El colectivo terraplanista ha hecho suya la batalla contra los poderes establecidos. Sus enemigos son legión y gobiernan la ciencia, la política y a la sociedad. Su arma más eficaz, la mentira y la desinformación con la que nos esclavizan. Porque la Verdad nos hará libres. Y en esa “Verdad” se incluye la verdadera apariencia de nuestro planeta y del universo, o eso al menos es lo que sostienen los seguidores de la Tierra plana. Tan lejos han llegado en su defensa, que han elaborado un amplio argumentario para levantar los pilares de su doctrina. El objetivo de este artículo y de su continuación futura será analizar concienzudamente los tópicos más usados por este colectivo. ¿Tienen razón los terraplanistas y somos víctimas de la ocultación deliberada del conocimiento más importante de todos los tiempos o nos encontramos ante un elaborado fraude nacido al amparo de Internet y la globalización?
Desde que el terraplanismo surgiese en el siglo XIX, como ya vimos, de la retórica de Samuel Birley Rowbotham (1816-1884) y sus discípulos, no ha cesado en ganar adeptos y en inflar su influencia. No lo ha conseguido solo. La Era de Internet ha tenido mucho que ver en la divulgación de estos ideales a lo largo y ancho de nuestro planeta, llegando a cualquier rincón del mundo.
Ya hicimos una breve exploración por los rasgos fundamentales de la Teoría de la Tierra Plana. Ahora es el turno de estudiar y contrastar esas bases para elaborar una suerte de perfil personal del terraplanismo moderno. Comencemos…
El experimento de Rowbotham desacreditado por un biólogo
En la primera parte de esta serie de artículos redactamos una breve biografía sobre Samuel Birley Rowbotham (1816-1884), alias Parallax, padre de la astronomía zetética y del terraplanismo moderno. Recordemos que para hacer sus aseveraciones se basaba en determinados pasajes bíblicos muchas veces interpretados a su manera. Él fue además quien realizó el primer experimento para intentar demostrar que la Tierra era plana. Ciertamente un punto a su favor. A continuación, extractamos el fragmento del anterior artículo donde describimos el experimento:
“[…] en 1838 acudió al río Old Bedford, cerca de Cambridgeshire, un canal artificial de drenaje que presenta un par de curiosidades: es prácticamente recto y plano a lo largo de sus 38 Km de recorrido. El experimento consistió en lo siguiente: eligió un tramo de unos 9,7 Km delimitados por el puente Welney y la presa de Welche y sugirió que, si la Tierra era redonda como aseguraban los astrónomos, un barco situado en uno de los extremos no podría verse desde el otro, ya que la curvatura terrestre lo ocultaría. Samuel se situó en uno de los extremos con un telescopio a 20 cm por encima del agua para comprobar este principio. Lo podemos imaginar con una mueca de supremacía cuando puso el ojo sobre la lente y pudo ver que el barco seguía ahí aun habiendo sobrepasado el límite que él había impuesto. Estaba claro entonces: la Tierra es plana […].”
Parecía que Rowbotham había confirmado lo que presuntamente decía la Biblia. Pero lo que no suelen reconocer los terraplanistas es que este experimento fue refutado años después. Para conocer este episodio, tenemos que retrotraernos al 12 de enero de 1870. Aquel día apareció un anuncio en la revista Scientific Opinion firmado por un tal John Hampden en el que desafiaba a lo siguiente:
“¿Qué podemos decir sobre la pretendida filosofía del siglo XIX, cuando ni un hombre educado entre diez mil conoce la forma de la tierra en la que habita? ¡Debe ser una farsa enorme! El abajo firmante está dispuesto a depositar de 50 a 500 libras esterlinas, en términos recíprocos, y desafía a todos los filósofos, teólogos y profesores científicos del Reino Unido a probar la rotundidad y revolución del mundo a partir de las Escrituras, de la razón o de los hechos. Reconocerá que ha perdido su depósito, si su oponente puede exhibir, a satisfacción de cualquier árbitro inteligente, un ferrocarril convexo, un río, un canal o un lago.”
Hampden fue un acérrimo seguidor de Rowbotham y otros zetetistas. Fue el hijo mayor del rector protestante de una parroquia del condado de Dorset (Inglaterra). Se apuntó a un grado universitario de divinidad en la Universidad de Oxford, donde solo completó dos años. Su conversión al movimiento zetetista se produjo tras toparse con la obra Theoretical Astronomy Examined and Exposed (“Astronomía teórica examinada y expuesta”), cuyo autor fue otro seguidor de Rowbotham, William Carpenter (1830-1896). Tan prendado quedó de su contenido que pagó 100 libras para reeditar el panfleto. Desde entonces engulló con ahínco cualquier tratado sobre astronomía zetética incluyendo, obviamente, las obras de Rowbotham (también compró los derechos de Zetetic Astronomy). Consideró estos libros como las armas perfectas para luchar contra la herejía científica.
Pues bien, respecto al reto propuesto por Hampden, este fue aceptado por uno de los mejores científicos de todos los tiempos: Alfred Russell Wallace (1823-1913), el naturalista co-descubridor de la evolución por medio de la selección natural junto a Charles Darwin. Wallace pidió consejo a otro grande de la ciencia, Charles Lyell (1797-1875), padre de la geología moderna, para proceder mejor. Finalmente, llegó a la conclusión de que la mejor forma de ganar la apuesta era mediante una demostración práctica y experimental, para así trascender las típicas discusiones epistemológicas de su época. De esta manera también podría convencer de una forma más sólida a Hampden si se equivocaba o no. Además, si ganaba la apuesta no solo le beneficiaría económicamente (en esa época tenía escasos recursos económicos) sino también intelectualmente. Así que, sin más dilación, escribió una carta a Hampden aceptando su propuesta.
Las riendas del desafío las manejó constantemente Hampden, quien decidió en todo momento donde quería que se llevase a cabo el experimento y en qué circunstancias. De hecho, Wallace en un principio eligió el lago Bala (Gales), que era lo suficientemente extenso y plano, para su demostración. Pero Hampden se negó rotundamente y eligió estratégicamente un tramo similar de 9 Km delimitado en esta ocasión por los puentes Old Bedford y Welney al que empleó Rowbotham anteriormente. El naturalista no sabía que Rowbotham ya había campado a sus anchas por allí. Para más inri, Hampden se lo ocultó para jugar con ventaja. Wallace humildemente le ofreció realizar la demostración de forma privada, para no dejarle en ridículo ante el público en caso de que demostrase la curvatura terrestre. De nuevo, Hampden se negó. Tenía una seguridad apabullante en que Wallace no tenía nada qué hacer para refutar el modelo terraplanista.
Ambos ingresaron sus respectivas 500 libras en Coutts Bank y se citaron para el 1 de marzo de 1870. Es curioso que unos días antes Hampden de repente se retractase de su decisión de acudir presencialmente a la prueba, enviando en su lugar a un sustituto de su confianza. No quería viajar tan lejos, ni siquiera para acudir a su propio desafío. Wallace le propuso reunirse con él en privado para observar el experimento y, en caso de que no estuviese convencido, acudir a los árbitros para la evaluación final (para así evitar también el escarnio público), pero Hampden se empeñaba en su rotundidad. Así que no quedó más remedio que elegir a los árbitros. Wallace sugirió a John Henry Walsh, editor de una revista deportiva y cirujano, ante lo que Hampden se mostró de acuerdo. El otro testigo, insistió Wallace, debía ser una persona imparcial y que no fuese conocida de ninguno de los desafiantes. Hampden aceptó… pero volvió a jugar sucio, porque envió a nada más y nada menos que a uno de sus colegas, William Carpenter.
Wallace se encontró con Carpenter en la estación el 28 de febrero. El terraplanista llevaba consigo una escueta nota en la que Hampden le informaba de que, sin que nadie lo supiera, iba a enviar a su impresor y acólito zetetista, un tal Alfred Bull, para acompañarle y que tuviese a alguien más de su lado por si tenía que consultar o pergeñar cualquier cosa. Le advertía asimismo de que Wallace podía hacer trampas para ganar. Por el contrario, vemos que el único con una pizca de humildad era el naturalista. Finalmente, John Hampden hizo su aparición estelar en el último minuto tras haber sido convencido por sus colegas de que tenía que estar presente en el desafío que él había propuesto.
El 1 de marzo se intentó llevar a cabo el experimento de Wallace. Su propuesta era muy sencilla: quería instalar seis postes de 1,82 metros de largo con unos círculos negros y rojos adheridos a los mismos en la orilla del río Old Bedford a lo largo de las 6 millas (9 Km) acordadas, uno por milla. Su hipótesis era muy simple y podía ser contrastada por cualquiera:
“Si el agua es recta y plana, la parte superior de los postes será recta y plana también. Pero si la tierra y el agua tienen una curvatura de 4000 millas de radio (6437 Km), entonces la parte superior de los postes será igualmente convexa, y se verán elevándose cada vez más alto hasta el poste del medio, y desde ahí se irán hundiendo cada vez más hasta el más lejano. Con un buen telescopio la curvatura se verá fácilmente si existe.”
Finalmente, colocaron un pesado telescopio sobre una barcaza situado a la altura de los postes y lo intentaron equilibrar como pudieron. Sin embargo, debido a problemas técnicos observaron que los postes no estaban alineados y no se podía apreciar el desnivel que había predicho Wallace. Tras una fuerte discusión, abortaron el experimento para otro día. En este interludio, Wallace aprovechó para comprar un teodolito, un instrumento cartográfico para medir el nivel real de cualquier objeto visto a distancia con una precisión bastante ajustada. Los resultados se retrasaron varios días más por distintas circunstancias, como el mal tiempo o el abandono del árbitro John Henry Walsh, quien debía continuar sus labores como editor. A este último lo sustituyó el cirujano Martin Wales Bedell Coulcher.
Por fin, el 5 de marzo fue el día que reunía las condiciones adecuadas para llevar a cabo el experimento. Hubo un ligero rediseño para adaptarse a las nuevas condiciones. Colocaron una lámina con una gruesa banda negra dibujada en su centro colgando del puente Old Bedford. Instalaron el nuevo telescopio en el puente de Welney, situado en el extremo opuesto del segmento del río Old Bedford, a la misma altura del agua que la banda negra. A una distancia intermedia entre los dos puentes (3 millas) se colocó un poste rojo rematado con dos discos marcadores a la altura adecuada para que el disco superior coincidiera en altura con la banda negra y el nivel del teodolito. Los tres puntos estaban situados a poco más de 4 metros de altura por encima del agua. Todo dependía de la altura a la que apareciesen los discos marcadores: si el disco superior aparecía proyectado aproximadamente sobre la banda negra y el disco inferior por debajo de dicha banda, sería cierto que ese curso de agua y, por tanto, la Tierra, eran planos. Si, en cambio, el disco superior se veía por encima de la banda negra y el disco inferior sobre la misma se debía al efecto de la curvatura de la Tierra. Para más precisión, Wallace predijo a partir de su hipótesis que el disco superior tenía que aparecer aproximadamente a 1,5 metros por encima de la banda negra obviando la refracción atmosférica. Y así fue, el marcador central estaba a unos 1,5 metros por encima de la banda negra, confirmándose su hipótesis y demostrando que la Tierra tenía curvatura. El árbitro terraplanista, William Carpenter, también miró a través del teodolito. Sin embargo, llegó a la conclusión opuesta aunque había observado lo mismo, pues él afirmaba haber visto cómo tanto el marcador central como la banda negra del otro puente estaban por debajo del punto de mira del telescopio. En consecuencia, se negó a reconocer la veracidad del experimento. Coulcher, en cambio, como era de esperar en un hombre de ciencia, confirmó que el experimento estaba bien hecho y los resultados correctamente interpretados.
Sin embargo, Wallace necesitaba convencer a los dos árbitros para ganar la apuesta. Coulcher y Carpenter se reunieron en la casa del primero, donde Coulcher elaboró una serie de diagramas y planos que mostraban de forma esquemática los resultados. Pero Carpenter no cedía, seguía en sus trece, negando lo evidente y sin reconocer su derrota. Carpenter envió una carta a Wallace para solicitarle que llamara a otro árbitro distinto para poder discutir de manera “sensata” el experimento. El naturalista, anonadado por la escasa honradez de su contrincante, no tuvo otra opción, así que volvió a llamar a John Henry Walsh. Este, amablemente, acudió de nuevo como árbitro y analizó los esquemas del experimento. Asimismo, tuvo que ceder a las demandas de Hampden de enviar los documentos a un oftalmólogo experto, el señor Solomons. Para asegurarse de que no había ninguna trampa (ya las había habido a raudales por su parte), Hampden envió a Carpenter para seguir la evolución de los análisis del oftalmólogo (aunque finalmente las realizó un aprendiz suyo igualmente capacitado). Para su desgracia, la revisión concluyó lo evidente: que el experimento estaba bien hecho y que demostraba que la superficie del agua era curva. No hay más ciego que quien no quiere ver…
Finalmente, todas las evidencias señalaban la victoria de Wallace, y así lo dejó por escrito Henry Walsh:
“El Sr. A. R. Wallace, mediante el experimento que aprobó de forma satisfactoria el Sr. Hampden y su árbitro, elegido por estos dos señores, ha demostrado a mi satisfacción “la curvatura de aquí para allá” del nivel del canal de Bedford entre el puente Welney y la presa de Welch (seis millas) [aquí Walsh se equivocó y realmente quería hacer referencia al puente de Old Bedford] hasta la extensión de cinco pies, más o menos. Por lo tanto, propongo que se pague al Sr. A. Wallace la cantidad de 1000 libras esterlinas, que ahora está a mi nombre en el Banco Coutts para respetar el resultado de la prueba anterior, el próximo jueves, a no ser que el señor Hampden me notifique lo contrario.”
Los corchetes son del autor. A partir de aquí es cuando llegamos al colmo del cinismo, porque Carpenter se negó a firmar el documento que otorgaba la victoria a Wallace. Los zetetistas, después de todo, se negaron a ceder porque su mentor Rowbotham ya había “demostrado” la planitud de la Tierra. Hicieron perder el tiempo a Wallace, porque nunca iban a reconocer que él había ganado, ya tenían una idea prefijada e inamovible. Aun así, Walsch, harto ya de tanto disparate, dio justamente el premio a Wallace. Mientras, el granuja de Carpenter aprovechó para redactar un panfleto para desacreditar a Walsh y a Wallace, tildándoles sin vergüenza alguna de fraudes y de haber manipulado los datos. Por su lado, Hampden intentó durante varios años destruir socialmente a Wallace mediante el envío de misivas a los colegas, familiares y amigos del científico donde escupía todo tipo de difamaciones sobre el naturalista. Sin embargo, se hizo justicia, ya que Hampden fue denunciado por Wallace por calumnias y por mancillar su honor. A lo largo de todo ese tiempo, fue condenado hasta en cuatro ocasiones, pasando algunos meses en prisión y obligado a pagar 600 libras a Wallace, cosa que evitó declarándose insolvente de forma fraudulenta. También llegó a enviar cartas de amenaza de muerte hacia Wallace remitidas a la esposa del naturalista, por lo que también fue juzgado:
“Señora, si su ladrón infernal […] llega a casa algún día […] con cada hueso de su cabeza hecho papilla, sabrá la razón. Dígale de mi parte que es un mentiroso ladrón infernal, y tan seguro de que su nombre es Wallace, él nunca morirá en su cama. Debe de ser una miserable desgraciada por ser obligada a vivir con un delincuente convicto. No piense o no deje que piense que he terminado con él.”
Asimismo, en 1876 John Hampden denunció a Henry Walsh amparándose tramposamente en una ley que prohibía las apuestas (cuando fue él quien la realizó). Desgraciadamente, en este caso sí ganó el juicio y Wallace fue obligado a pagarle las 500 libras que justificadamente consiguió en 1970. No tuvo que pagarlo todo, ya que Hampden aun le debía 600 libras por la denuncia que no había solventado. Y no solo esto, ya que Wallace también recibió críticas de sus propios colegas científicos (incluyendo de Darwin) al haber dado más repercusión a la locura terraplanista a causa de este escándalo y por haber participado en una apuesta que discutía un hecho científico indiscutible, la esfericidad de la Tierra.
Así terminó uno de los capítulos más patéticos de la historia. No obstante, aun queda una cuestión por dilucidar. ¿Por qué vio Rowbotham durante su experimento el barco situado más allá de 6 millas si tendría que haber sido ocultado por la curvatura del agua? Existe una explicación que concuerda con sus resultados y que mencionaremos en más ocasiones: fue víctima de la refracción atmosférica, es decir, la desviación de los rayos lumínicos que reflejan los cuerpos en determinadas condiciones atmosféricas y que nos permite verlos aunque no estén en nuestra línea de visión. Lo que está claro es que su experimento quedó refutado, con escándalo de por medio. Y no sólo por Wallace. Años más tarde, concretamente en el verano de 1900 y 1901, el profesor de geografía Henry Yule Oldham replicó con exactitud el experimento del naturalista en el mismo tramo del Old Bedford y empleando la misma técnica, sólo que esta vez utilizó un teodolito más moderno y una cámara fotográfica para constatar la observación. Sus resultados corroboraron a la perfección los de Wallace.
La refutación temprana de la prueba “fundacional” del movimiento terraplanista moderno y el nefasto comportamiento de aquellos primeros miembros (dos hechos que los terraplanistas se olvidan a menudo de mencionar) ya nos dice mucho del movimiento terraplanista… A continuación, analizaremos algunos de los tópicos terraplanistas más populares. Si el lector quiere indagar más sobre las bases terraplanistas, recomendamos la lectura de dos libros: 200 Proofs Earth Is Not a Spinning Ball (200 Pruebas de que la Tierra no es una Pelota giratoria) de Eric Dubay, una de las mejores recopilaciones de argumentos sobre la Teoría de la Tierra Plana que además es de acceso libre, y Tierra plana. La mayor conspiración de la historia del youtuber español Óliver Ibáñez, un libro que no deja de ser una copia literal del anterior pero en el que el autor ha introducido algunas reflexiones de su cosecha.
La curvatura invisible
El horizonte siempre aparece perfectamente plano independientemente de la altura a la que se encuentre el observador y hacia donde mire.
Lo cierto es que esto no es así. A partir de una determinada altura, se puede apreciar la curvatura de nuestro planeta. Para observar dicha curvatura nos tendríamos que situar a unas alturas a las que muy pocos pueden acceder: a más de 30 Km, y aún así la curvatura es casi imperceptible. ¿Por qué? Acudamos a las matemáticas.
Nuestro planeta tiene un radio aproximado de 6371 Km. Para calcular la longitud de una circunferencia se emplea la siguiente fórmula:
Circunferencia = 2 * r * π
Es decir, hay que obtener el producto del número pi multiplicado por dos veces el radio, o lo que es lo mismo, el diámetro. De esta forma sabemos que la circunferencia de nuestro planeta mediría unos 40030,17 Km. Considerando la Tierra como una esfera casi perfecta, los círculos imaginarios o meridianos que forman la superficie terrestre tienen 360º, así que podemos saber la longitud que tiene un grado realizando una sencilla división:
40030,17 Km / 360º = 111,19 Km es lo que ocupa 1 grado en la circunferencia de nuestro planeta
Esto demuestra que nuestra esfera azul es inmensa, tan solo hay que ver la distancia que ocupa un grado de curvatura que, por otra parte, sigue siendo casi imperceptible. Se estima que a 30000 metros de altitud nuestra vista llegaría a contemplar 6º de arco, y aun así es difícil apreciar la curvatura, así que no digamos estando en tierra, donde obviamente no veremos curvatura alguna. Por eso, las mejores pruebas de la curvatura de nuestro planeta las aportan los satélites espaciales o la Estación Espacial Internacional, que orbita a 400 Km de altitud, aunque para los terraplanistas no sean pruebas válidas, ya que según ellos no hay tecnología alguna orbitando alrededor de la Tierra. El lector se podrá hacer una mejor idea visionando el siguiente vídeo, un ejemplo perfecto de cómo la altura y la distancia respecto a una superficie alteran nuestra percepción de la misma.
Llama la atención que consideren una ilusión sensorial la puesta del Sol (como veremos en unos momentos) y no hagan lo mismo con la apariencia plana del horizonte.
Si la Tierra realmente fuera un globo, los ríos deberían subir y bajar constantemente debido a la curvatura, lo cual sería imposible. El sistema fluvial que contemplamos solo es explicable desde el modelo de la Tierra plana.
Esta cuestión es replicada en varias ocasiones en el libro de Eric Dubay. Antes de nada, hay que aclarar un error. No es correcto hablar de “arriba” o “abajo” en relación a la curvatura de algo. En todo caso, y tomando nuestro planeta como referencia, sólo podemos hablar de “arriba” cuando nos alejamos del centro de la Tierra y de “abajo” cuando nos aproximamos. Dicho esto, es bien sabido que los cursos de agua siempre viajan de zonas más altas a zonas más bajas (hacia el mar) por una mera cuestión energética. A mayor altitud más energía potencial gravitatoria hay, la cual va disminuyendo según disminuye la altura. La fórmula correspondiente sería la siguiente (en la que observamos que también la masa influye):
Energía potencial gravitatoria = Altura * Campo gravitacional local * Masa
Como la energía potencial depende, por tanto, de la distancia hacia el centro de la Tierra (o altura), todos los puntos que estén a una misma distancia respecto a ese centro son equipotenciales, es decir, albergan la misma energía potencial gravitatoria. Por tanto, la curvatura no impediría el flujo actual de los ríos.
Diversos fotógrafos han captado puntos geográficos desde distancias a las que no deberían verse, puesto que si la Tierra es una esfera de 40000 Km esas localizaciones deberían estar ocultas por la curvatura terrestre. Véanse, por ejemplo, las fotografías de Chicago realizadas por el fotógrafo Joshua Nowicki en 2016 desde St. Joseph, Michigan, en las que se aprecian los riscos iluminados de los rascacielos más elevados. Asimismo tampoco debería verse el horizonte de Filadelfia desde la colina Apple Pie Hill en New Jersey. Todos estos puntos deberían estar ocultos por varios centenares de metros de la curvatura terrestre si es que en verdad la Tierra es esférica.
Lo primero que debemos indicar es que estos argumentos suelen venir acompañados de errores y de sesgos de información, y se continúan divulgando con los mismos. Por ejemplo, tanto Ibáñez como Dubay afirman sin tapujos que Nowicki tomó sus preciosas fotografías en 2016 a 1,8 metros de altura sobre el lago Michigan (prácticamente desde su orilla), cuando echando un somero vistazo a la descripción del vídeo de su canal se comprueba que no es así. Nowicki se encontraba en aquel momento en un edificio aledaño, el Witcomb Senior Living Community, cuya base se encuentra a aproximadamente 11 metros de altura sobre el lago. Si el fotógrafo realizó el time-lapse desde la azotea, sumemos otros tantos metros en los que situar la altura del ojo (unos 46 metros en total). Según los cálculos de los terraplanistas, la cumbre del edificio más alto de Chicago, la Torre Willis, con 442 metros de altura, tendría que estar oculta tras 208 metros de curvatura. Calcular la parte oculta de un cuerpo por la curvatura de la Tierra es sencillo, y más cuando disponemos de herramientas online que están programadas para tal fin, como la que facilitamos a continuación:
Añadiendo correctamente los datos, obtenemos que casi 400 metros de la Torre Willis no serían visibles al estar ocultos por la curvatura de la Tierra. Por lo tanto, en unas condiciones atmosféricas óptimas y con un instrumento óptico adecuado, podríamos ver la cima del edificio obviando incluso el efecto de la refracción atmosférica. Sin embargo, gracias a la refracción podemos ver Chicago tal y como lo vio Nowicki desde el lago Michigan. Es curioso que los terraplanistas también ignoren el testimonio del propio fotógrafo, quien explicaba que aquel día hubo una inversión térmica importante, esto es, cuando la temperatura del aire aumenta con la altura y viceversa (en condiciones normales, la temperatura del aire decrece según ascendemos en altura), un fenómeno que aumenta el índice de refracción de la luz. Por si esto no basta, puede observarse que el time-lapse fue realizado durante el ocaso, cuando las longitudes de onda solares deben atravesar una sección más gruesa de la atmósfera. En estos momentos del día predominan las longitudes de onda del rojo, que precisamente son de las que más refracción sufren. Aun con todo, varios terraplanistas, entre los que se encuentra Óliver Ibáñez, siguen negando este hecho, alegando que los espejismos y otras ilusiones ópticas se muestran distorsionadas. Basta con ver el vídeo de Nowicki para corroborar que, efectivamente, el perfil de los rascacielos de Chicago se tambalea, tiembla y se distorsiona con el paso del tiempo, señalando claramente que nos encontramos ante una ilusión provocada por la refracción de la luz. Los terraplanistas han vuelto a sucumbir al mismo error que Rowbotham con su experimento en el canal Old Bedford.
Este fenómeno no es para nada anómalo. Lo vemos todos los días cuando contemplamos un ocaso. Cuando observamos al astro rey ocultándose en el horizonte, realmente no estamos viendo la imagen real del Sol, que ya está oculto bajo el horizonte geométrico de nuestro planeta, sino una ilusión óptica. La refracción atmosférica provoca que veamos los astros en una posición más alta de la que realmente ocupan. Si no existiese la atmósfera, podríamos contemplar los astros en su posición real. Por eso los astrónomos distinguen entre la “posición aparente” y la “posición real” de los astros considerando la presencia o ausencia de atmósfera.
En el caso del supuesto problema de visibilidad de Filadelfia desde Apple Pie Hill, la distancia que separa ambos puntos es de unos 50 Km (Eric Dubay apunta en su libro erróneamente que son 64 Km). La colina tiene una altura de unos 62 metros y Filadelfia está situada a unos 12 metros sobre el nivel del mar en promedio. Asimismo, algunos de sus edificios constan de varios centenares de metros de altitud. Introduciendo estos datos en la aplicación, obtenemos que unos 37 metros de Filadelfia están ocultos bajo la curvatura (y no los 102 metros que indica Eric Dubay). Desde esa distancia y a esa altura se puede contemplar sin problemas los colosos pétreos de Filadelfia que superen esa altitud.
Las obras de ingeniería de grandes dimensiones, como canales, vías, carreteras, puentes, etc. se construyen siempre de forma horizontal y plana y sin tener en cuenta la presunta curvatura de la Tierra, lo que casa con una Tierra plana.
Eric Dubay y Óliver Ibáñez hacen hincapié en este punto en varias ocasiones. Para aportar una mayor solidez, ambos citan los testimonios de varios ingenieros que confirman esta premisa, ya que nunca han tenido que tomar en consideración la curvatura de nuestro planeta, lo cual ya sería suficiente para concluir que la Tierra es plana, ¿o no? El problema es que no aportan fuentes. De hecho, cuando intentamos rastrear la historia del único ingeniero del que dan un nombre, un tal W. Winckler, quien sugiere que los ingenieros no necesitan calcular la curvatura del planeta, no es posible encontrar la fuente original. En todos los foros y blogs sólo se menciona el párrafo del libro de Dubay, un problema del que también se ha hecho eco un usuario de los foros de la Sociedad de la Tierra Plana.
Dejando esto de lado, es cierto que a la hora de levantar estas maravillas de la ingeniería la curvatura terrestre no se tiene en cuenta. De manera interesada, Ibáñez y Dubay citan en sus correspondientes libros un fragmento convenientemente sesgado de una declaración de la Oficina de Ingenieros del Manchester Ship Canal del 19 de febrero de 1892:
“En las construcciones de vías ferroviarias y canales, es la norma que el punto de referencia para todas las superficies sea una línea horizontal. En la práctica, a la hora de planificar y realizar obras públicas no se tiene en cuenta ninguna curvatura de la Tierra.”
Seguramente, si hubiesen ofrecido el texto entero, podríamos comprobar por qué los ingenieros dicen esto. Todo tiene que ver de nuevo con el inmenso tamaño de nuestro planeta. Recordemos que un grado de curvatura de nuestro planeta ocupa unos 111 Km. Imaginemos por un momento que tenemos que instalar una vía de tren simultáneamente en 1 Km de longitud. Mediante una sencilla regla de tres, obtenemos que la curvatura que tendrían que tener en cuenta los ingenieros sería de 0,009º aproximadamente, una cifra despreciable. Esa es la clave. Los ingenieros obvian la curvatura de la Tierra no porque no exista, sino porque trabajan por tramos a una escala en la que la curvatura es ínfima, por lo que esos tramos se construyen considerando la superficie como si fuese plana. A lo que realmente se tienen que adaptar los ingenieros es a la orografía local.
Por cierto, como suele ocurrir cuando se generaliza demasiado, los autores antes mencionados han incurrido en otro error porque, en efecto, existen muchas obras de ingeniería que ni son planas ni horizontales. Véase por ejemplo el Golden Gate o el puente Danyang–Kunshan.
La Ley de Perspectiva en superficies planas refuta la curvatura terrestre. Todo cuerpo que desaparece en la distancia de abajo hacia arriba se debe a este principio.
Esta presunta ley, que debe enmarcarse exclusivamente dentro de las tesis terraplanistas, es empleada reiteradamente para explicar fenómenos como la puesta y la salida del Sol o la desaparición de cualquier otro cuerpo en el horizonte. Básicamente lo que sostiene es que nuestros ojos tienen una capacidad muy limitada de visión de profundidad, por lo que cualquier objeto que se esconda detrás del horizonte no es porque exista una curvatura, sino porque se ha alejado en gran medida y resulta imperceptible desde nuestro punto de observación. Eric Dubay ejemplifica este fenómeno con una mujer con un vestido que se aleja de un observador. Tras una determinada distancia, solo veremos la parte más alta del cuerpo de la mujer, mientras que sus pies habrán desaparecido en la lejanía. Esto mismo sucede con los cascos de los barcos, que es lo primero en desaparecer en el horizonte. Todo esto sería una ilusión, ya que si utilizásemos un telescopio volveríamos a recuperar la visión completa de la mujer o del barco.
Esto es sencillamente absurdo y se opone completamente al tan apreciado empirismo que enarbolan los terraplanistas. Cuando un cuerpo se aleja, se empequeñecen proporcionalmente todas sus partes por igual, no unas antes que otras. En todo caso, si comienzan a desaparecer las partes inferiores antes que las superiores es porque se ha interpuesto un obstáculo entre el observador y la parte inferior de ese cuerpo. Además, si esta “ley” fuese cierta, ¿cómo es posible entonces que los tamaños del Sol o de la Luna sean los mismos a lo largo de sus recorridos celestes? ¿No deberían empequeñecerse cuando se ponen en el horizonte ya que, según el modelo terraplanista, se están alejando de nosotros hasta hacerse invisibles? A continuación facilitamos un vídeo fascinante del recorrido de la Luna y del Sol, donde se puede observar que no varían sus tamaños:
Por el contrario, la forma en la que un barco desaparece en el horizonte se corresponde precisamente con el modelo de un mundo esférico. En efecto, cuando un barco se aleja lo suficiente vemos fundamentalmente sus mástiles y velas mientras que el casco queda oculto. En cambio, cuando un barco se acerca desde el horizonte, lo primero que se visualiza es su parte más elevada, lo cual ya fue atestiguado en tiempos de Aristóteles y esgrimido como evidencia empírica de la esfericidad y la curvatura terrestres. Este fenómeno es obviado por los terraplanistas, tanto que les gusta rescatar “verdades” ancestrales.
Si la Tierra fuera realmente una esfera de 25.000 millas de circunferencia, los pilotos de aviones tendrían que corregir constantemente sus altitudes hacia abajo para no volar directamente al «espacio exterior».
En primer lugar hay que aclarar la confusión de “volar recto” implícita en este argumento. Los terraplanistas creen que los aviones volarían de la siguiente manera tomando como referencia una superficie terrestre curva si no implementasen diversas correcciones durante su trayectoria, enfrentándose al peligro de ingresar en el espacio:
Sin embargo, esto no es un vuelo “recto” como tal. Más bien, la aeronave está siguiendo una trayectoria tangencial respecto a la superficie terrestre. Una trayectoria “recta” en nuestro planeta implica seguir la curvatura de la superficie terrestre:
Esta es la trayectoria que siguen las aeronaves. Si hablamos de vuelos comerciales, los aviones volarán siguiendo la curvatura terrestre a una altura constante aproximada de 10 Km. De todas formas, si un piloto cometiese la insensatez de intentar volar al espacio, no llegaría muy lejos. La densidad del aire disminuye con la altura, por lo que el avión tendría que alcanzar velocidades cada vez mayores para asegurarse un colchón aéreo que lo sustente, situación que un avión convencional no puede alcanzar.
Durante un vuelo se realizan correcciones para evitar problemas y tragedias. Una de ellas persigue la altura constante a lo largo del trayecto para asegurar la sustentación aérea del aparato (10 Km de altura respecto al nivel del mar en el caso de los vuelos comerciales). A este respecto, los vuelos de largo trayecto por ejemplo sí tienen en cuenta la curvatura terrestre. Pero este factor es implícito y no se suele mencionar. Al corregir y mantener una altitud constante durante un vuelo, automáticamente se está incluyendo la curvatura terrestre en esa ecuación. En otras palabras, manteniendo una altura constante respecto a la superficie terrestre el avión sigue la curvatura de la Tierra.
“Y sin embargo se mueve…”
Si la Tierra fuera realmente una esfera que se desplaza a través del espacio, el agua estaría bamboleándose por todas partes, en lugar de permanecer nivelada y estable. Una prueba de que la Tierra es plana es que el agua se mantiene nivelada independientemente del recipiente.
Precisamente lo que evita que el agua salga disparada es la gravedad (inexistente para muchos terraplanistas). Tampoco es cierto que el agua se disponga siempre plana. En un escenario de microgravedad el agua adquiere formas esferoidales, por ejemplo. Asimismo, el rocío que se deposita en la superficie de las hojas o de las flores por las mañanas lo hace en forma de gotas. Realmente, lo que determina la “forma” del agua son las interacciones entre las moléculas de H2O que la componen y otras fuerzas como la sempiterna gravedad, causando que el agua adopte aquella “forma” que suponga la menor cantidad de energía posible y que sea igual a la forma de la superficie equipotencial del campo gravitatorio.
Si la Tierra realmente girase hacia el este a 1609 Km/h, los helicópteros y los globos podrían flotar en su lugar y esperar a que sus destinos llegaran a ellos; una bala de cañón disparada verticalmente caería más alejada del cañón de lo que realmente lo hace; un avión que volase hacia el este a una velocidad menor que la de la rotación de la Tierra jamás alcanzaría su destino, pues este se le escaparía constantemente, etc.
Inercia. Ella es la causante de que nada de lo anteriormente expuesto suceda. El mero hecho de situarnos en nuestro planeta implica que nos movemos con él. Es decir, formamos parte del mismo sistema. Aunque parezca una locura, un lector que viva en el ecuador está girando a unos 1600 Km/h respecto al centro de la Tierra en el momento en que está leyendo estas líneas (si bien es cierto que esta velocidad angular se reduce hasta anularse según nos aproximamos a los polos). No es algo tan extraño. Lo mismo ocurre cuando saltamos en un tren en movimiento o en un avión, no nos vamos a mover de nuestro sitio porque nos desplazamos con el vehículo a su misma velocidad. Lo cierto es que si no existiese la inercia sería mucho más sencillo viajar en avión y se ahorraría mucho combustible. Volando hacia el oeste (sentido opuesto a la rotación) llegaríamos en un abrir y cerrar de ojos a nuestros destinos, que se dirigirían rotando inevitablemente hacia nosotros. No obstante, sucede lo contrario: volamos más rápidamente hacia el este que hacia el oeste. Cuando nos desplazamos hacia el este, es decir, siguiendo el sentido de giro de la rotación, nuestra velocidad se suma a la de la rotación y lo contrario sucede si nos desplazamos hacia el oeste, las velocidades se restan.
El ejemplo del salto igualmente puede ser aplicado a un proyectil que es disparado en vertical. El proyectil terminará cayendo encima del cañón o en sus proximidades porque durante su ascenso y descenso se está desplazando con la Tierra, al igual que el cañón. En condiciones idóneas, el proyectil acabaría cayendo sobre el cañón, pero debido a la fuerza ejercida por el viento entre otras, su trayectoria se ve modificada.
Una protesta frecuente de los terraplanistas contra los movimientos terrestres es que, si fuesen ciertos, sus habitantes saldrían despedidos por la enorme fuerza centrífuga resultante (recordemos el sardónico comentario que Orlando Ferguson plasmó en su peculiar mapa de la Tierra plana). Una vez más esta incomprensión procede por no tener en cuenta la gravedad (o por negarla). Nuestro planeta es tan masivo e inmenso que la gravedad que genera es muy potente, mucho más que la fuerza centrífuga resultante de la rotación. De hecho, esta última constituiría tan solo el 3% si la comparamos con la gravedad. En cambio, si la Tierra fuese mucho más pequeña y conservase su velocidad angular actual o si aumentase considerablemente la misma, posiblemente sí que saldríamos expulsados por los aires.
El experimento conocido como «El fracaso de Airy» y el experimento de Michelson-Morley demostraron que las estrellas se mueven en relación con una Tierra estacionaria y no al revés. Asimismo, la “Paradoja de Olber”, que afirma que si hubiera miles de millones de estrellas el cielo nocturno se llenaría completamente de luz, es otra refutación del modelo heliocéntrico.
George Biddell Airy (1801-1892) fue un afamado astrónomo británico. Fue designado astrónomo real y dirigió el observatorio de Cambridge. Nos legó importantes descubrimientos, como el disco de Airy, un patrón de interferencia producido por la naturaleza ondulatoria de la luz cuando esta atraviesa una apertura circular de un aparato óptico.
En su época los científicos discutían intensamente sobre una hipótesis muy interesante conocida como “arrastre del éter”. A grandes rasgos, el éter sería una suerte de sustancia ubicua en el universo. Se sugirió su existencia para tratar de justificar la velocidad fija a la que se desplazan las ondas electromagnéticas (300000 Km/s aproximadamente), una predicción de la teoría electromagnética del escocés James Clark Maxwell. Esa medida solo se podía obtener mediante su medición respecto a un sistema de referencia. Es decir, la luz se tiene que mover respecto a algo a una velocidad fija, pero ¿respecto a qué? Entonces los científicos se fijaron en las ondas sonoras y determinaron que las ondas lumínicas tendrían que tener un comportamiento similar. Las ondas sonoras no son más que ondulaciones del medio en el que se transmiten (el aire por ejemplo). De aquí se infiere que para su transmisión se necesita obligatoriamente un medio, ya sea gaseoso, sólido o líquido, por eso en el espacio no se escucha nada, porque las ondas sonoras no disponen de medio alguno para su transmisión. Por tanto, por analogía, las ondas electromagnéticas deberían necesitar asimismo un medio perturbable para su transmisión, y aquí es donde entra a colación el éter o éter luminífero. A falta de aire, algo tenía que haber entre el Sol y la Tierra para que su luz llegase hasta nosotros. La luz, en consecuencia, se transmitía mediante vibraciones ondulatorias de ese éter.
De aquí surgía otra complicación: había qué determinar cómo era el éter, cuál era su constitución. Esta sustancia omnipresente tenía que ser, por un lado, muy rígida. El sonido se transmite más rápidamente en medios sólidos que en medios poco rígidos. Si la luz era de naturaleza similar al sonido y viajaba a tan desmesuradas velocidades (300000 Km/s), entonces el éter tenía que ser bastante sólido. Por otro lado, el éter tenía que ser muy elástico. En caso contrario, el rozamiento con el mismo provocaría que los astros que se desplazan en su seno perdiesen paulatinamente su velocidad hasta detenerse.
El éter luminífero se concibió en un principio como un medio estático y total o parcialmente independiente de la materia, es decir, no interactuaba ni se veía afectado (o lo hacía muy poco) por el movimiento de la materia en su seno. En consecuencia, eran los planetas y demás cuerpos celestes los que se desplazaban respecto al mismo. Se postuló asimismo la existencia del “viento del éter”, cuya dirección cambiaba respecto al movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Para entenderlo un poco mejor, podemos imaginar a un ciclista circulando en un día en calma sin viento. Si el ciclista se mueve en dirección sur, se topará con un “viento” o una resistencia del aire opuesta con orientación hacia el norte y viceversa. Esto implicaba una cuestión fundamental: al medir la velocidad de la luz se tendrían que obtener resultados distintos. Tiene lógica, puesto que si la Tierra se mueve hacia el rayo de luz (es decir, perpendicularmente), la medida de la velocidad de la luz será ligeramente mayor, ya que llegará antes que si el rayo de luz sigue la misma dirección y sentido que el movimiento terrestre (es paralelo al mismo), puesto que se verá frenado por ese viendo del éter. Teniendo esto en cuenta, interesaba saber cuál era la velocidad relativa de nuestro planeta en referencia al éter circundante a través de la medición de la velocidad de la luz en las dos circunstancias que acabamos de mencionar. Para ello, el físico y premio Nobel Abraham Michelson y el químico Edward Williams Morley idearon un experimento en 1887, considerado como uno de los ensayos más importantes de la historia de la física.
Para dicho experimento, Michelson construyó un interferómetro, un aparato óptico que utiliza las interferencias de las ondas lumínicas para medir distancias, como las longitudes de onda (las interferencias son una propiedad inherente a todo tipo de ondas, según la cual estas pueden superponerse para formar una nueva onda de diferente amplitud). En concreto, el interferómetro de Michelson constaba de una fuente de luz, un par de placas de vidrio semitransparentes (A y B en el esquema) y un par de espejos dispuestos perpendiculares entre sí (M1 y M2). El experimento consistía en simular un par de rayos de luz, uno que siguiese la dirección de la órbita terrestre y otro perpendicular y opuesto a la misma, para así comparar sus velocidades de llegada a un receptor u observador. Para ello, una de las placas de vidrio, al ser semitransparente, dividía en dos el rayo de luz: una parte lo refleja hacia uno de los espejos y la otra es transmitida hacia el otro. Finalmente, esos rayos de luz se reflejarán de vuelta y se reunirán para ser captados por el receptor componiendo un diagrama de interferencias, es decir, bandas de luz y sombra alternadas.
Durante el experimento, el interferómetro giraba lentamente. De esta manera, esperaban vislumbrar el desplazamiento de esas franjas de interferencia, signo de que existían diferencias en la velocidad de la luz dependiendo de si sigue una trayectoria paralela a la órbita de la Tierra (u opuesta a la del viento del éter) o perpendicular. Sin embargo, el resultado fue el contrario: las franjas de interferencias permanecían siempre iguales. El experimento fue replicado en varias ocasiones y en distintas condiciones para no dejarse ninguna variable en el tintero, pero el resultado siempre fue el mismo: las franjas no variaban, lo que implicaba que el valor medido para la velocidad de la luz era el mismo. Las conclusiones eran claras y precisas: no existía un movimiento de la Tierra relativo a un éter inmutable, pero no porque la Tierra fuese estacionaria, que es lo que argumentan interesadamente los terraplanistas-geocentristas, sino básicamente porque el éter no existía. Posteriormente, como veremos a continuación, se acudió a la hipótesis del arrastre del éter. Quizás la clave estaba en que no todo el éter era estático…
Aunque parezca que esta refutación dejase algunas lagunas sin explicar, unos años más tarde el eminente Albert Einstein las rellenaría con su teoría de la relatividad especial. Explicado de forma un tanto simplista, a raíz de estos resultados Einstein razonó que no era necesario el éter en el universo, ya que la velocidad de la luz era independiente del movimiento relativo entre la fuente y el receptor. Por tanto, observamos de nuevo y para no variar una interpretación errónea e interesada de la ciencia y una mala praxis por parte de los terraplanistas que resulta sospechosamente frecuente entre sus filas.
Una de tantas evidencias a favor de que la Tierra orbita alrededor del Sol es el fenómeno de la aberración de la luz o aberración de Bradley. Este implica que, cuando observamos una estrella, realmente no estamos viéndola en su posición real. Es otra de esas maravillosas paradojas de nuestro universo. La causa es la órbita de nuestro planeta alrededor del Sol y, en menor medida, a la rotación sobre sí misma. En otras palabras, este fenómeno, además de la velocidad de la luz, depende de la velocidad a la que se mueva el observador (30 Km/s aproximadamente alrededor del Sol). Actualmente se ha estipulado con bastante precisión que la diferencia angular entre la posición real de una estrella y la ilusoria que nosotros contemplamos es de 20,47 segundos de arco, si bien es cierto que este valor varía a lo largo de un año, puesto que la velocidad de la Tierra durante su recorrido alrededor del Sol no es constante. Además, es algo que se puede comprobar individualmente. En un día de lluvia sin viento, para una persona que esté bajo un paraguas estática en un sitio la lluvia precipitará sobre ella de forma prácticamente vertical. ¿Qué sucede si nos desplazamos y vamos aumentando la velocidad paulatinamente manteniendo el paraguas vertical? Nos empaparemos nuestra parte delantera y estaremos obligados a inclinar el paraguas hacia delante cada vez más. De repente, la lluvia ha adquirido un ángulo ilusorio respecto al observador.
¿Y qué sucede con George Airy? Este astrónomo llevó a cabo un experimento que se ha vuelto viral entre los terraplanistas y los geocentristas, puesto que según ellos los resultados que obtuvo demuestran sin ningún género de dudas que la Tierra es estática y no se mueve alrededor del Sol, sino todo lo contrario, las estrellas se mueven alrededor de nuestro planeta. Como veremos a continuación esta interpretación podría ser cierta… si se sacan las cosas de contexto. Los ensayos de Airy se contextualizan en el debate que hemos mencionado anteriormente de la existencia y naturaleza del éter como medio necesario para la transmisión de las ondas de luz. Airy llevó a cabo su experimento en 1871, antes por tanto que Michelson y Morley, quienes ayudaron a desechar definitivamente la idea del éter luminífero. Unas décadas antes, su colega James Bradley aportó una de las primeras evidencias definitivas de la aberración estelar observando periódicamente la estrella γ Draconis. Bradley se dio cuenta que a lo largo de un año tenía que corregir ligeramente la inclinación del telescopio para poder enfocarla. La peculiaridad de γ Draconis es que se encuentra muy próxima al cénit (esto es, el punto del hemisferio celeste situado sobre la vertical del observador) si es observada desde el Observatorio de Greenwich, Inglaterra. Por tanto, orientando el telescopio a 90º debería ser posible observarla, pero no era así debido a este fenómeno. Esta fue la primera confirmación de la aberración de Bradley y de su predicción lógica, que la aberración es un fenómeno que se produce a consecuencia de la traslación terrestre alrededor del Sol. Airy pensaba que podía utilizar el fenómeno de la aberración estelar para despejar las dudas sobre el movimiento de la Tierra respecto al éter, y siempre respecto a esta cuestión. Es decir, Airy no buscaba probar si la Tierra se mueve alrededor del Sol o no. De hecho, él era heliocentrista.
Antes hemos mencionado la hipótesis del arrastre del éter. Esta idea sugería que un éter completa o parcialmente independiente e inalterable era absurdo, de hecho los resultados experimentales obtenidos hasta entonces no encajaban con estas premisas. Por tanto, la naturaleza del éter tenía que ser, según esta hipótesis, precisamente la contraria: el éter contenido en la materia o situado en sus proximidades podía ser arrastrado con la misma, mientras que el éter del resto del espacio se mantenía estático. Como la velocidad de la luz era una propiedad del éter (recordemos que la luz era considerada vibraciones del éter), esta se propagaría junto con ese éter arrastrado. Esta hipótesis está directamente vinculada con el experimento de Airy y con la aberración de la luz.
Para su ensayo, Airy empleó un telescopio relleno con agua. El motivo consistía en emplear un medio con diferente índice de refracción al del aire para comprobar una predicción que se infiere de la hipótesis del arrastre del éter: que la luz se desplaza junto con ese éter en movimiento. De esta forma, pensaba, se podía hallar el valor del movimiento absoluto de la Tierra respecto al éter. El agua refracta más la luz y esta viaja más lentamente por este medio, por tanto, para poder ver γ Draconis, el telescopio con agua debería inclinarse en un ángulo mayor que el telescopio lleno de aire. En el vídeo que facilitamos a continuación, aunque posea tintes creacionistas, sirve para ilustrar este principio:
Para su sorpresa, no fue así y el telescopio con agua no necesitó una inclinación mayor que la que requeriría un telescopio con aire para poder observar la estrella. Esto demostraba que la Tierra no se movía respecto al éter ni lo arrastraba consigo. Pero no porque la Tierra sea estática… sino porque el éter no existía, como más tarde volvieron a demostrar Michelson, Morley, Sagnac, Einstein y otros.
De hecho, el propio Michelson intentó probar este extremo. Si la Tierra arrastraba el éter, pensaba, entonces este arrastre se reduciría a medida que disminuye la gravedad. Una predicción que ya fue propuesta por el físico Augustin Jean Fresnel, uno de los principales defensores de la hipótesis del arrastre del éter. Por ello, realizó su experimento con el interferómetro a diferentes altitudes obteniendo los mismos resultados nulos de la primera vez. Por otro lado, si la Tierra fuese estática no sería necesario inclinar el telescopio para ver γ Draconis, porque el rayo de luz alcanzaría la lente del telescopio estando orientado a 90º. En consecuencia, una Tierra estacionaria contradice el fenómeno de la aberración, el cual se ha demostrado numerosas veces empíricamente, método tan apreciado por los terraplanistas, quienes por supuesto siguen esgrimiendo este experimento como estandarte de su movimiento. Y sin embargo se mueve.
Continuemos con la paradoja de Olbers. Heinrich Wilhelm Olbers (1758-1840) fue un astrónomo alemán que, al igual que algunos de sus predecesores, como Johannes Kepler, reflexionó sobre una presunta anomalía del modelo del universo de su tiempo. Antes de nada, hemos de analizar cómo se concebía el universo en estos siglos. Básicamente se suponía que el universo era estático e infinito en extensión espacial y temporal, aunque en otros ámbitos más creacionistas, además de estático se suponía que contaba con un origen divino determinado. Si el universo era infinito entonces debía de tener una cantidad infinita de materia. En consecuencia, da igual donde mirásemos, siempre nos tendríamos que topar con una estrella. Si el cielo estaba lleno de estrellas, ¿cómo era posible entonces que existiese la noche? ¿No tendría que estar el cielo constante e intensamente iluminado por infinitas estrellas? ¿Por qué no vemos algo así? Olbers entonces adujo que las “pocas” estrellas que vemos en el cielo son las más cercanas, porque la luz de las más lejanas sería absorbida por la materia opaca (polvo estelar por ejemplo) que ocupa los espacios que hay entre las estrellas. Sin embargo, esto conlleva otro problema: esa materia acabaría siendo igual de radiante que las estrellas por la absorción constante de la energía que emana de las mismas.
Habría que esperar hasta 1929 para hallar la solución a este problema. En este año, el astrónomo Edwin Hubble advirtió tras un gran número de observaciones que las galaxias se estaban alejando de nosotros. Es decir, el universo no es estático, sino que se expande. Por el contrario, si vamos hacia atrás en el tiempo veríamos que las galaxias se acercarían hasta concentrarse en un punto. Este punto es donde comenzó todo y desde el que se expandió el universo gracias al Big Bang. Por tanto la historia del universo es finita (los astrofísicos han establecido que el universo “nació” entre los 13 mil y 15 mil millones de años) y sus límites también. Recordemos, además, que la luz tiene una velocidad finita. Por tanto, todavía no ha llegado hasta nosotros la luz de todas las estrellas del universo. Por otro lado, si las estrellas se alejan de nosotros constantemente la luz que emiten sufre lo que se conoce como corrimiento al rojo, es decir la longitud de onda de la luz (la distancia que hay desde una cresta a otra) se incrementa y la luz pierde intensidad. No hay mucho más misterio, realmente la paradoja de Olbers no sirve para sustentar el geocentrismo de ninguna manera, aunque siempre dota de seriedad el citar a algún científico. ¿Pero no era la ciencia un instrumento de los conspiradores?
Tycho Brahe argumentó en contra de la teoría heliocéntrica de su tiempo, afirmando que si la Tierra giraba alrededor del Sol, las estrellas deben parecer separarse a medida que nos acercamos y juntarse a medida que retrocedemos, algo que no pudo constatar.
A este astrónomo danés (1546-1601) le debemos importantes avances en astronomía. Además de ser mentor del famoso Johannes Kepler (quien a partir de los datos de Brahe pudo diseñar sus leyes), ayudó a establecer la posición de unas 800 estrellas e incrementó la precisión de varias medidas astronómicas mediante aparatos de su propia cosecha. Brahe ideó un modelo opuesto al copernicano pero con ligeras variantes al modelo geocéntrico tradicional. Según este, el Sol y la Luna orbitarían alrededor de una Tierra inmóvil y el resto de planetas orbitarían alrededor del Sol. Es decir, es una suerte de transición entre el geocentrismo y el heliocentrismo.
Recordemos que el telescopio comenzó a ser utilizado por Galileo Galilei a principios del siglo XVII para observar el cosmos. Por tanto, Brahe no tuvo oportunidad de usarlo, lo cual sin duda le habría permitido incrementar sus descubrimientos astronómicos. No es raro entonces que Tycho Brahe no tuviese datos precisos sobre la paralaje estelar, esto es, la posición relativa que tiene un astro en la bóveda celeste en referencia al punto de observación, un fenómeno que ha servido a los astrónomos para calcular distancias entre cuerpos celestes. Este fenómeno se puede reproducir poniendo un dedo cerca y frente a nuestros ojos, cerrando un ojo y abriendo el otro alternativamente. Veremos que la posición relativa de nuestro dedo cambia respecto al fondo dependiendo del ojo con que lo miremos.
Es muy difícil percatarse de la paralaje estelar a simple vista. De hecho, fue gracias al telescopio que pudo establecerse con precisión este fenómeno. En consecuencia, no es que no existiese un paralaje producido por la traslación terrestre alrededor del Sol, es que Brahe no podía observarlo al carecer de los instrumentos necesarios. En efecto, los resultados a este respecto comenzaron a obtenerse a partir de 1610, sobresaliendo nombres como Jean-Dominic Cassini, Jean Richer, Friedrich Wilhelm Bessel, Thomas Henderson, etc.
¿Por qué la Estrella Polar se mantiene fija en el firmamento si la Tierra se mueve alrededor del Sol?
Polaris, Alpha Ursa Minoris, Estrella del Norte o, simplemente, la Estrella Polar es uno de los astros que más ligados han estado a la historia de la humanidad. Pertenece a la constelación de la Osa Menor y nos ha resultado fundamental para guiarnos por la gran vastedad del hemisferio norte de nuestro planeta y ubicarnos. Tan importante nos ha resultado que forma parte de leyendas de griegos, chinos y árabes.
Desde hace unos 4000 años, el eje terrestre apunta directamente hacia esta estrella. Sin embargo, Polaris no siempre ha sido la guía de nuestros viajes. Para los antiguos egipcios por ejemplo, la estrella Alfa de la constelación del Dragón o Thuban fue su particular Estrella del Norte. Esto se debe al movimiento conocido como precesión de los equinoccios, que encuentra su razón de ser en la inclinación de 23,5º de arco del eje terrestre. Cada 25765 años aproximadamente, el eje terrestre dibuja un cono en el cielo y durante ese recorrido va apuntando a diferentes estrellas en ambos hemisferios.
Pero, ¿por qué en nuestra época vemos a Polaris ubicada en el mismo lugar del cielo si nuestra Tierra presuntamente orbita alrededor del Sol? ¿No debería cambiar su posición? Precisamente su situación respecto al eje de nuestro planeta es la clave. Es como observar un disco girando en un tocadiscos, el centro “inmutable” al que apunta nuestro eje planetario sería Polaris y el resto del disco se correspondería con las demás estrellas del firmamento que giran a lo largo de las noches y del año alrededor de ese centro. He aquí su utilidad para ubicarnos en el hemisferio norte, su aparente inmovilidad. E insistimos en que es aparente, porque obviamente y al igual que el resto de sus compañeras celestes, Polaris orbita alrededor del centro de la Vía Láctea. Otra cuestión relacionada con su “inmovilidad” es la enorme distancia que nos separa de ella, 323 años luz. Al estar tan alejada no podemos apreciar su movimiento, aunque su lejanía es la que también nos permite saber en qué latitud estamos realizando unos sencillos cálculos trigonométricos.
Y ya que hablamos de estrellas, la observación de diferentes estrellas en ambos hemisferios no encaja con una Tierra plana. Por ejemplo, tanto Polaris como la constelación de la Osa Mayor (con todas las estrellas que la componen) solo son visibles desde el hemisferio norte, mientras que la constelación de la Cruz del Sur solo es visible desde el hemisferio sur, al igual que Sigma Occitantis (o Polaris Australis), la análoga de Polaris en este hemisferio. Para esto no hay discusión alguna, porque se puede comprobar empíricamente con nuestros sentidos. Para más inri, si la Tierra fuese plana sería un fiasco poder determinar la latitud en el hemisferio norte, porque la estrella Polaris tendría diferentes altitudes (algo completamente absurdo). Mediante la trigonometría se puede ilustrar mejor.
Tomemos el modelo terraplanista según el cual el Polo Norte está en el centro del disco y la Tierra está cubierta con una cúpula en la que están pegados los astros (lo que antes se conocía como esfera de las estrellas fijas). La estrella Polar está en la vertical del centro del polo y, por tanto, forma un ángulo de 90º con la superficie. Ahora imaginemos que estamos en Rusia a unos 3300 Km del centro polar. Con la instrumentación adecuada, hallaremos que desde este punto la estrella Polar forma un ángulo de 60º con el observador. Tenemos por tanto un triángulo rectángulo. Con la fórmula para hallar valores de tangentes podemos hallar la longitud del cateto que se corresponde con la altura de Polaris respecto a la superficie:
Como conocemos el valor del cateto adyacente (3300 Km), solo hay que despejar:
Altura de Polaris = tg 60º * 3300 Km = 5716 Km
Ya hemos hallado la altura de Polaris. Viajemos ahora a Castellón de la Plana, en Valencia (España), que distaría unos 4820 Km del centro del Polo para comprobar si veríamos esta estrella a la misma altura. Desde esta ubicación, Polaris formaría un ángulo aproximado de 45º con el observador. Con todos estos datos repetimos la operación:
Altura de Polaris = tg 45º * 4820 Km = 4820 Km
Nos topamos con un problema muy grave, ya que hay una diferencia de casi 1000 Km en la altura de Polaris dependiendo desde donde la observemos… Podríamos seguir tomando más puntos de referencia y seguiríamos obteniendo valores muy diferentes.
El péndulo de Foucault y el efecto Coriolis muestran una serie de inconsistencias que impiden esgrimirlos como pruebas de una Tierra rotatoria.
Jean Bernard Léon Foucault (1819-1868) fue un sabio francés que realizó notables avances en el campo de la astrofísica y las matemáticas. Estudió el espectro solar infrarrojo y calculó un valor más preciso para la velocidad de la luz que el que había hasta aquel momento. También inventó el giróscopo. Sin embargo, por lo que es conocido mundialmente es por su magnánima creación, el péndulo de Foucault. Los resultados obtenidos con este aparato se consideran las primeras pruebas experimentales de que la Tierra rota sobre sí misma.
Ocurrió en 1851. El péndulo que construyó constaba de una esfera de 28 Kg sostenida por un alambre de 67 metros sujeto a la cúpula del Panteón de París. Hoy día podemos contemplar diversas réplicas en museos de ciencia y en universidades. Conceptualmente, es un tanto complejo de entender, pero intentaremos sintetizarlo en la medida de lo posible. Una vez puesta en marcha la oscilación del péndulo, Foucault comprobó que el plano de oscilación vertical era siempre el mismo y que este plano giraba en el sentido de las agujas del reloj a razón de 11º15’ por hora, lo que implicaba que la Tierra rotaba sobre su eje y que el giro del plano de oscilación se debía a la inercia. Son muy ilustrativos los modelos actuales en los que se disponen varias estacas o testigos en el suelo alrededor del péndulo que van siendo abatidas por la oscilación del mismo. En realidad, el «giro» en sentido horario del plano de oscilación es aparente, ya que lo que se mueve es el suelo en sentido antihorario.
Es una cuestión de perspectiva y puede entenderse mejor en un modelo reproducido a escala de este experimento:
Los terraplanistas alegan que este experimento no demuestra nada, porque los aparatos a veces se comportan de manera aleatoria (¿?) o se mueven opuestamente a lo que cabría esperar. Quizás porque no han tenido en cuenta que el péndulo de Foucault «gira» con distinto ritmo y distinta dirección según donde esté instalado. Si estuviese situado sobre la vertical del punto del Polo Norte que es atravesado por el eje terrestre, el plano de oscilación realiza un «giro» completo en 24 horas. En cambio, el péndulo de París solo completa 270º en 24 horas. Esto indica que el ritmo de giro del plano depende de la latitud. Como puede verse, cuanto más cerca esté el péndulo del ecuador (latitud 0º), más tiempo tarda en dar una vuelta completa. De hecho, en el ecuador ese «giro» se detiene y el péndulo oscila siempre en el mismo plano. En el hemisferio sur sucede lo contrario, el plano de oscilación «gira» en dirección opuesta a la de las agujas del reloj y lo hace más rápido según aumenta la latitud o, en otras palabras, según nos acercamos al Polo Sur. Estos cambios no sólo se corresponden con lo que cabría esperar en una Tierra rotatoria sino también en una Tierra esférica.
De forma similar, el efecto Coriolis para los terraplanistas directamente es ficticio, al igual que cualquier otra ley o fenómeno científico. El efecto o fuerza Coriolis es un fenómeno descubierto por el ingeniero y matemático francés Gaspard Gustave de Coriolis (1792-1843). Al igual que el péndulo de Foucault, su mecánica demuestra y depende de la rotación de la Tierra. Se define como la “fuerza” que se observa en cualquier sistema de referencia en rotación sobre un cuerpo en movimiento respecto a este sistema. Coriolis se dio cuenta de que, en un sistema de estas características, al cuerpo en movimiento hay que aplicarle una fuerza de inercia adicional que es perpendicular al movimiento del objeto. Esta fuerza causa una aceleración relativa y aparente en el cuerpo en movimiento. Y subrayamos “relativa” y “aparente” porque esta fuerza solamente ocurre desde el punto de vista de un observador que está rotando. De hecho no es una fuerza real como tal en tanto que no hay nada que la produzca. Es lo que se conoce en física como fuerza ficticia o inercial, un elemento que se introduce para corregir y obtener los resultados correctos.
Aun así, este efecto nos es fundamental en la actualidad. Por un lado, se tiene muy en cuenta a la hora de establecer rutas aéreas o marítimas de larga duración. El piloto o el capitán de turno no pueden seguir la ruta rectilínea más obvia para alcanzar su destino, ya que debido a que la Tierra continúa rotando por debajo de ellos no llegarían a su ubicación planeada (siempre y cuando el trayecto no siga un paralelo terrestre). Por ello, deben prever una ruta que tenga en cuenta el efecto Coriolis para poder llegar a su destino.
Este efecto es esencial también en meteorología, oceanografía y en el ámbito militar, pues las corrientes oceánicas, los vientos permanentes, los ciclones y tornados y los proyectiles disparados a grandes distancias se ven afectados por este efecto. La fuerza Coriolis no solo depende de la distancia recorrida, sino también del tiempo, de la velocidad del objeto en movimiento y de la latitud terrestre (es proporcional también a la velocidad de rotación) para hacerse evidente. Por ejemplo, los cuerpos que recorren distancias breves a gran velocidad no padecen los efectos de la fuerza Coriolis o estos son despreciables (imaginemos un balón que es pateado en un partido de fútbol). En el ecuador este efecto es insignificante y aumenta su intensidad en dirección a los polos.
Mucho se ha hablado de su relación con el sentido del giro del agua en los desagües en los dos hemisferios terrestres. Se dice que en un hemisferio el agua gira en sentido horario y en el otro en sentido antihorario. Aunque sea desde hace tiempo considerado un mito (en efecto, en los lavabos y retretes de ambos hemisferios el agua puede girar en ambos sentidos), el efecto Coriolis tiene algo que ver, aunque su efecto sea nuevamente insignificante. En el sentido del desagüe influyen significativamente más otros factores, entre otros la forma de la pila y del orificio del desagüe. Como ye hemos recalcado, al ser un fenómeno muy rápido, el efecto Coriolis es imperceptible. Los terraplanistas arguyen que los científicos conspiradores atribuyen al efecto Coriolis el sentido del desagüe en ambos hemisferios. Por el contrario, observamos que los físicos tienen bastante claro si esto es cierto o no.
Hasta ahora, los argumentos terraplanistas dejan mucho que desear. Para no hacerlo más denso paramos aquí, pero si quieres indagar más en las tesis terraplanistas y ver nuestras conclusiones, visita la siguiente parte:
Dossier terraplanismo (parte 3): Tierra plana VS Tierra esférica. Últimos análisis de la “Teoría de la Tierra Plana” y conclusiones
Si el lector quiere ahondar en las claves del terraplanismo moderno, le invitamos a visitar la primera parte de este dossier:
Dossier terraplanismo (parte 1). El ave fénix de los mitos
REFERENCIAS
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