes de la derogación de la mayoría de estas leyes). A fin de cuentas, los católicos habían perdido a todos sus aliados que podían suponer una amenaza contra el protestantismo con la muerte del último de los jacobitas. Aun así, finalmente la mayoría de estas normativas comenzaron a ser derogadas en la década de 1770, pero no porque los parlamentarios hubiesen reflexionado sobre la crueldad de aquellas infames leyes, sino porque unos importantes intereses políticos se habían interpuesto. En 1775 comenzó la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. El ya Imperio Británico escaseaba de efectivos militares (recordemos que justo antes de la Guerra de Independencia, Inglaterra había estado ocupada en la Guerra de los Siete Años contra Francia), por lo que se vio obligado a reclutar soldados irlandeses independientemente de su confesión o afinidad política (algo que volvería a repetirse en la Primera Guerra Mundial). El problema era que los católicos tenían el acceso a las armas y al ejército terminantemente prohibido. En consecuencia, la aparición de una mentalidad más abierta entre algunos miembros protestantes del Parlamento irlandés y las necesidades británicas desembocaron en las Actas de Ayuda Católica. Entre otros cambios, estos estatutos promovieron la recuperación del arrendamiento de tierras, restablecieron los derechos de herencia de los católicos, permitieron el sufragio católico y, en consecuencia, la posibilidad de participar en la política isleña, y se restablecieron los seminarios católicos para la formación de sacerdotes (durante el Dominio Protestante los sacerdotes católicos tenían que emigrar al continente europeo para obtener el sacerdocio). Se favoreció así una mayor igualdad entre católicos y protestantes y una mayor democratización de Irlanda. Lo que no sabían por aquel entonces es que el haber dado alas a los católicos devendría en un duro golpe para el protestantismo a largo plazo…
Los primeros pasos para la revolución
La pérdida de la dominancia y de sus legítimas posesiones en Irlanda despertó un sentimiento de desposesión y de privación en católicos y en todo aquel irlandés que sintiera un mínimo apego por su pasado. La idiosincrasia nacionalista irlandesa ha sido alimentada constantemente por los que, según los nacionalistas, son sus enemigos: los bárbaros ingleses. Desde la invasión anglonormanda en el siglo XII, muchos gobernantes ingleses han divulgado una visión propagandística del irlandés medio como un individuo primitivo y tosco. Los irlandeses eran gentes que requerían de mano dura para curarse de sus desviaciones espirituales y folklóricas. De esta manera podían justificar ante su población muchos de sus actos en esa colonia arraigada en el pasado, porque así era considerada Irlanda a menudo, como una colonia más que como un reino integral de Inglaterra. Gracias a esta circunstancia, y aunque parezca increíble por todo lo que hemos contado, los católicos y los protestantes irlandeses acabaron colaborando codo con codo para rebajar el poder y los abusos de la corona británica. Desde el siglo XII, los diferentes gobiernos gaélicos, católicos y protestantes estaban obligados a depender directamente de la corona británica y de Westminster (sede del Parlamento inglés) a la hora de legislar y de decidir su futuro. Una ley no podía entrar en vigor sin la aprobación de estos organismos, y si esa reforma entraba en conflicto con los intereses británicos, ya podían olvidarse de ella. Si a esto añadimos algunas restricciones que Inglaterra impuso en el comercio irlandés, es normal que las tensiones estuvieran a flor de piel. Es decir, los irlandeses, independientemente de sus creencias y de su fe, buscaban un mismo objetivo: soberanía nacional y una mayor independencia de Westminster.
La Revolución Francesa (1789-1799) fue decisiva para que estos sentimientos de independencia se consolidaran en la Isla Esmeralda. La Revolución Francesa fue otro Renacimiento en cuanto a todos los cambios que introdujo en la sociedad, la filosofía, la política, la religión, etc. Sus líderes emplearon astutamente la crispación del pueblo llano, o más conocido como el tercer estado, proveniente del injusto trato dado por el clero y los reyes (el primer estado) para reconducir la sociedad. Diseminar la concentración del poder para que las masas pudieran elegir a sus gobernantes, destruir el derecho presuntamente divino e inapelable de las monarquías y las curias religiosas y aplacar las supersticiones y los miedos espirituales que impedían la evolución del ser humano (recordemos que en la segunda mitad del siglo XVIII surge la Ilustración) fueron sus principales objetivos. Finalmente lo consiguieron, pues la Revolución Francesa es la progenitora de las democracias actuales (aunque entre medias hayamos avanzado bastante).
Los ecos de la revolución se propagaron a todos los rincones del mundo y, con el tiempo, indujeron otras revoluciones. En el caso de Irlanda curiosamente comenzaron a diseminarse por el norte de Irlanda, por la provincia de Ulster, a la que pertenece Belfast e Irlanda del Norte. Y en esta circunstancia es donde en mayor medida está presente la estrecha relación existente entre el nacionalismo irlandés y el republicanismo con la religión, aunque en ocasiones se haya querido ocultar tras la máscara del laicismo. Precisamente si la Revolución Francesa caló primeramente en Ulster fue gracias a que, en los condados de Antrim y Down, la confesión mayoritaria era la presbiteriana. A grandes rasgos, el presbiterianismo es un protestantismo reformado nacido en Suiza y en Escocia y cuyos padres fundadores fueron Juan Calvino y John Knox entre otros. Desde Escocia se introdujo en Irlanda del Norte a través de los inmigrantes escoceses. Los presbiterianos escoceses e irlandeses sufrieron al igual que los católicos las presiones y las vejaciones de la Iglesia Anglicana, como el arrebatamiento de tierras, pero esto no impidió que saltaran chispas entre ambas confesiones. Es obvio que la Iglesia Anglicana constituía un tentáculo más de la monarquía británica, así que los valores de la Revolución Francesa se convirtieron en consecuencia en un arma arrojadiza contra ambas instituciones.
No obstante, gracias a dos grandes oradores comenzó un proceso de unión y de “hermanamiento” que dejaba de lado las discrepancias religiosas (temporalmente al menos) en aras de conseguir la anhelada soberanía nacional irlandesa. Estos personajes fueron el abogado e ilustrado Theobald Wolfe Tone y el médico William Drennan. Ambos fundaron en Belfast la Sociedad de Irlandeses Unidos en 1791 desde la que llamaban a la unión de todos los irlandeses para enfrentar al dominio británico. Finalmente, los manifiestos promulgados por ambos personajes se convertirían en el santo y seña del movimiento republicano irlandés posterior, un movimiento que comenzaría a ver la luz a mediados de la década de 1790 según avanzaba la Revolución Francesa y que terminaría siendo preeminentemente católico. Aunque no quisieran darse cuenta, católicos, presbiterianos y el resto de protestantes de Irlanda perseguían un objetivo común, sólo tenían que unirse, pero los prejuicios y las rencillas dificultaron sobremanera la labor.
¿Cómo pretendían conseguir la independencia irlandesa? La manera más clara era mediante una insurrección popular apoyada por las milicias que estaban surgiendo en aquellos años, como los Defensores, un pequeño ejército católico que surgió como consecuencia de la lucha entre bandas y sectas de confesiones opuestas. Para apoyar la sublevación sería necesaria la ayuda de la Francia revolucionaria, que no tardaría demasiado en aceptar las propuestas de los líderes de la Sociedad de Irlandeses Unidos para enviar un contingente francés a la Isla Esmeralda para expulsar definitivamente la influencia británica. La sublevación comenzó en Dublín la noche del 23 al 24 de mayo de 1798, aunque los revolucionarios ya traían algunas derrotas a cuestas. Las diversas sectas que surgieron durante este periodo socavaron las aspiraciones revolucionarias y continuarían haciéndolo en los siglos posteriores mediante sus guerras absurdas.
En 1793, el sector lealista a la corona británica de la administración irlandesa creó la Milicia, un organismo militar en el que se mezclaban católicos y protestantes que llegó a contar con decenas de miles de hombres armados. Para reforzar aún más la seguridad de Irlanda contra los levantamientos, las autoridades irlandesas crearon en 1796 otro cuerpo militar conocido como Yeomanry. Según se fueron descubriendo los ardides y pretensiones revolucionarias, la Yeomanry comenzó a perseguir, torturar y ejecutar a los líderes revolucionarios, es decir, a los miembros de la Sociedad de Irlandeses Unidos. Sus actos vandálicos e inhumanos más conocidos fueron los que cometieron en Ulster bajo el mando del general Gerard Lake contra los miembros de la Sociedad y los presbiterianos en 1797. Todas estas tropelías avivaron el fuego revolucionario y, aunque los directorios de la Sociedad de otras provincias y condados fueran desmantelados (incluso en Dublín, donde tenían planeado comenzar con la sublevación), finalmente el vástago irlandés de la Revolución Francesa vio la luz. Si bien es cierto que los sublevados consiguieron importantes victorias, como la conquista y la instauración de la república de Wexford, el proceso revolucionario tan sólo duró unos pocos meses hasta que las autoridades lealistas se hicieron nuevamente con el control en noviembre de 1798. Ni siquiera el apoyo francés, que llegó a mandar varias expediciones a Irlanda, sirvió para que la Revolución Irlandesa tuviese éxito. Sin embargo, estos acontecimientos no fueron en vano. Muchos historiadores coinciden en que es a finales del siglo XVIII cuando se sembró la semilla que brotaría como la moderna Irlanda.
El Acta de Unión
La derrota de la revolución condujo al Acta de Unión de 1801, momento en el que nacería el Reino Unido como tal, y el único ingrediente que faltaba para terminar de alterar los ánimos de los irlandeses. Esto conllevó la práctica eliminación de los poderes del Parlamento irlandés, que quedaba completamente bajo la autoridad de Westminster, y la instauración de la Iglesia Anglicana de Irlanda como la única institución religiosa oficial de Irlanda. El último de los reinos parcialmente independientes de las islas británicas fue finalmente absorbido por la metrópoli londinense (el reino de Escocia había sido engullido ya en 1707).
Es curioso que los católicos aceptasen de buen grado esta unión. Veían en la misma un futuro prometedor para el catolicismo insular, pues entre otras cosas se hablaba de derogar por completo las Leyes Penales y de incrementar significativamente la presencia católica en el Parlamento inglés. La libertad total que los católicos perseguían se conocía como la Emancipación Católica. Parece que la oportunidad para establecer reformas católicas estaba cada vez más cerca. Sin embargo, los católicos se llevaron una gran decepción, porque el rey Jorge III no quería que la “naturaleza” protestante de su reino se viese alterada por unos individuos ansiosos de cambio, a él le interesaba mantener a raya a los católicos y no darles más concesiones que las que ya habían obtenido mediante las Actas de Ayuda Católica del siglo anterior. Y eso hizo. Además, los protestantes del Parlamento irlandés no veían con buenos ojos este Acta, pues consideraban que la relativa soberanía que aun mantenían podía ser socavada. En estas, el sector protestante más conservador (el que defendía la represión católica) comenzó a sobrepasar al sector más liberal en el Parlamento irlandés. Los católicos estaban perdiendo otra vez a los últimos aliados que estaban a favor de una emancipación católica más o menos completa.
Daniel O’Connell, el mesías del nacionalismo
El siglo XIX fue determinante para que se forjase la conciencia nacionalista que desembocaría en los acontecimientos de 1922. Obviamente, la revolución de finales del siglo XVIII y la Revolución Francesa fueron fundamentales para plantar la semilla de este sentimiento, pero el siglo XIX fue el periodo en el que la semilla echó raíces y comenzó a crecer. El Acta de Unión fue comenzada a ver como una traición y una jugarreta del ancestral enemigo de los irlandeses. Poco a poco, el sector nacionalista del pueblo irlandés fue entendiendo los rasgos que tenía en común y el trascendental propósito político que perseguían desde hacía mucho tiempo, un propósito que fue manchado y nublado por la aparición de las diversas sectas que promovieron las guerras intestinas y los enfrentamientos fraternicidas y a las que ya hemos hecho mención. Podríamos hablar de una suerte de efecto mariposa, de una serie de acontecimientos muy afortunados que, en su conjunto, ayudaron a escribir la historia tal y como la conocemos. Uno de esos acontecimientos es la Revolución Industrial y el nacimiento de una incipiente globalización. La aparición del ferrocarril permitió la difusión de todo tipo de cosas, y no solo las materiales, sino también las ideológicas, las éticas y las políticas. El ferrocarril fue uno de los inventos que permitió la modernización del mundo. En Irlanda, por ejemplo, posibilitó la estructuración de un sistema nacional de prensa, un comercio entre regiones más efectivo, ofreció nuevos puestos laborales, introdujo los viajes de ocio y el turismo, etc. Pero, más importante aún, permitió la conexión entre las personas y el intercambio de pareceres y de elementos culturales, y no solo eso, sino que difuminó en parte las diferencias entre las personas. De alguna manera, una interconexión más global facilitó que las personas de diferentes regiones entendiesen que tenían más en común de lo que pensaban en un principio. En otras palabras, el ferrocarril y, en consecuencia, el siglo XIX, funcionaron como elementos catalizadores del hermanamiento y la unión. La interconexión fue clave por tanto para que la conciencia sobre un concepto mucho más trascendental de comunidad, el de nación, comenzase a asentarse, lo que permitiría la unión y la colaboración de comunidades locales que antes estaban incomunicadas y que compartían los mismos intereses sin saberlo.
Ya hemos mencionado anteriormente que el nacionalismo irlandés tiene fuertes componentes religiosos y, de hecho, no podría entenderse sin contextualizarlo con los movimientos del siglo XIX por la Emancipación Católica. Pues bien, el personaje que sincretizó ambos conceptos, como una suerte de San Patricio moderno, fue Daniel O’Connell (1776-1847), posiblemente la persona más renombrada de la historia de Irlanda, no en vano se le considera el primer líder del movimiento nacionalista. Ya hablamos de él brevemente en la anterior parte cuando ubicábamos el monumento que le conmemora en la calle que lleva su nombre frente a The Spire. Recordemos que nació en el condado de Kerry en el seno de una familia pudiente (la dinastía de los O’Connell porta el apellido de los antiguos señores gaélicos del periodo celta irlandés). Estudió en un colegio de jesuitas en Francia y más tarde se formó como abogado en Londres. Durante su estancia en Francia presenció la escalada de violencia de la Revolución Francesa. Aquello le impactó profundamente y le provocó un profundo rechazo al uso de la violencia como medio para alcanzar objetivos políticos. Asimismo, Daniel O’Connell era católico, por lo que no veía con buenos ojos el carácter aconfesional del republicanismo francés.
Daniel O’Connell cumplía con el arquetipo de líder llamado a dirigir una revolución. Lo usual es que las revoluciones y los movimientos reformistas sean liderados por una élite reducida de personas, aquellas más cercanas a los estamentos más altos de la sociedad, con ciertos recursos económicos, con un bagaje intelectual representativo y compuesta por grandes oradores. El caso es que tanto el nacionalismo irlandés como la Emancipación Católica tuvieron un impulso fundamental tras la fundación de la Sociedad Católica por Daniel O’Connell y su colega Richard Lalor Sheil en 1823. Con sólo pagar un penique al mes ya se podía ser miembro de esta organización, es decir, era una institución accesible hasta para los menos pudientes. Desde su seno partían las proclamas por la libertad de los católicos del Reino Unido y se constituyó como el núcleo en torno al cual se concentraría la lucha por la identidad irlandesa. ¿Recuerda el lector que los protestantes de Inglaterra e Irlanda lamentarían a largo plazo las concesiones que hicieron a los católicos a finales del siglo XVIII? Bueno, pues aquí es cuando comienza el auge católico a raíz de esas concesiones. Recordemos que desde finales del siglo XVIII los católicos habían recuperado el derecho a voto y, por tanto, el acceso a la política. La Sociedad Católica de O’Connell tuvo un éxito espectacular en el reclutamiento de personas afines a la causa. A más personas, más votos para esta causa. Hay que tener en cuenta además que la Sociedad Católica poseía todo un sistema de diseminación de propaganda compuesto por parte del clero de Irlanda (muchos de sus miembros fueron sacerdotes e, incluso, obispos), lo que favorecía la dispersión de la causa durante las ceremonias entre todos los feligreses que acudían a las mismas. Comenzaba así una gran movilización de las masas, una de las primeras de la historia moderna.
Daniel O’Connell tuvo que enfrentarse a diversos obstáculos y encontronazos. Por ejemplo, su organización fue prohibida, pero en 1826 renació con los mismos objetivos aunque con distinto nombre: la Nueva Asociación Católica. Aun así, la entereza y el arrojado temperamento de O’Connell dieron sus resultados. Gracias a él, los católicos lograron acceder finalmente al Parlamento británico y adquirir importantes puestos políticos y legislativos. El punto de inflexión sucedió en 1828, cuando el partido de O’Connell ganó los comicios del condado de Clare. Posteriormente y una vez en el Parlamento, se acercaría a los Whigs (así se conoce al sector liberal del Parlamento británico) con quienes colaboró hasta 1841, cuando los Whigs perdieron frente a los Tory (nombre que se da al sector conservador del Parlamento) encabezados por Robert Peel.
Sin embargo, hubo una provincia que se resistió a la influencia del catolicismo y del cambio. Ya habrá adivinado el lector cuál es: Ulster, la provincia que siempre parece la última en aceptar los nuevos paradigmas, lo único que en este caso jamás aceptará la Emancipación Católica. Recordemos que la Isla Esmeralda se divide actualmente en la República de Irlanda y en Irlanda del Norte, perteneciente a la protestante y anglicana Gran Bretaña. A partir de este dato, el lector podrá adivinar que le sucedió a Ulster tras rechazar la revolución católica: mantuvo su confesión protestante. Aunque los protestantes de Ulster tuviesen sus trifulcas y desigualdades (recordemos que los presbiterianos descendientes de escoceses y los anglicanos de la Iglesia de Irlanda descendientes de británicos no siempre compartían objetivos), en cambio les unía un sentimiento: el rechazo del catolicismo.
Desde Daniel O’Connell, que se convirtió en uno de los personajes más conocidos del mundo en su época, Irlanda se transformó en una exportadora de democracia y de cierto liberalismo e ideas progresivas. Hay que tener en cuenta que la influencia de O’Connell puede seguirse hasta el Partido Demócrata estadounidense, hasta el Partido Laborista y los movimientos sindicales de Gran Bretaña y Australia, etc. Y no sólo en el siglo XIX. Irlanda sigue dando ejemplo en el mismo siglo XXI al convertirse en 2015 en el primer país del mundo (nos referimos a la República de Irlanda en este caso) en legalizar el matrimonio homosexual mediante referéndum popular.
El siglo XIX fue sinónimo de prosperidad y de reformas para Irlanda, sobre todo desde 1828 hasta 1841, periodo de dominancia política de O’Connell y los Whigs. Aumentó notablemente el nivel educativo de la población así como el de la cantidad de colegios y otras instituciones educativas (sufrieron un auge las de corte católico gracias a Daniel O’Connell, a través de las cuales se introdujeron nuevos sistemas educativos y de formación, un tanto diferentes de los que profesaban las escuelas protestantes), se modificaron ciertos sistemas tributarios, mejoró la tolerancia religiosa, aumentó el comercio agrícola y las exportaciones. Por otro lado, durante este periodo se introdujo el cultivo de la patata. Esto fue importantísimo para Irlanda. A un nivel práctico, permitió la sustitución de cultivos de grano y de otros alimentos con bajos niveles nutricionales por la patata, además de la adición de novedades a la gastronomía irlandesa. Además, la patata puede adaptarse a suelos poco fértiles, por lo que las regiones con suelos más pobres y, en consecuencia, más proclives a pasar hambre, encontraron una solución inmejorable a su paupérrima situación. De hecho, un importante porcentaje de la población irlandesa pasó a depender exclusivamente de la patata como alimento principal, lo cual también conllevaba riesgos importantes. Todas estas reformas produjeron mejoras en la población: mejoró la alimentación y la salud de los más pobres, se redujo la mortalidad infantil, aumentó la fertilidad y la natalidad y, como consecuencia inevitable, la población aumentó. Y esto lo sabemos con seguridad gracias a que en 1841 se realizó el primer censo poblacional en Irlanda. El resultado: cerca de 8 millones de habitantes vivían en la isla en aquel momento. Era la primera vez y de momento la última que tantas personas habitarían Irlanda porque, aunque los censos anteriores eran muy inexactos, antes de 1760 se estima que habría poco más de 2,5 millones de personas. Para que el lector se haga a la idea, actualmente Irlanda tiene una población de poco más de la mitad de la del siglo XIX, unos 4,5 millones de personas. Pero es que una serie de penosos acontecimientos mermaron drásticamente la demografía irlandesa como veremos a continuación. Sea como fuere, de esos 8 millones de personas, una gran mayoría seguía teniendo escasos recursos.
En Ulster seguían ocurriendo cosas curiosas con epicentro en Belfast. Parece como si esta provincia no tuviera nada que ver con las otras tres. Quizás por su mayor cercanía a Gran Bretaña, es en Ulster donde antes penetró la Revolución Industrial con todos sus avances (no en vano, la Revolución Industrial nace en la metrópoli británica). Ulster, además, no le iba a la zaga a la expansión económica y social del resto de la isla. Con sede en Belfast, la industria del lino comenzó a crecer y se convirtió en una de las industrias que más beneficios introducía en Irlanda. La cada vez mayor necesidad de exportar estos productos al extranjero (sobre todo para satisfacer las necesidades textiles de Gran Bretaña en épocas de guerra) condujeron a la expansión y desarrollo del puerto de Belfast. Por ejemplo, sobre 1849 se terminó de construir el canal Reina Victoria. Además, y al contrario que en el resto de provincias, la población del norte de Irlanda no se decantó exclusivamente por cultivar patata y mantuvo una amplia diversidad de productos agrícolas. Es importante destacar que los principales líderes industriales de Belfast a partir de entonces fueron protestantes, es decir, más afines a la confesión de Gran Bretaña que al resurgido catolicismo del resto de Irlanda, lo cual afianzaría aun más los lazos entre Ulster y Gran Bretaña.
Aunque parezca que la Revolución Industrial sólo trajo beneficios, nada más lejos de la realidad. El desarrollo industrial de Belfast y la promesa de mejores condiciones de vida atrajo a personas de toda condición confesional, es decir, protestantes y católicos terminaron trabajando codo con codo aunque las rencillas siguiesen estando presentes. Belfast se convirtió asimismo en un centro de peregrinaje para los movimientos religiosos más extremistas o sectarios. Las guerras por las diferencias de pensamiento y fe no se hicieron esperar y comenzaron los disturbios. Los más importantes por la sangría en la que acabaron fueron los de 1886. A todo esto hay que sumar un cambio de sentido en la teología imperante en la élite presbiteriana de Ulster. A lo largo del siglo XIX había dominado el sector liberal del presbiterianismo calvinista (conocido como “nueva luz”), el cual, de hecho, no sentía demasiado rechazo por los movimientos nacionalistas y republicanos de los Irlandeses Unidos del siglo XVIII. No obstante, en 1840 el sector más conservador (conocido como “vieja luz”) consiguió una mayor representación, y con él también llegó la inflexibilidad contra el catolicismo. El inestable volcán de las diferencias teológicas y comunitarias entraba de nuevo en erupción y sus efectos iban a perdurar hasta épocas muy recientes, como veremos a continuación.
Otro signo fundamental del siglo XIX irlandés fue la anglicanización de la isla. El irlandés o gaélico comenzó a recluirse en pequeños sectores de la población, en la Irlanda más profunda. Como ya mencionamos en artículos pasados, poco más de un millón de irlandeses manejan el gaélico en pleno siglo XXI, aunque todavía se sigue enseñando en las escuelas para evitar perderlo irreversiblemente. Realmente era una consecuencia inevitable, es lo que trae consigo la modernización y la globalización. Desde un punto de vista darwinista, podríamos decir que solo las lenguas mejor adaptadas sobreviven, en este caso, aquellas que están más imbricadas en el poder dominante. Es lo que pasó en Irlanda. Con su inclusión total en el Reino Unido, era solo cuestión de tiempo que la idiosincrasia inglesa se impusiese. Todos los sectores de la sociedad comenzaron a usar el inglés como idioma base. Uno de los primeros obviamente fue el comercio. Luego se vería influenciada la educación, la literatura, el mundo laboral y administrativo, la música, etc. De hecho, los padres de la Irlanda moderna, incluyendo a Daniel O’Connell, dominaban el gaélico, pero finalmente lo dejaron de lado y optaron por el inglés por cuestiones prácticas: de esta manera, llegaban a más personas. Podrían haber ensalzado el lenguaje nativo de Irlanda como un símbolo identitario de la cultura irlandesa, pero su herramienta principal era la política, la tradición la consideraban un medio secundario con el que alcanzar sus intereses.
La decadencia de O’Connell comenzó en 1841 con la llegada al parlamento de los Tory, el sector conservador. Desde entonces, O’Connell, quien ya había conseguido la Emancipación Católica, concentró sus esfuerzos en conseguir otro gran y difícil objetivo: desmantelar la Unión de 1801. Sin embargo, fracasó en su intento. Aunque empleó las mismas técnicas que durante la Emancipación, la élite católica no mostró tanto interés en esta nueva lucha y no consiguió el suficiente apoyo como para lograr algún tipo de cambio. Por otro lado, en 1845 llegó la nefasta Gran Hambruna de Irlanda, de la que hablaremos más detenidamente en el siguiente artículo, que anegó en la miseria y en la muerte a la Isla Esmeralda. Por hacer una breve introducción a la magnitud de la Gran Hambruna, tan solo diremos que la población de Irlanda perdió 1,5 millones de almas (el 20% de la población): se estima que cerca de un millón murieron por el hambre y las enfermedades y que el resto se vieron obligados a emigrar. Desde entonces hasta la segunda mitad del siglo XX la emigración se convirtió en un rasgo fundamental de la historia de Irlanda. Además, durante sus últimos años, O’Connell tuvo que hacer frente a una pequeña organización conocida como Joven Irlanda (Young Ireland en inglés). Este grupúsculo, liderado por jóvenes burgueses, coincidía en cierta medida con la filosofía y las aspiraciones de O’Connell, sin embargo, estos individuos propugnaban un nacionalismo basado en la tradición ancestral y en los elementos culturales, dejando la política en segundo término, justo lo contrario que O’Connell. Buscaban la implementación y la recuperación de los rasgos étnicos y tribales irlandeses, incluyendo el lenguaje de sus antepasados. Ellos fueron los introductores, por ejemplo, de la bandera tricolor de la futura República de Irlanda, basada en la tricolor de la Revolución Francesa.
El camino a la independencia
La Gran Hambruna tuvo consecuencias sociales determinantes, y no sólo por la gran pérdida de población. En el siguiente artículo detallaremos las causas de la Gran Hambruna, una situación que podía haberse evitado o, como mínimo, mermado si las administraciones hubiesen tomado mejores decisiones. Pero si la Gran Hambruna fue importante es porque avivó las ascuas del nacionalismo y de la anglofobia. La unión de Irlanda e Inglaterra supuestamente debería haber tenido como consecuencia la mejora de la vida de los irlandeses y un mayor aprecio por parte de la jerarquía británica. Sin embargo, fue todo lo contrario. Inglaterra había dejado morir a Irlanda, tratándola más como a una colonia sin visos de futuro que como a una parte equivalente a sí misma e integrada. Por tanto, el rechazo de la Unión de 1801 y la anglofobia fue radicalizándose poco a poco entre algunos sectores nacionalistas. Esto conllevó una serie de alzamientos y de enfrentamientos armados entre, fundamentalmente, los Jóvenes Irlandeses, miembros de Joven Irlanda, y las autoridades británicas de Irlanda. Uno de los más importantes fue el levantamiento de Ballingarry, encabezado por William Smith O’Brien. Aun así, las rebeliones fueron apaciguadas, pero en general la mayoría de ellas terminaron convirtiéndose en nuevos elementos de la mitología nacionalista irlandesa y en motivación para los futuros reaccionarios. Cabe obviar que los que salieron favorecidos o más o menos indemnes de la Gran Hambruna fueron los lugartenientes y la clase media-alta, quienes mantuvieron sus puestos sociales y sus posesiones en mayor o menor medida.
Aunque los levantamientos de los Jóvenes Irlandeses no consiguieron logros a corto plazo y prácticamente fueron desmantelados por las autoridades, algunos grupúsculos consiguieron sobrevivir. Fueron ellos los que escribirían muchos de los acontecimientos del siglo XIX y XX de Irlanda. En 1858 se funda la Hermandad Feniana o Hermandad Republicana Irlandesa prácticamente al mismo tiempo en Irlanda y en Nueva York. Su nombre ya nos indica cuáles son sus fuentes de inspiración, pues “feniano” hace referencia a los Fianna, la mítica banda de guerreros liderada por el legendario Fionn mac Cumhaill. Los fenianos se constituyeron como una organización secreta reaccionaria radical que apoyaba el empleo de las armas y la violencia para conseguir sus objetivos, es decir, el enfrentamiento y la subversión contra el Imperio Británico y su expulsión de Irlanda para proclamar una república independiente. Su estructura asemejaba a la de los estamentos militares. Los fenianos a la larga acabarían haciendo historia, pues muchos de sus miembros acabarían siendo los líderes de los principales partidos políticos republicanos e, incluso, presidentes de la República. Obviamente, su ideología era republicana y nacionalista, por lo que sus principales objetivos era todo aquello que avalase la Unión de 1801. Sus actos conllevaron una serie de violentos choques con las autoridades británicas. Posiblemente, su reivindicación más conocida fue la bomba de Clerkenwell, un acto que solo puede ser tildado de terrorista y que recuerda mucho a los que siglos más tarde perpetrarían los partidarios del IRA. En noviembre de 1867, el líder feniano Richard O’Sullivan Burke fue detenido en Inglaterra acusado de promover varios actos reaccionarios. Fue encarcelado en la prisión del barrio de Clerkenwell. Una célula feniana ideó un plan para sacarle de allí de una manera muy poco sutil: colocando un barril con dinamita frente al muro de la prisión que daba a la celda de Burke. La explosión causó un gran destrozo en el barrio: 17 personas perecieron y ciento veinte fueron heridas. El atentado no sirvió de nada, porque Burke había sido trasladado a otra parte de la prisión. Aquello conmocionó a la sociedad inglesa y, aunque si bien es cierto que los fenianos no consiguieron su principal objetivo, sí lograron que el primer ministro británico, William Ewart Gladstone, impulsara una serie de reformas legislativas para favorecer un acercamiento de Irlanda a Inglaterra en el contexto de la Unión para apaciguar a los fenianos y así evitar futuras masacres. Entre otras cosas, se retiró el reconocimiento que poseía la Iglesia de Irlanda de institución religiosa exclusiva de Irlanda.
El ambiente anglófobo era ya denso en la segunda mitad del siglo XIX, tanto como para servir de caldo de cultivo a nuevas formaciones políticas reaccionarias. La más importante sin duda fue la Home Government Association, presidida moderadamente por el abogado Isaac Butt. No obstante, poco tiempo después fue sustituido por Charles Stewart Parnell, un miembro del Parlamento británico y un líder más agresivo que Butt. Esta organización perseguía, al igual que sus antecesoras, la soberanía nacional a través de diferentes reformas sociales, entre ellas la restitución de la autoridad y el poder de decisión del Parlamento irlandés. Es decir, pretendían rescindir la Unión de 1801. Otra de ellas fue la modificación de las leyes de propiedad de tierras, que habían permanecido inmutables durante muchas décadas (desde la colonización de Cromwell en el siglo XVII). Recordemos que la tierra no sólo era un bien que explotar, sino también un símbolo para los irlandeses. De alguna manera, el sistema de reparto de tierras en Irlanda era considerada una afrenta por los irlandeses nacionalistas y como una imposición injusta de un gobierno ilegítimo e igualmente injusto. A grandes rasgos, las tierras pertenecían a un número muy reducido de terratenientes con gran poder, sin embargo, estas eran trabajadas por granjeros inquilinos. Esta relación era negativa para los granjeros, y aun más después de la Gran Hambruna: los granjeros inquilinos eran explotados y recibían escasos beneficios. El caso es que se generó un descontento evidente en este sector de la población que fue aprovechado primero por los nacionalistas y posteriormente por el gobierno inglés. Otra tensión más, a la que habría que sumar la de los católicos, los fenianos, etc. Así, la anglofobia fue aumentando progresivamente y creando el contexto ideal para los acontecimientos futuros. La autoridad de los británicos y los protestantes de Irlanda estaba siendo cada vez más desafiada (el mejor ejemplo es el de los fenianos y todos los atentados con bombas que llevaron a cabo durante este periodo). Es curioso que estamentos sociales tan dispares acabasen uniéndose en lo que a la postre sería la Liga Nacional, el primer partido político de ideología nacionalista. Su primer líder fue Parnell, de confesión protestante y quien, asombrosamente, logró el apoyo de los católicos. Este recién nacido partido político también fue apoyado por los fenianos, considerados por los católicos como una organización secreta sospechosa de laicismo.
Ante el auge de los nacionalistas, que lograron 86 escaños en la Cámara de los Comunes en las elecciones de 1885, se interpusieron los protestantes de Ulster. En cierto modo resurgió esa pugna ancestral entre confesiones y se delimitaron los perfiles y los objetivos que defendían cada una. Quien rechazaba la Unión solía sentir más afinidad por el catolicismo y quien la defendía era más afín al protestantismo. En estas, Parnell intentó introducir un estatuto para su aprobación en el Parlamento ahora que parecía que tenía varios aliados a su favor. Se conoce como Home Rule y, básicamente, dotaba a Irlanda de una cierta autonomía aunque continuase bajo los auspicios de Gran Bretaña. Se propuso en 1886 pero fue rechazada por la Cámara de los Comunes para celebración de los protestantes de Ulster. De hecho, estos últimos estaban dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias para lograr que tanto esta como las tres Home Rule que se propondrían años después no llegasen a término (en 1914, cuando los nacionalistas casi consiguen que la tercera Home Rule propuesta fuese implementada en Irlanda, se gestó la Fuerza de Voluntarios de Ulster, una milicia local que creó disturbios para mostrar su rechazo ante estatuto nacionalista. Desgraciadamente, otro conflicto de mayor calado canceló el proceso burocrático: la Gran Guerra).
El auge de los nacionalistas irlandeses y la acumulación de apoyos desde diferentes sectores sociales se debió fundamentalmente a un factor al que ya hemos hecho referencia: la Revolución Industrial y la incipiente globalización dentro de la isla. Con el ferrocarril, Irlanda quedó interconectada. Esta interconexión sucedió a todos los niveles, incluso en el de la información. Es precisamente en pleno siglo XIX cuando los principales periódicos irlandeses logran llegar a casi todos los rincones de la isla. Teniendo en cuenta que los medios de comunicación son un mecanismo de transmisión de propaganda muy eficaz, el resto es historia. Los periódicos de tinte nacionalista desplegaron las virtudes del nacionalismo irlandés, y ello, como acabamos de ver, tuvo su efecto. Lo mismo hicieron los periódicos unionistas. En consecuencia, los diferentes bandos políticos se consolidaron y se constituyeron como colectivos perdurables que, de hecho, aun persisten. Por descontado, la expansión del sistema educativo, que redujo el número de personas analfabetas, jugó un papel fundamental en todo lo anterior. Aun así, aun quedaban algunas décadas para que el nacionalismo irlandés consiguiese, por fin, su anhelado objetivo.
¡Por fin! La independencia se hace realidad
La muerte de Parnell trajo consigo un fenómeno curioso: la aparición de organizaciones similares a Joven Irlanda y a los fenianos en la década de 1890 y a principios del siglo XX, es decir, colectivos que más que en política apuntalaban sus anhelos reformistas anglófobos en la tradición. La más importante fue la Liga Gaélica. Todas estas organizaciones coinciden en la reivindicación de los símbolos y la tradición gaélicos. Eran claros movimientos antimodernistas y románticos que pretendían romper con esa revolución imparable tecnológica y urbanística, pues la consideraban un vástago corrupto del también corrupto imperio inglés. Muchos dramaturgos y escritores formaron parte de estos movimientos, como William Butler Yeats o George William Russell. Ellos ayudaron a que la “gaelización” de Irlanda cobrase forma, reivindicando la revitalización del idioma gaélico y la recuperación de las tradiciones y el folklore ancestral. Curiosamente culpaban a Parnell del soterramiento de este sentimiento en aras de la política. Al igual que con los Jóvenes Irlandeses, la política, aunque obviamente sentían interés por ella y eran conscientes de que tendrían que emplearla para lograr sus metas, la consideraban una antítesis de la cultura. Ellos consideraban la política como una herramienta utilitarista, materialista y racionalista que se oponía y trataba de engullir o enmascarar el tradicionalismo impetuoso, visceral, romántico y simbólico. Unos párrafos más atrás detallábamos cómo los líderes políticos irlandeses anteponían la política a la cultura mientras que en Europa, en general, sucedía lo contrario. Pues bien, la década de 1890 fue una excepción a esta regla. Hasta cierto punto, estas organizaciones tenían puntos en común con otros movimientos tradicionalistas, como el nazismo o las filosofías propugnadas por René Guénon, Mircea Eliade, Carl Gustav Jung, etc., quienes, en mayor o menor medida, rechazaban el mundo moderno en pos del retorno a las raíces y a un pasado mítico y utópico. Aunque la creación de un sustento cultural para justificar una causa política determinada no fuese una novedad en Irlanda, sí es cierto que fue esta manifestación de finales del siglo XIX la que integró definitivamente el símbolo y el folklore en el nacionalismo y el republicanismo irlandés. ¿Recuerda el lector cuando decíamos que en Irlanda existe un interés por preservar el gaélico o irlandés a través incluso del sistema educativo? Pues ya puede hacerse una idea de dónde y cuándo surge esta motivación. Sin embargo, que no piense el lector que estas reivindicaciones se constriñeron al siglo XIX. Incluso a mediados del siglo XX el presidente o taoiseach Éamon de Valera continuaba respaldando estas iniciativas (de hecho, la acuñación de términos gaélicos para denominar cargos políticos se la debemos a de Valera, que los introdujo junto con la constitución de 1937). Sin embargo, más importante fue para mantener la tradición la imagen colectiva de sí mismo que se había forjado gran parte del pueblo irlandés.
La recuperación del lenguaje primordial de Irlanda fue otra faceta más del interés por resucitar las antiguas tradiciones irlandesas de raíz celta. Esto está perfectamente ejemplificado por la situación industrial de Irlanda en pleno siglo XX, que aun era muy paupérrima y poco desarrollada, a fin de cuentas las innovaciones industriales y tecnológicas estaban vinculadas al modernismo y este a su vez estaba vinculado con el indeseable Imperio Británico. En consecuencia, los dirigentes irlandeses respaldaban labores más relacionadas con las de las tribus ancestrales. Por ello y hasta hace bien poco, Irlanda era aún un país que dependía sobremanera del sector agrícola, cuya productividad nada podía hacer contra la de una economía industrializada. De alguna manera, Irlanda se convirtió nuevamente en una anomalía dentro del nuevo mundo. Esto le costó caro a la República, porque no logró subirse al tren del boom económico de los años 50 que vivió el mundo capitalista, convirtiéndose en una de las economías más atrasadas del mundo occidental hasta, como mínimo los años 60, década en la que sobrevino un cambio generacional importante a nivel ideológico que estaba más dispuesto a abrazar el aperturismo y la internacionalización.
En abril de 1916, algunas de estas organizaciones tradicionalistas, encabezadas por la Hermandad Republicana Irlandesa o fenianos, pergeñaron en secreto un alzamiento para proclamar la República irlandesa. Dentro de este conjunto podríamos destacar el Irish Citizen Army, una milicia nacionalista que se instituyó para proteger a los sindicalistas del Sindicato Irlandés del Transporte y de los Trabajadores en General (ITGWU) que, como ya mencionamos en el anterior artículo, estuvo un tiempo dirigido por James Larkin. Este sindicato protagonizó el Lockout de Dublín de 1913 en el que se enfrentaron 20000 trabajadores contra 300 patronos. Fue una de las mayores movilizaciones de trabajadores de la historia y era predecible que se gestara en Irlanda, uno de los países con las peores condiciones laborales de Occidente. Esta movilización fue fuertemente reprimida por la Policía Metropolitana de Dublín. El Irish Citizen Army se gestó para ayudar a los trabajadores.
Volviendo a 1916, los alcistas, formados por 150 hombres, tomaron el centro de Dublín, parapetándose en la General Post Office de la ciudad, desde donde manifestaron sus proclamas republicanas. Asimismo, seis guarniciones de rebeldes se apostaron en diferentes puntos del centro de la ciudad para proteger a sus líderes de las autoridades que estaban a punto de llegar. La refriega fue intensa y hubo diversas bajas en ambos bandos, aunque las del bando republicano se debieron sobre todo a los ajusticiamientos posteriores. Los republicanos y nacionalistas perdieron otra batalla… pero no la guerra. Los caídos en aquel nefasto día agrandaron la lista de mártires de la causa nacionalista y fortalecieron la motivación de sus compatriotas.
Este acontecimiento, conocido como el Alzamiento de Pascua de 1916, gestó un punto de inflexión que cambiaría la historia de Irlanda para siempre. Hubo cambios políticos fundamentales. El partido que hasta entonces lideraba la causa nacionalista cayó en desgracia en las elecciones generales de 1918, cediendo el poder a los Sinn Féin (“nosotros” o “nosotros mismos” en irlandés), partido creado por Arthur Griffith en 1905 tras la muerte de Parnell y reconstituido en 1917. Su nombre recuerda al de los fenianos. Posiblemente estén relacionados en sus líneas de pensamiento más básicas, lo cual no sería raro, pues Arthur Griffith formó parte de esta organización secreta.
En 1919 acontecería el episodio que daría lugar a la tan anhelada durante siglos República irlandesa: la Guerra de la Independencia de Irlanda (1919-1921). Que el lector no piense que esta fue la clásica guerra entre ejércitos bien organizados y formados. Durante estos años aconteció una guerra de guerrillas repleta de trampas y atrocidades provocadas por ambos bandos: por un lado el Ejército Republicano Irlandés (Irish Republican Army), más conocido como IRA por sus siglas en inglés, futuro ejército oficial de la República de Irlanda, y las autoridades británicas de Irlanda. Detengámonos en este punto brevemente para evitar confusiones postreras. A lo largo del siglo XX surgieron diversos grupos paramilitares con el nombre de IRA. Sin embargo, el Ejército Republicano Irlandés original es que el encabezó la Guerra de la Independencia irlandesa, el que nace a raíz de otro grupo paramilitar, los Voluntarios Irlandeses, que se constituyeron en 1913 para velar por los intereses de los nacionalistas irlandeses y para asegurar (aunque fracasasen en el intento) que la Home Rule de 1914 fuese instaurada, y el mismo que conformará las fuerzas armadas de la República de Irlanda cuando esta quede totalmente instituida. Este IRA funcionó como el brazo armado del partido de Arthur Griffith. A partir de esta organización, o tomándola como fuente de influencia, se formarían diversos grupos homónimos, entre ellos el IRA más conocido actualmente, el IRA Provisional, es decir, el grupo terrorista que cometió actos imperdonables y violentos que se cobraron diversas víctimas desde los años 60 hasta los 90 en Irlanda del Norte y que cesó su lucha armada en 2005. Mientras que el IRA Original acabó convirtiéndose en el protector del pueblo, sus sucesores optaron por la vía del terrorismo. Diversas escisiones y rupturas internas darían lugar a muchos otros grupos armados que acuñarían la misma autodenominación. Lo curioso es que las diferentes ramas se deslegitimaban entre sí y discutían por su autenticidad. Aunque se diga que muchas de estas ramas del IRA hayan cesado su actividad, lo cierto es que lo han hecho de forma relativa. Algunas células continúan activas, como el IRA 2012 o Nuevo IRA, surgido en 2012 con el presunto objetivo de luchar contra el narcotráfico y contra el proceso de paz en Irlanda del Norte y que reúne a miembros y recursos de las otras organizaciones homónimas. Aun así, hay un punto que todas tienen en común: el deseo de unificar toda Irlanda sin excepciones (y eso incluye a Irlanda del Norte) bajo el paraguas de la república y el nacionalismo, por supuesto, usando la fuerza si es necesario o aunque no lo sea.
Como íbamos diciendo, las atrocidades, los asesinatos, los secuestros y las matanzas fueron frecuentes durante estos años. Cada vez que un bando cometía una barbaridad, el bando contrario tomaba represalias con una mayor intensidad. Esta guerra fue la deflagración predecible de tantas emociones reprimidas y contenidas durante siglos. No hubo colectivo que se librara de la contienda: granjeros, protestantes, católicos, policías, empresarios, ciudadanos pobres… todos sufrieron las penurias del conflicto. Aprovechando el fragor de la guerra, el Sinn Féin aprovechó para establecer las primeras instituciones civiles soberanas de Irlanda, entre ellas el Dáil Éireann o asamblea de Irlanda, que funciona aun en la actualidad y es la que nombra al taoiseach o presidente de la República; tribunales alternativos a los británicos, departamentos de finanzas, etc. Como habrá percibido el lector, algunas de estas instituciones conservan su nombre gaélico. Es decir, ese objetivo folklórico-tradicionalista-místico-mítico que han perseguido diversas organizaciones irlandesas nacionalistas tanto secretas como no desde hace siglos ha logrado finalmente hacerse un hueco entre toda la amalgama racionalista y positivista que suele gobernar en la política.
A lo largo del conflicto ocurrieron varios episodios famosos en la historia de Irlanda. De uno de ellos ya hablamos en la primera parte de esta serie de artículos: el Domingo Sangriento del 21 de noviembre de 1920, que representa claramente esa escalada de violencia que se retroalimentaba constantemente. Sin embargo, el acontecimiento más reseñable fue la partición de Irlanda. Como ha ocurrido repetidamente a lo largo de la historia de la isla, Ulster no toleraba el cambio político y administrativo.
En 1920 se introdujo definitivamente la Home Rule, la cuarta de ellas y la primera en llegar a término con éxito con el nombre de Acta del Gobierno de Irlanda. Este estatuto, que dotaba por fin de una autonomía significativa a Irlanda, conllevó la creación de dos parlamentos: uno para los seis condados protestantes de Ulster y otro para el resto de Irlanda. Así nacieron las actuales Irlanda del Norte y República de Irlanda. En diciembre 1922 se proclamó el Estado Libre de Irlanda, una nación parcialmente independiente de Gran Bretaña. En octubre de ese mismo año se aprobó la Constitución del nuevo Estado y en diciembre comenzó a funcionar. Realmente, hasta 1949 Irlanda del Sur no se constituyó como República. Hasta entonces en esta región funcionó un Gobierno Provisional dentro de una monarquía constitucional adherida aun al Imperio Británico. No fue hasta 1949 cuando Irlanda finalmente se convirtió en una República completamente independiente y con autogobierno. En 1922 se acuñaron los símbolos nacionales, entre ellos la bandera tricolor que siete décadas antes introdujeron los Jóvenes Irlandeses. Así las cosas, en 1922 el sur de la isla pertenecía a la República de Irlanda, de confesión ampliamente católica, y el norte a Irlanda del Norte, provincia autónoma de Gran Bretaña y de confesión mayoritariamente protestante (2/3 de la población aproximadamente). Es decir, los católicos habían vuelto a gobernar en gran parte de Irlanda tras un extenso periodo de tiempo y dificultades… excepto en Ulster, donde precisamente el miedo a que el republicanismo y el nacionalismo se extendieran también por esta provincia hizo que se reprimiera a los católicos de diversas maneras, como por ejemplo evitando que algún católico o nacionalista accediera a altos cargos dentro de la administración de Irlanda del Norte o favoreciendo el empleo para protestantes y unionistas en detrimento de los católicos. Parece como si las Leyes Penales volviesen a resurgir.
La situación de Ulster
Irlanda del Norte se mantuvo políticamente inalterada desde los años 20 hasta la década de 1960. Aunque tuvo que pasar por varios problemas económicos (al igual que el resto de la isla) y soportar los ocasionales bombardeos de la Luftwaffe alemana durante la Segunda Guerra Mundial, Irlanda del Norte supo mantener el tipo.
La década de los 60 resultó ser una época de cambio fundamental para toda Irlanda. Como ya hemos reseñado, las nuevas generaciones dejaron a un lado el conservadurismo que defendían los líderes de la revolución de los años 20 y abrazaron la apertura al mundo moderno. Esto se vio reflejado en cambios importantes en la educación, en la economía y en la industria. Elementos extranjeros e internacionales como la televisión, los supermercados o el libre comercio entraron en la isla durante esta década, abriendo la puerta a las influencias externas. Otro ejemplo claro de este cambio de mentalidad es que en 1973 Irlanda se convirtió en miembro de la Unión Europea. Realmente, todos estos cambios conllevaron beneficios para Irlanda. Creció su economía y exportaciones, sufrió un desarrollo industrial significativo y la emigración prácticamente se frenó a causa del aumento de la riqueza. La dependencia por tanto del mundo rural se redujo. En el caso de la educación, es en esta década cuando se inauguran los primeros centros educativos financiados directamente por el Estado (hasta entonces la educación era confesional y estaba dirigida firmemente por la Iglesia Católica, que lanzaba el grito al cielo cada vez que cualquiera intentaba cambiar de manos la educación).
Pero, ¿qué sucedió en Irlanda del Norte en los años 60? Desde la división de Irlanda, la minoría católica-nacionalista de Irlanda del Norte se había visto apartada de la sociedad. Incluso en determinados poblados este sector de la población estaba prácticamente aislado en guetos o barrios. El acceso a determinados puestos laborales estaba muy restringido para ellos y su representación política era anecdótica. Los partidos protestantes-unionistas mantenían esta situación mediante diversos fraudes electorales. Por otro lado, se activó un procedimiento penal por el que se podía encarcelar a cualquiera sin un juicio previo. Obviamente, muchos sospechosos de ser afines a la independencia de Irlanda acabaron sufriendo esta situación, entre ellos, muchos miembros importantes de los principales partidos y ramas nacionalistas. Realmente esta fue otra forma de desinflar el poder y la influencia de los nacionalistas y los católicos en la política de Irlanda del Norte. Así las cosas, en enero de 1967 se constituye la NICRA (la Asociación de los Derechos Civiles de Irlanda del Norte), que perseguía la igualdad social para el sector. La NICRA convocó varias manifestaciones y algunas de ellas intentaron ser canceladas por la administración. Sin embargo, la NICRA se resistió y desobedeció aquellas órdenes. Así comenzaron los disturbios sociales que durarían demasiado tiempo. Los unionistas salieron al encuentro de los republicanos. Los cuerpos de seguridad de Irlanda del Norte se pusieron en marcha para aplacar los disturbios, aunque recibieron varias críticas por su comportamiento amoral al mostrarse impasivos ante las provocaciones de los unionistas. Las sectas violentas de los distintos bandos volvieron a hacer acto de presencia y la violencia fue escalando. El detonante definitivo ocurrió en agosto de 1969 en Bogside, un barrio o gueto nacionalista y católico del condado de Derry. Decenas de católicos de esta zona se enfrentaron contra la policía y los unionistas durante tres días que parecieron interminables. Finalmente tuvo que intervenir el ejército británico para aplacar la situación. Hubo varios muertos, incluyendo dos niños. Irlanda del Norte se convirtió así en una región anárquica por medio de la pasividad y, a veces, la provocación de la élite dirigente y de determinados oradores, como el reverendo Ian Paisley, fundador del Partido Unionista Democrático y gran enemigo de las políticas republicanas.
El ejército de la República de Irlanda, el IRA, fue criticado por no intervenir para proteger a los católicos. Comenzaron a aparecer pintadas en las paredes burlándose del IRA bajo el lema “IRA: I Ran Away” (IRA: yo huí). Esta situación inestable fue la causante del nacimiento del IRA Oficial y del IRA Provisional, las ramas más extremistas del republicanismo irlandés. A partir de entonces comienza un periodo de turbulencias y extrema violencia en Irlanda del Norte (aunque también se extendería por la República irlandesa y por Inglaterra) conocido como “The Troubles” (los problemas), que se prolongaría hasta los años 90, cuando los partidos de ideologías opuestas de Irlanda del Norte y del gobierno de la República de Irlanda y de Inglaterra por fin entrarían en razón y optarían por la diplomacia y por llegar a acuerdos.
Este periodo fue completamente vergonzoso y trágico, algo que debería haberse evitado a toda costa. Miles de personas murieron, muchas de ellas completamente inocentes. La violencia y el sectarismo no entendían de edades ni de géneros. Niños, hombres, mujeres y ancianos, todos por igual sufrieron la insensatez de aquella época, un periodo grabado a fuego en la mente de muchas personas y cuyas reminiscencias continúan en la actualidad por desgracia.
1972 fue probablemente el peor año. 470 personas murieron y hubo 2000 atentados con bombas, sin contar con los miles de heridos y las decenas de personas que perdieron sus casas y pertenencias. Que no piense el lector que alguno de los dos bandos fue mejor que su némesis. Tanto lealistas como republicanos, representados ambos por ignominiosos grupos paramilitares y sectarios, cometieron atrocidades de todo tipo. Los secuestros, los sabotajes, la quema de inmuebles, los atentados y las persecuciones fueron actividades frecuentes por parte de ambos y que incluso han llegado al siglo XXI aunque, todo sea dicho, con menor intensidad. Hay que destacar que el IRA Provisional no tuvo demasiado protagonismo durante los primeros años. Apenas tenían efectivos y medios para la lucha armada. Sin embargo, esto cambió a partir del domingo 30 de enero de 1972. Aquel nefasto día, una manifestación en Derry a la que acudieron unas 10000 personas fue violentamente aplacada por el ejército británico, pero no de una forma corriente. Aquel día acudió el Regimiento de Paracaidismo del ejército inglés. Esta fuerza militar había sido entrenada para disparar primero y preguntar después, y eso fue lo que hicieron. Este día terminó siendo conocido como el Domingo Sangriento, ya se puede imaginar el lector por qué… Este fue el punto de inflexión que conllevaría el reclutamiento de numerosos voluntarios a las filas de los distintos IRAs. Y así comenzó la guerra armada y los atentados del IRA, que no sólo se llevaron por medio a las autoridades afines a la Unión y a Gran Bretaña, sino también, como decimos, a personas inocentes. Ante el Domingo Sangriento, el IRA ejecutó el Viernes Sangriento el día 21 de julio de 1972, cuando hicieron explotar 26 bombas en el centro de Belfast, asesinando a 11 personas e hiriendo a 130. Ponemos este caso como ejemplo porque representa muy bien cómo ocurrió este periodo: fue una escalada constante de violencia retroalimentada en la que un bando respondía a su enemigo con más crueldad. Una cosa que nos contó nuestro guía durante nuestra estancia en Belfast y que nos impactó sobremanera fueron las tácticas coercitivas y criminales que se emplearon durante “los problemas”. Se secuestraban a personas al azar que eran introducidas atropelladamente en furgones blindados. Una vez encerradas, las obligaban a contar hasta diez. Si los secuestradores notaban un acento sospechoso, las ejecutaban de un tiro y abandonaban los cuerpos en las calles a la vista de todos como castigo ejemplar.
Esta guerra de guerrillas o guerra étnica, un absurdo sin parangón que dejó un reguero de miles de muertos, cesó relativamente en 1998 cuando se firmaron los Acuerdos de Belfast, en los que casi todos los partidos de distinto signo acordaron el final del conflicto y el desarme de los grupos paramilitares. Y resaltamos el “relativamente” porque no todos los grupos paramilitares fueron desarmados. El IRA Provisional por ejemplo cesó sus actividades criminales en 2005, cuando destruyó la mayoría de su arsenal, aunque fue en 2008 cuando el ejército republicano confirmó definitivamente en un informe que la organización había sido completamente desmantelada y que carecía de una cúpula de líderes organizada, es decir, el IRA Provisional ya era inofensivo… relativamente. Porque durante aquellos años surgieron otras ramas del IRA disidentes que también hicieron de las suyas (y continuaron más allá del IRA Provisional).
Este gran resumen de la historia de Irlanda tenía como objetivo llegar hasta este momento, porque lo queríamos relacionar con la historia de los lugares que visitamos en Belfast. Aunque oficialmente el periodo de “los problemas” terminase a finales de los 90, las provocaciones y el odio no han finalizado en Irlanda del Norte. Y testimonios de ello podemos encontrarlos en pleno 2019. Todavía hay barrios repletos de cámaras de seguridad e, incluso, de viviendas protegidas por altos muros con alambre de espino. Diversos murales ricamente coloridos que se han convertido en un elemento turístico inherente de Belfast hacen alusión a ese rencor confesional y étnico que aun se profesan los distintos colectivos. Las diferentes idiosincrasias continúan siendo incompatibles, hasta tal punto que cada barrio juega sus propios deportes sin compartirlos con el bando opuesto. La bandera tricolor de la República irlandesa y la británica delimitan los barrios y muchas veces se utilizan para provocar al opuesto. Y lo peor de todo es que grupúsculos disidentes del IRA aun siguen cometiendo tropelías dirigidas fundamentalmente a las autoridades británicas y atentando contra el “Estado de Paz” de Irlanda del Norte. Los coches bomba y los tiroteos aun son una realidad en esta parte del mundo desarrollado. Uno de los últimos ocurrió en junio de este mismo año, cuando miembros del conocido como Nuevo IRA se adjudicaron la autoría de la bomba que hizo explotar un coche de policía en Belfast. ¿Terminará alguna vez esta situación irracional de animadversión? Las rencillas pasadas resisten, han sido muchos enfrentamientos y muchas emociones acumuladas prácticamente desde la época céltica. Deseos y anhelos enfrentados y saboteados mutuamente. Dejar la historia de rencillas y enfrentamientos en el pasado (que no olvidarla) y aspirar a un futuro más noble y colaborativo no parece algo inmediato.
Visita de Belfast
Belfast («Beal Feirste») es un término que en gaélico significa delta del río. No podía tener un título más ajustado, ya que la ciudad está levantada en la desembocadura del río Lagan. Belfast ha estado habitada desde tiempos pretéritos. Los registros arqueológicos más antiguos nos llevan hasta la Edad del Cobre. Por ejemplo, cerca de la ciudad se encuentra un monumento megalítico conocido como el anillo del gigante datado en el 5000 a.C. Sin embargo, su origen como ciudad podemos situarlo en 1613. Su fundación está estrechamente relacionada con la colonización de Ulster tras la Fuga de los Condes. Muchos colonos británicos y escoceses se establecieron en Belfast que, desde entonces, comenzó a transformarse en uno de los centros más concurridos de Irlanda del Norte, predisponiéndose así a ser una gran ciudad. La futura industrialización que sufriría con la Revolución Industrial la convirtió en uno de los lugares más desarrollados de Irlanda del Norte y en la capital de esta región.
Desgraciadamente, nuestra estancia en Belfast fue muy corta. Aun así la aprovechamos todo lo que pudimos y aquí está el resultado. A continuación enumeramos los lugares que visitamos y que alimentaron nuestros deseos de retornar algún día:
Cavehill. Se trata de una colina de basalto que gobierna Belfast desde las alturas. Está perforada por tres grandes cuevas y se cree que sirvió como inspiración para el autor de Los viajes de Gulliver, el decano Jonathan Swift, quien imaginaba la mole rocosa como un gigante durmiente que protegía la ciudad (y quien, como curiosidad, reposa en la catedral de San Patricio de Dublín, aunque este es tema para el siguiente artículo). Su cima está coronada por un fuerte circular o ráth típico, como los que se pueden encontrar por toda Irlanda: el fuerte McArt. Además, el lugar es famoso por la actividad paranormal que se registró a principios del siglo pasado. Según algunas historias, era habitual escuchar lamentos y lloros en los bosques Cavehill a medianoche. Parecían venir del fantasma flotante de un hombre que vagaba entre los árboles. El avistamiento más sonado del presunto espectro ocurrió en 1915 por una pareja mientras paseaba tranquilamente por Cavehill. El encuentro desembocó en una precipitada escapatoria y en la caída accidental del testigo, que tuvo que ser atendido por los profundos cortes y heridas que se había producido. El espectro en pena fue avistado en varias ocasiones más durante los años venideros hasta que en 1922 otra pareja se topó con el cráneo de una persona en el bosque. Las indagaciones de la policía llevaron a la localización del resto del esqueleto y a la identificación del cuerpo. Se trataba de un tal John Scott, que desapareció unos años atrás en estos bosques, adonde secretamente acudió para quitarse la vida. Al cuerpo se le dio una sepultura digna y parece que su espíritu pudo al fin descansar en paz, porque la fenomenología extraña cesó desde entonces.
Hotel Europa. A primera vista, este edificio parece un hotel como cualquier otro, pero podríamos tildarlo sin error a equivocarnos como edificio maldito. De hecho, es casi un milagro que todavía se pueda ver en pie, pues sus cimientos han querido darse por vencidos en diversas ocasiones. Y no es para menos. El Hotel Europa de Belfast se ganó a pulso el trágico récord de ser el hotel más bombardeado del mundo: 33 explosiones se sucedieron en su interior o en sus proximidades entre 1971, cuando abrieron sus puertas, y 1994, 20 de ellas ocurridas durante los tres primeros años de existencia del hotel. Al lector posiblemente le suene este periodo de tiempo porque, efectivamente, es cuando el IRA Provisional alcanzó su auge de violencia. Entre otros motivos, el IRA eligió el Hotel Europa por su visibilidad y por haberse convertido en un símbolo para Belfast al ser el primer hotel internacional de Irlanda del Norte. Afortunada y milagrosamente, no hubo ningún muerto a pesar de tanto atentado. Imaginamos que los empleados del hotel, que ninguna culpa tenían de los conflictos políticos, debían estar en un constante estado de nervios, con la incertidumbre de si llegarían a la seguridad de sus casas de una pieza al finalizar la jornada. Tal era la inseguridad durante aquellas décadas que las puertas de las habitaciones daban la bienvenida con un cartelito en el que se instaba al huésped a estar preparado en todo momento por si tenía que evacuar. Lo más tranquilizador que podía pasar era recibir alertas de bomba (entre 1991 y 1993 hubieron unas 250 alertas). Durante aquellos años, el hotel se convirtió en un enjambre de periodistas, que elegían el hotel por su cercanía al conflicto político que estaba diezmando Belfast, por lo que a día de hoy disponemos de multitud de testimonios de primera mano sobre lo que ocurría entre las paredes del Hotel Europa. En 1993 sufrió el ataque más grave, que casi derriba el edificio entero. Hubo un periodo en el que se conocía al inmueble popularmente como el “hotel del tablero de fibra” debido a que las ventanas de vidrio, constantemente hechas añicos por las bombas, se sustituyeron por tableros de fibra de alta densidad más resistentes. Actualmente el edificio se erige como un símbolo de resiliencia ante la insensatez y la violencia gratuita y como un recuerdo trágico de las cosas que no deberían repetirse nunca más.
El museo del Titanic. Una de las atracciones turísticas más visitadas de la capital de Irlanda del Norte es este museo, el Titanic Belfast, que conmemora la historia de una de las mayores obras de ingeniería del siglo XX. Se sitúa adyacente a los astilleros Harland and Wolff, donde se construyeron el RMS Titanic y sus hermanos transatlánticos, el RMS Olympic y el HMHS Britannic. Estos astilleros vieron la luz en 1858, coincidiendo con el auge de la Revolución Industrial en Ulster, y marcarían un punto de inflexión en Belfast, que se convertiría en una auténtica y próspera ciudad portuaria. Once años después, Gustav Schwabe, primo de uno de los dueños de los astilleros Harland and Wolff, fundaría la White Star Line, la famosa compañía naviera a cuya autoría corresponde la trilogía de transatlánticos mencionados antes. Las dos titánicas grúas que aún se conservan, Sansón y Goliat, fueron testigos de primera mano del nacimiento de aquellos tres colosos de los océanos. No es casual que Belfast haya sido el epicentro del nacimiento de grandes barcos de la historia. Tal y como nos indica su nombre, Belfast está situada en la desembocadura de un río, lugar ideal para la industria de la construcción de navíos. Sea como fuere, el Titanic Belfast y sus alrededores son una visita imprescindible para aquellos que quieran conocer a fondo la historia del navío más famoso del mundo.
Los estudios de Juego de Tronos. Prácticamente al lado del Titanic Belfast y en dirección noreste por Queens Road llegamos a los Titanic Studios, donde se grabaron numerosas escenas de, fundamentalmente, las primeras cuatro temporadas de la serie de HBO.
The Big Fish. El Gran Pez es una escultura de unos de 10 metros de largo constituida por numerosos azulejos de cerámica pintados y fabricada por John Kindness en 1999 como conmemoración del programa de regeneración del río Lagan. Está situado en Donegall Quay. Es necesario aproximarse un poco para observar que cada azulejo contiene dibujado un personaje o episodio de la historia de Belfast. Y como sucede con el resto de la isla, Belfast tampoco es ajeno a las leyendas que pueblan Irlanda. De hecho, el Gran Pez recibe otro nombre. ¿Ya lo ha adivinado el lector? Efectivamente, también lo llaman el Salmón del Conocimiento.
Reloj del Albert Memorial. No, aunque en la fotografía pueda parecer que estemos en Londres, no es así. Esta torre es un Big Ben en miniatura, de hecho popularmente se la conoce así, aunque su nombre original es Albert Memorial Clock. Se denomina así porque se levantó en memoria del príncipe Alberto, fallecido en 1861, marido de la reina Victoria, y es un símbolo de fidelidad hacia la Unión y a la corona británica. El artífice fue el arquitecto William Joseph Barre, quien en 1865 ganó un concurso público. Aunque lo hizo por poco, pues hubo un escándalo con el dinero que iba a financiar el proyecto. En vez de a Barre, el dinero fue destinado a la empresa Lanyon, Lynn y Lanyon, que había obtenido el segundo puesto. No obstante, la presión popular obligó a considerar a Barre como el legítimo ganador. Se terminó de construir en 1869 y desde entonces corona Queen’s Square. Alcanza los 34 metros de altitud y los sillares son de arenisca. Su gran altitud lo convierte en uno de los monumentos más conspicuos de Belfast, punto de encuentro destacado para turistas y ciudadanos. En la faz oeste de la torre nos encontramos con una estatua de cuerpo entero del príncipe consorte. Se la suele comparar con la torre de Pisa porque tiene una inclinación de unos 30 cm debido a que, en un principio, fue levantada sobre un suelo inestable y pantanoso.
Ayuntamiento de Belfast. Desde 1888 se hizo necesaria la presencia de un edificio administrativo en Belfast que reflejase el nuevo estado titular de Belfast, porque aquel año la reina Victoria le concedió el título de ciudad. Fue inaugurado en 1906 y el diseño estuvo a cargo de Alfred Brumwell Thomas, uno de los exponentes del estilo neobarroco o revival. Precisamente, el edificio del ayuntamiento de Belfast suele ponerse como ejemplo de este estilo arquitectónico, aunque más concretamente pertenece a la variante conocida como barroco eduardiano, una corriente arquitectónica muy utilizada por el Imperio Británico en sus edificios públicos en la época de Eduardo VII (1901-1910). Un dato interesante es la estrecha relación que existe entre este ayuntamiento y el Titanic. En primer lugar porque William Pirrie, vizconde y a la postre alcalde de Belfast entre 1896-1897, fue asimismo director gerente de los astilleros Harland and Wolff. Por otro lado, los interiores del ayuntamiento tienen un parecido razonable con los acabados de los camarotes del Titanic, no en vano Pirrie se encargó del acondicionamiento del ayuntamiento.
Merece la pena hablar del escudo de la ciudad, concebido en 1890 (aunque algunos símbolos ya estaban presentes en el sello de la ciudad en 1640), por el curioso simbolismo que presenta. Su blasonamiento nos indica lo siguiente:
“En un campo partido. En el primero, de plata, una pila de veros y en el cantón diestro, de gules, una campana de plata; en el segundo, de azur, un barco de vela en sus colores, embanderado y con pabellón de plata cargado de un sotuer de gules, el barco sostenido por un mar ondado. Por soportes terrasados de oro, en la diestra un lobo rampante en sus colores, colletado de una corona abierta de oro enriquecida de pedrería y compuesta de cuatro florones, visible tres, y encadenado de lo mismo; en la siniestra un caballo de mar, en sus colores y colletado de una corona mural de lo mismo. Al timbre un burelete de plata y azur y por cimera un caballo de mar, en sus colores y colletado de una corona mural en su color. Por divisa «Pro tanto quid retribuamus» de sable, en una lista de gules.”
Tanto los veros como el lobo rampante proceden de las armas de Sir Arthur Chichester (1563-1625), fundador de Belfast y un personaje importante en la provincia de Ulster. Otras figuras, como el barco, la campana o el caballito de mar rampante hacen referencia al gran vínculo que Belfast ha tenido siempre como ciudad portuaria con el mar. El lema, realmente una paráfrasis bíblica, significa “¿Qué retorno haremos por tanto?”
La catedral de Santa Ana. Este grandioso templo de planta cruciforme se construyó sobre la parroquia de Santa Ana de 1776, ambas consagradas a la madre de la Virgen María. De estilo románico, también se la conoce como catedral de Belfast. Su piedra fundacional se colocó el 6 de septiembre de 1899 y su último elemento sería instalado en 2007: una espiral de acero inoxidable situada en lo alto del edificio conocida como «la Espiral de la Esperanza». Un dato que llama poderosamente la atención es que se trata de la única catedral que sirve a dos diócesis diferentes, la anglicana y la católica. En su interior alberga entre otras cosas un precioso paño mortuorio forrado con lino irlandés que conmemora a las víctimas del Titanic, un escueto órgano y una única tumba, al contrario que la mayoría de las catedrales. En ella está enterrado Lord Edward Carson, abogado y carismático líder de la causa unionista en Ulster. Es una de las pocas personas que sin ser monarca ha recibido un funeral de Estado.
Si el viajero escruta con atención los exteriores de la catedral, en una de las esquinas verá una placa conmemorativa que nos redirige a una bonita tradición local muy solidaria. Se la conoce como la tradición del Santa Claus negro y, tal y como nos informa la placa, fue inaugurada por el deán Samuel Bennett Crooks en 1976, cuando la violencia estaban en pleno apogeo en Irlanda del Norte. Crooks se convirtió en un pequeño rayo de esperanza y solidaridad entre tanta sangre e idiocia. Desde 1976 hasta 1985, este hombre se sentaba en los escalones que dan la bienvenida a la catedral los días anteriores a Navidad para pedir dinero para obras de caridad. Para resistir el indomable frío irlandés, el deán se abrigaba con prendas de color negro, y de aquí le vino su mote como Santa Claus negro. La recaudación se dona o bien para organizaciones benéficas locales o para financiar la restauración de la catedral. Afortunadamente, esta tradición continúa vigente en la actualidad. Cada mes de diciembre, el deán de turno se dispone a esperar en los escalones de la catedral la llegada de las almas caritativas mientras se enfrenta al helador frío invernal.
Freemason’s Hall. Mientras paseábamos por Arthur Square, sita en el corazón de Belfast, un inmueble llamó nuestra atención. Bueno, más que el inmueble, los símbolos que adornaban su fachada: una estrella pentacular, una lámpara, un cáliz… Hasta que nos acercamos a la puerta de acceso y vimos el símbolo que nos desveló qué era aquello: un compás y una escuadra entrecruzados. Efectivamente, nos encontrábamos ante la logia masónica de Belfast, que además es la sede desde 1878 del Club Masónico Donegall. Sus funciones son promover actividades lúdicas para sus miembros e invitados y obras de caridad. Entre sus miembros se cuentan importantes personalidades tanto de Belfast como de toda Irlanda, como Sir Robert Baird, director durante décadas del Belfast Telegraph; George Hamilton, tercer marqués de Donegall; Augustus Frederick, tercer duque de Leinster; James H. Stirling, presidente de la Cámara de Comercio y miembro del Senado, etc.
Y hasta aquí podemos contar. Lógicamente nos faltó mucho por descubrir y por visitar, pero ya tenemos la excusa perfecta para volver allí e impregnarnos de su magia de nuevo. Y por descontado, el lector siempre estará invitado a viajar y a maravillarse con nosotros.
Asimismo, te invitamos a que conozcas con nosotros Dún Laoghaire en el siguiente enlace:
Irlanda. Experiencias en tierras legendarias (parte I)
Y si quieres conocer más lugares maravillosos de Irlanda del Norte, visita la segunda parte de esta serie de artículos:
Irlanda. Experiencias en tierras legendarias (parte 2). Atravesando fronteras
Sin embargo, no podemos irnos de Irlanda sin conocer Dublín y su historia, tema que tratamos en la última parte:
Irlanda. Experiencias en tierras legendarias (parte 4). Fin de la odisea
REFERENCIAS
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